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CONSAGRACIÓN DE DON QUIJOTE


La peripecia del ingenioso hidalgo propone muchos aspectos de interés que llaman a la observación reflexiva. En esta oportunidad deseo resaltar uno de ellos, a saber: su carácter de caballero cristiano.


Aunque las páginas que siguen refieren de la segunda parte, ineludible es que aluda, en más de algún aspecto, a la novela completa.


Menos erudito que personal, el ensayo que sigue corresponde al de un lector entusiasta y razonablemente atento, sobre quien han influido la perspicacia de tantos estudiosos cervantinos, especialmente los trabajos de Eduardo Godoy Gallardo, profesor y académico de la lengua, y el fervor del recordado profesor Martín Panero, a quien le escuchara disertaciones y clases de Literatura clásica española, en la Pontificia Universidad Católica de Chile.


1. Personaje inmortal


Don Quijote de la Mancha es un personaje complejo, ya por su personalidad interna, ya debido a las formas de expresión que lo vinculan con los demás. Sobrepasó el libro y senderea por las referencias más dispares en el mundo. Su nacimiento, desde Cervantes, ha crecido en incontables obras que recrean sus venturas y desventuras, desde puntos de vista tan heterogéneos, que acaso éstos se han transformado en sobrepeso de equipaje innecesario. A la postre, lo único esencial, en el caso referido, es conocer la obra primigenia; las otras, pudiendo ser lúcidas, eruditas y serviciales, no pasan de ser textos secundarios y prescindibles. Sin embargo, es tan necesario el ejercicio de la interpretación, que no hay lectura —incluso la más ingenua— que no esboce, pretenda o explicite esa forma personal de captar, de valorar y de traducir aquello de que somos capaces de percatarnos porque corresponde a quienes somos.


Toda interpretación es el tendido de consciencia entre el rico potencial semántico de un texto, en este caso, y el prendimiento comprensible de quien lo va conociendo. Jamás puede ufanarse de única ni definitiva, porque mientras la obra permanece en su propia contundencia y riqueza, la interpretación es hija sucesiva de los tiempos y aun de la evolución de cada intérprete. Pero existe además otro motivo del ejercicio hermenéutico: la necesidad de decir y decirse cuanto es comprensión de asombro e identificación y, en consecuencia, de comunicar el acto reflejo que depara la experiencia de la lectura. Urge verbalizar porque la palabra ofrece apertura desde el sujeto para con lo otro y posibilidad de vinculación interpersonal a partir de lo que sabe transformarse en asunto que, potencialmente, atañe a todos. Por eso, vivir es una secuencia tramada de interpretaciones. Nadie acaba por leer de una sola vez en el venero de la obras mayores; la lectura es un acto por el cual lo que llamamos objetivo cede parte de su riqueza al sujeto, quien recibe en el sí propio la que dimana de aquél.


Por ser la estampa y la personalidad quijotescas, acopio feraz que rezuma locura cuerda, resaltes y confrontes del personaje en relación a la sociedad de su tiempo, variedad idiomática sita en la obra cervantina, elenco de costumbres, modulaciones críticas del autor, invención e ideas acerca de la literatura, riqueza de los diálogos, nueva concepción novelesca y simultaneidad de experiencias lectoras, así como la sabiduría con que la realidad es dicha, comprendida y enseñada, el conjunto de lo mentado y mucho más ofrecen motivos de escudriñar la intimidad de un alma que, por central, enciende el interés de examinarla a la luz de sus propósitos más nobles y de sus razones más intrincadas. Dechado de rica creación literaria y moral. La condición de hidalgo envejecido y de alma cándida da pábulo a consideraciones innúmeras, las que alcanzan trazas de merodeo sin fin, pues por más que se asedie a don Quijote desde miríadas diversas y bien respaldadas, éste acaba por rebasar, con creces, cualquier posibilidad de fijarlo en alguna.


Desde el principio de la novela, nos informamos que la base u origen del caballero y de la posterior transformación experimentada por él corresponde a la de un hidalgo que frisa los cincuenta años, cuenta a su haber con una parva hacienda y su cotidiana convivencia la comparte con una sobrina y un ama de casa. Soltero, dueño de un patrimonio suficiente para el mantenimiento de los suyos, las costumbres sencillas de que hace gala le granjearon el apelativo de “bueno”, entre quienes le conocen.


Es así como don Alonso Quijano extiende una existencia previsible en sus hábitos, más cercana de la tranquilidad sedentaria que de los sobresaltos de la aventura. Y lo seguiría siendo hasta la conclusión de sus jornadas, si ese su habitar en el mundo, con dieta prefijada y costumbres conocidas, no se viera contradicho y alterado en vistas de la creciente incursión en un mundo de nobles y ostentosas ficciones, dignas en sus objetivos, pero disparatadas en sus conductas y atavíos, con que el ilustre manchego decide endilgar su existencia.


La lectura indiscriminada de libros de caballería no obra en él como pasatiempo, sino en calidad de aguijón alterador. Don Alonso acaba por mudarse en don Quijote; el sedentario deja ir al nómade; quien ha departido con los seres habituales en condición de pacífica y reconocible bonhomía, gradualmente se trueca en alguien inquietante, extraño y desasosegado. Se revela, eso sí, un lector culto, fino, memorioso, inteligente. Los libros de caballería reciben su valoración máxima. Venera en ellos la valentía, el fantasioso suceder de la grandeza de alma en las adversidades, aunque también en la grandilocuencia respondedora a quienes lo interpelan y a los desajustes que lo incomodan: antagonistas, pruebas extremas y una caterva de feas entidades: endriagos, vestiglos y engendros varios conforman fantasiosos argumentos narrativos. De todo ello, toma nota, domicilia en su deseo expansivo episodios y casos notables, para luego empeñarse en ser como aquéllos modelos novelescos. Don Alonso sabía que no era caballero andante, pero sobrepujó por llegar a serlo.


2. Nace el caballero


No es excesivo afirmar que la letra y el espíritu animador habido en él acaban por soberanear en la nueva identidad. La lectura es transición; los modelos caballerescos, el móvil; hacer el bien justiciero a los menesterosos, la meta. Sobreponer ensueño e ideal despierto a la ruda y tosca realidad habitual es clamor de vuelo debido a la saturación de horizontes inmediatos y a una actitud crítica hacia la versión social de su presente. La dualidad paradojal consiste, en su caso, en que elige intervenir en el mundo, para mejorar lo porvenir, pero lo hace desde el anacronismo que implica resucitar a la caballería andante. Para ir hacia adelante, elige un anacronismo.


Al profesar de heraldo de la justicia, don Quijote necesita ceñirse enteramente la identidad de caballero. Escoge un nuevo nombre para sí, otro para su cabalgadura y se granjea la compañía y servicio de un escudero. Por si algo faltare, entonces prepara su ajuar, según era la usanza de quienes, en su momento, antes que él, fueron por el mundo “desfaciendo entuertos”. Pero un caballero necesitaba de alguien divino no menos que de una persona en cuyo nombre pudiese emprender su labor filantrópica. Dios, finalidad de todo, auxilio en la aflicción y ejemplo perfecto, obra en el espíritu del ingenioso hidalgo, de tal manera, que el pasivo creyente de su aldea se trasiega en agente bienhechor a lo largo de los caminos españoles; en tanto, la mujer amada, se convierte en razón de ser de sacrificios y de ofrendas, ánimo de servir y amparo de sus pensamientos. Ambos vínculos trascendentes son salvaguarda de ese espíritu suyo tan proclive a engendrar una sobre historia desde el sí propio. La realidad no basta; es deber de caballero mejorarla.


Desde un principio, se revela la condición dual de don Quijote. Muy pronto expone su impulso trasgresor. Los cauces habituales por donde desarrollar la existencia resultan insuficientes. Cincuentón, hijo de la inveterada costumbre de aquel manchego tranquilo y entrado en años, para la época. Justo cuando todo parecería definido, con previsible inercia, el caballero nacido de la admiración imitativa de aquellos, sus semejantes en los libros, se atreve a ir por el mundo, “no buscando los regalos de él, sino sus asperezas, por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad” (II,cap. 32).


Todo un mentís para quienes afirman que únicamente en los jóvenes radicaría la posibilidad de emprender una gran causa, al desafectarse de comodidades y de cautelas paralizantes. El hidalgo sobrepasa la lógica habitual: su cronología no es óbice ante el ímpetu de ensueño dadivoso. Mas su dualidad no se confina en expectativas cronológicas. Don Quijote entra y sale de lo doméstico a la ficción, recorre el equilibrio y el desvarío, para luego volver a la bondadosa y familiar sensatez, cuando conoce de las propias debilidades y engaños en los que ha militado durante un lapso, todo lo cual no impide que sus hazañas y desventuras hayan llegado a ser conocidas, pues andan impresas por el mundo de dos maneras: la una, debida a la invención del arábigo Cide Hamete Benengeli y de su correspondiente traductor, goza del beneplácito del caballero; la otra, atribuida al “fingido y tordesillesco” autor apócrifo de “resfriado ingenio”, que el personaje y Cervantes someten, a lo largo de la segunda parte, a muy acres opiniones y referencias.


Personaje evolutivo, el delirante frenesí con que acomete las realidades sorprendentes en la primera parte, evoluciona a una actitud más cavilosa y melancólica, en la segunda. Don Quijote es un viajero —por dentro y por fuera— al que no arredra el desajuste habitual —atribuido a la ojeriza que le tienen hechiceros y encantadores— a manos de quienes sufren trastornos la evidencia del mundo, dentro del caballero, en versiones rebajadas y zafias, comprobables en mal trato de obra y de burla, con que se le impide exponer el “valor deste mi fuerte brazo” y, de paso, conquistar la necesaria fama de su nombre para ser justipreciado.


Nuestro inmortal caballero se desplaza encima de una cuerda floja. Jamás consigue el ensamble entre el mundo que habita en sí mismo y aquel que le contradice desde los demás. Espíritu y ley entablan discordia en su espíritu. La legalidad le veda pertenecer cabalmente a esa orden benéfica de la andante caballería. Se lo vedan algunas condiciones. El hidalgo es pobre y loco, además de no recibir, en su hora, la orden de otro caballero.


Voluntarioso, es, al mismo tiempo, alguien que sabe desnudar los pliegues y recovecos de su interioridad. Aquí muestra resoluciones de ferviente cruzado; allá descubre el forcejeo tan propio de quien aspira a llevar sobre sí un trabajo y estilo de vivir opuestos a sus inveteradas costumbres. Don Quijote emprende un viaje hacia la unidad de lo disperso. Necesita y pretende encarnar una vocación. Lo hace desde dentro y muestra su deseo de ajustar el mundo a una versión temporal acorde al origen y finalidad trascendente que recibiera del Creador.


Aunque discrepantes la letra y la legalidad, don Quijote es un caballero por obra y gracia de un alma henchida de grandeza. Ante todo, encarna un ánimo y una voluntad de servir. Al emprender su cometido, está alentado de móviles que, a despecho de desajustes propios de una percepción desatinada y de la extravagante prestancia de los atavíos y prendas con que se ciñe y presenta ante los demás, obedece a una concepción previa y honda: concepción misional de la existencia. Y una base de esta naturaleza se forja en la conciencia de quien se sabe criatura y no una voluntad anegada y autosuficiente. Cierto, posee una firme voluntad expresa en ir por el mundo, pero su alimento y convicción espiritual corresponden a los de un discípulo; nunca a un maestro de doctrina. Es doblemente seguidor: de Cristo el Señor y de los ejemplares caballeros andantes. A una actitud tal le sigue una declaración nada retórica, sino fruto de quien se conoce lo suficiente como para rechazar cualquier atributo de santidad que alguien, como Sancho, quisiese atribuirle. “No soy santo, sino gran pecador; vos sí, hermano, que debéis ser bueno, como vuestra simplicidad lo muestra” (II parte, Cap. XVI).


La condición de caballero la asienta en el trabajo, no en el linaje heredado, ni en la compra de títulos, tan en boga en época de Cervantes. Cuando configura el propio vivir en viaje servicial, lo lleva a cabo con la mayor prontitud y con la convicción de que “un hombre no es más que otro, si no hace más que otro”. Pero algo más: si bien adopta el continente y contenido de los caballeros andantes para su empresa, dicho modelo le permite una libertad en frente de instituciones y de modos legales al uso. Tanto el anacronismo del modelo escogido como su caballerosidad espiritual no lo remite al servicio de un monarca, sino a Dios, y en poco y nada tiene la presencia e influjo de coetáneas corporaciones influyentes. El carácter moral de sus actos los confronta, dentro de su conciencia, con la ley divina antes que con los dictámenes y ordenanzas vigentes, los que está dispuesto a trasgredir sin peso de conciencia.


Don Quijote es caballero porque en su alma habita la nobleza de contribuir al restablecimiento del deber ser, que no es otro que el de garantizar la dignidad de quienes —como él— han recibido el don de la vida, y, más generoso de alcance, cuando espeta: “Mis intenciones siempre los enderezo a buenos fines, que es hacer de bien a todos y mal a ninguno”. (II, cap. XXXII). No es, pues, la legalidad meramente normativa, que ordena o prohíbe desde algún principio que le acucie, sino la naturaleza humana anterior a cualquier consideración jurídica, cuanto lleva en su magín, la que le exhorta a confortar y a defender el derecho de justicia, en los otros. Y éstos son el prójimo, especialmente si tienen menester de apoyo y defensa. Los olvidados de la fortuna y de los poderosos respaldos son esa porción de la humanidad dilecta de su fraternal señorío.


Pero la nobleza del alma de un caballero es sometida a pruebas constantemente. Con hechos se refrendan las promesas; las palabras no son articulaciones que se las lleva el viento, sino compromisos incondicionales de los que no es posible desertar. La palabra de caballero tiene asiento en un espíritu vigoroso de convicciones, no de meros entusiasmos circunstanciales. Por igual reveladora y confirmación de su labor consagratoria, aquélla posee los atributos de un artículo de fe. Del todo confiable, porque reconoce origen en una decisión substantiva: la entrega de sí a una causa moral. Y esta causa es identificada con el Bien trascendente, revelado y secular, al cual don Quijote se dispone respaldar sobre la base de convertir la propia existencia en donación activa y fomento del lado sagrado, pues su entrega personal hace parte de la incesante lucha librada en el mundo y en la interioridad del alma: confirmación de lo creado o negativa soberbiosa hacia lo vivo. Agotado el tiempo, la militancia en alguno de aquellos frentes no es indiferente y encuentra dos consecuencias: plenitud o tribulación.


Una claridad de tal compromiso muestra cuán asimilado tiene él su puesto en el campo de batalla. En su caso, sin titubeo de endeble fidelidad, la palabra dice, proclama, testimonia, porque involucra completamente la resolución de un combatiente moral. Más aún cuando la sociedad y el mundo reclaman una postura inequívoca del acto humano, en clave de colaborar a la higiene y salud de lo creado por Dios, en abierto litigio contra el mal espíritu y el peor proceder de los hombres que ha ofendido a las criaturas. Y de la elección incondicional de un caballero queda reconocida por la burlona duquesa, incluso: “Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez promete un caballero procura cumplirlo, aunque le cueste la vida”. (II, cap. XXXIII).


3. Hombre de fe


Nuestro personaje es un creyente cabal. No confía únicamente en la existencia de Dios, como un hecho afirmativo y abstracto; antes bien, la fe llévale a la acción. Encarna su convencimiento cardinal a través de una conducta efectiva, aunque no siempre eficaz. Presumiblemente, formado de acuerdo a la tradición teológica de Trento (1545-1563), don Quijote acciona y proclama esos principios e imperativos morales desde la base de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Pero también de las cardinales: prudencia, fortaleza, justicia y templanza. El conjunto es emblema y respaldo de su cristianismo desaforado, siempre urgido de testimonio.


Sin vacilación es posible decir que la prudencia no alcanzó domicilio en el caballero de la Triste Figura; contó con las demás virtudes en grado importante, aunque su locura parcial o especificada respecto de asuntos caballerescos, pudiese aminorar o rebajar, por descrédito y sentido común, el bien que se propusiera realizar y el empeño en llevarlo a cabo.


Cristiano católico, distingue la diferencia que media entre el mensaje del Señor respecto de las críticas que le merecen algunas costumbres y actitudes clericales. Al tiempo que se sabe criatura e hijo, tiene presente la fraternidad hacia los demás. En ningún caso le divorcian la libertad honda y misteriosa de la persona que es y la pertenencia a un fondo compartido del mensaje evangélico a lo largo de las generaciones y enseñado por el magisterio de la Iglesia, que está dispuesto a seguir vivamente. Sabe diferenciar el trigo de la cizaña. No se ahoga en poco agua, ni deviene en niñerías cuando están en juego asuntos decididamente importantes. Las reflexiones, con asiento en la Biblia o cuando devienen de un principio moral, tornan presentes las fuentes nutricias que lo respaldan.


Constantemente menciona y alude, en su lenguaje, a lo divino; con parejo convencimiento recuerda dicha presencia a los demás, sobre todo a Sancho Panza, cuando lo aconseja en vistas del buen gobierno de la ínsula; concibe a Dios como Señor de la Vida, cuya voluntad es sostén del orden que significa lo creado; como caballero que es tiene la obligación de formarse íntegramente, por eso declara el conocimiento teológico como un pilar en la preparación íntegra de que ha menester un andante servidor: “ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido…” (II, cap. XVIII). Tiene en cuenta a la humanidad maltrecha de la mayoría de quienes le tratan y, aun cuando la conducta de muchos —sobre todo varones— le causa disgusto y motivos de reprehensión, se entrega a la tarea de “enseñar al que no sabe”, primera obra de misericordia espiritual. Por eso, la acción reparadora emprendida por él lleva en sí una actitud de perdón, es decir, de restauración espiritual, capaz de allegar a otros ese aliento sanador, al fin y al cabo, el único correctivo por el cual las circunstancias quedan supeditadas a las esencias, el descarrío halla enmienda y la ofensa se aviene al reparo de la grandeza generosa, ya que a partir del perdón el mal hecho deja de totalizar al ofensor; en cambio, hace posible empezar otra vez con él, aunque la cautela aconseje realismo y la herida recibida de la ofensa demore en cicatrizar.


La condición cristiana de nuestro caballero es la de un hombre de su tiempo y, más aún, guiado de las dos más altas personas que obran en su alma y en su ánimo: Dios y Dulcinea. Para ambas dispone lo mejor de sí: convicción y lealtad de entrega y de ofrenda. No es de extrañar que diga: “volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe a Dios y a su dama; ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla” (II, cap. XVIII).


Como se aprecia, no era fácil ser caballero andante. A menudo, los más altos afanes de servicio sufrían el traspié en un mundo engañoso, pues las formas mudan y las malas voluntades interfieren en la consecución de lo moralmente necesario y deseable. A la inestabilidad de lo presente y ante la incerteza de lo porvenir, tan propias de lo humano, debe añadirse algo más doloroso en la prueba de un caballero y, por extensión, de alguien con ideales: el factor humano de espíritu pequeño, hábil de estratagemas y extremadamente pragmático y mezquino en su aprecio que cunde y se manifiesta desde los más, quienes terminan por sitiar y roer la dignidad del idealista, ya para rebajar la estatura excepcional del convencido de una causa, ya con tal de transformarlo en motivo de diversión. Los más pretenden entretenerse; no transformarse. A lo sumo, aspiran a ser buenas personas; no personas buenas.


Sobre un fondo anímico de claroscuro, el litigio expreso del manierismo —tendencia en la que afluyen poderosos polos de atracción y de repulsa en el sujeto, así como en las manifestaciones que dan noticia del alma conturbada y litigante consigo— queda a la vista en ese malestar del espíritu que es desacuerdo y motivo de pleito para con el mundo.


La burla es el hecho más cruel a que se le somete a nuestro don Quijote. Burla, que no la extrañeza ante el desvarío o la rareza percibidas, como lo hacen los personajes sencillos, populares, cuando se percatan de los yerros y de las fijaciones mentales del dueño de Rocinante. No; la burla está dirigida, premeditadamente, por los duques y, con su auspicio, interviene un elenco numeroso de empleados que terminan por rivalizar en quién asesta un añadido mayor de escarnio al caballero.


La presencia de los duques es uno de los aspectos más ingratos de esta segunda parte y blanco de crítica social hecha por Cervantes. Es del caso decir que por nobles que pudiesen ser los duques, no lo eran de espíritu. Blasonaban exterioridades, pero sus almas eran plebeyas. Todo lo contrario del Caballero de los leones, hidalgo pobre en su origen, pero de alcurnia espiritual probada.


Hijo de su tiempo, nuestro protagonista se encarga de marcar el nivel que le corresponde según la condición de caballero. Es evidente su torpeza en todo lo manual —como se sabe era mal visto realizar oficios a quienes alcanzaba algún linaje de privilegio— y los caballeros no eran excepción en ello. Fue el motivo de contar con alguien que desempeñara los trabajos “por sus manos”, mientras el andante caballero se entregaba a altos pensamientos y a prepararse concienzudamente en vistas de emprendimientos considerados mayores.


Ejemplares, en estos respectos, la variedad de vocativos utilizados por don Quijote cada vez que hablara con Sancho Panza. Aquéllos se extienden desde la reprensión hasta el reconocimiento de una persona querida, de quien se recibe de buen talante los consejos e intenciones de sanos deseos. Si bien recuerda que es su señor natural, alterna —en la segunda parte de la novela— el calificativo encomiástico y la corrección, el tierno y el iracundo; estos últimos suelen responder a la cólera que le provoca el comportamiento locuaz y desatinado de su escudero. Según la ocasión, le llama: amigo, hermano, hijo, hereje, bueno, discreto, cristiano, sincero, prevaricador del buen lenguaje, villano, hijo de mis entrañas, alma endurecida, escudero sin piedad, ignorante, mentecato, bendito, amable, y muchos más.


Un caballero andante es un consagrado; la suya: misión de espíritu generoso, valiente, dispuesto al sacrificio personal y habitado de osadía. Así: “el andante caballero busque los rincones del mundo, éntrese en los más intrincados laberintos, acometa a cada paso lo imposible, resista en los páramos despoblados los ardientes y rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le asombren leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos, que buscar éstos, acometer aquéllos y vencerlos a todos son sus principales y verdaderos ejercicios” (II, cap. XVII).


Pero si la condición caballeresca corresponde a una manera muy alta y ennoblecida del espíritu, obedece también a un anhelo de obtener trascendencia temporal: fama gloriosa y duradera. Este toque de “renacentismo”, complemento de su espíritu medieval, es, en este sentido, otra manera de su rica dualidad y una concesión al imperio del qué dirán: tiempo de contingencias valoradas por los demás. Conquistar un buen nombre es asunto de grave consideración y estima, a ello responde el afán de hacerse memorable. Un nombre es un hombre. La presencia bíblica a lo largo de la novela, a veces en calidad de citas; en otras, parafrasea el autor sentencias y dichos, por boca de diferentes personajes; o bien, si alude analógicamente a protagonistas y episodios de la Sagrada Escritura que encuentran su correlato en los pasajes y coloquios de la narración cervantina, sin que se desestimen los ecos de la Biblia en otras numerosas circunstancias.


Unos pocos ejemplos bastarán de acopio a nuestra afirmación.


El caballero llama a sosiego y a plegaria a su escudero, pues le recuerda que, en definitiva, cuanto sucede para bien proviene de Dios, y no son las ganas ni las codicias el mejor expediente de procurar nuestra dicha, porque la Providencia Divina vela por cada uno.


“Encomendadlo a Dios, Sancho —dijo don Quijote—, que todo se hará bien y quizá mejor de lo que vos penséis, que no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios”. (II parte, Cap. III).


La cita reconoce una fuente inspiradora en Mt, 10, 20-30.


Cuando a poco de sufrir la transformación de Dulcinea en aldeana, don Quijote muéstrase abatido y culposo, Sancho le espeta algunas sabias palabras de bálsamo espiritual:


“Pero encomendémoslo todo a Dios, que Él es el sabidor de las cosas que han de suceder en este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas se halla cosa alguna que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería” (II parte, Cap. XI).


El salmo 139 y otros textos dicen de la omnisciencia divina y del carácter providente del Señor.


En el capítulo LXVIII, el inmortal caballero recuerda a Sancho cuánta dádiva le ha significado la proximidad y trato con una persona como él; sobre todo, clarifica la diferencia que media entre ambos respecto de las esperas y de la Esperanza. Uno codicia bienes de este mundo; el hidalgo, la luz después de las tinieblas.


La fuente bíblica proviene del libro de Job (17, 12), que dice: “La noche me la convierten en día y de las tinieblas me prometen próxima luz”.


“Por mí te has visto gobernador, y por mí te ves esperanzas propincuas de ser conde o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento de ellas más de cuanto tarde en pasar este año, que yo “post tenebrassperolucem” (II parte, Cap. LXVIII).

4. Servidor de Dulcinea


Para quien más cuida su reputación y valor de consagrado es Dulcinea. Que ella sepa de sus tribulaciones y emprendimientos, así como de los logros y los desafíos de que él es capaz, solivianta su voluntad, agiliza su resolución y le conforta en sus aflicciones. Es así como don Quijote confiesa reiteradamente su pertenencia espiritual a la alta y noble señora. Y no se detiene tal convicción en discursos y declaraciones de salón; llega a extremar esa lealtad cuando afronta la prueba seductora de una presunta enamorada, como lo es Altisidora, mujer que le finge rendido y público afecto, desmayo y muerte, con la aprobación burlesca de los duques.Precisamente a ella le ha dirigido, antes de la escena aludida, estas palabras cuando recibiera, en su alcoba, una inesperada visita de dicha mujer:


“Yo nací para ser de Dulcinea del Toboso, y las hadas, si las hubiera, me dedicaron a ella; y pensar que otra alguna hermosura ha de ocupar el lugar que en mi alma tiene, es pensar lo imposible. Suficiente desengaño es éste para que os retiréis en los límites de vuestra honestidad, pues nadie se puede obligar al imposible” (II parte, Cap. LXX).


El suyo: un amor de ofrenda hecha ante el altar del más hondo corazón. No cabe pensar de ésta y de otras aseveraciones suyas, más que desde coherencias espirituales porque camina un sendero de compromiso, convencido e implorante, ante el nombre de la mujer que dulcifica la aspereza del mundo y entrega una razón de ser heroica e inmortal a los pasos y trabajos de un varón que, en su vida, pretende exhibir dignidad sin tacha.


Como se sabe, para los caballeros, la dama ocupó un lugar central en la concepción y ritos de éstos. Una suerte de musa y diosa encarnó ambos aspectos en el imaginario caballeresco. De una parte, significó la valoración de la mujer, pues su presencia tuvo signo de carácter inspirador. Por otra, exonerada de tantos dones como inalcanzable resultara su proximidad fue puesta en un sitial de altura admirativa, pues la gracia de su hermosura y la animación espiritual que dimanaba correspondían a un bien alentador: verdad y belleza sublimes. Curiosa simbiosis de personajes femeninos bíblicos y de caracteres famosos de la mitología clásica alimentan la creación de la dama excepcional.

En la famosa respuesta apologética de su misión caballeresca que diera don Quijote al canónigo reprendedor, en el palacio de los duques, clarifica de una vez el tono y espíritu que le conciernen en lo amatorio:


“Yo soy enamorado, no más de que porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean, y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes” (II parte, Cap. XXXII).


Suficiente lo anterior a comprender el rasgo programático de su papel caballeresco y el cariz idealizado del amor, que se abstiene de proximidad física y de consumación erótica. Dulcinea es un nombre grabado en el corazón de la idealidad: no un imán, sino motivación de vuelo. Figura angélica, hada benefactora, lenitivo cuando los aporreos mundanos son en extremo inclementes y el alma deviene contrita, maltrecha y desencantada.


Y, sin embargo, camina entristecido porque Dulcinea —la zona más tierna de su alma caballeresca— sufre el encantamiento y la disminución de las propias cualidades, el rebajamiento de su gracia y donaire al ser transformada en la presencia fugaz de una tosca campesina, con quien cruza algunas palabras, mientras él va de camino. Lo cierto es que pesan sobre Dulcinea los malos designios de aviesos poderes y de tenebrosos hechiceros. El límpido bien que ella encarna padece cautiverio en las mazmorras de la envidia, motivación negativa con que es perseguido nuestro caballero, por las entidades malignas.


Como sea que fuere, la invocación quijotesca de Dulcinea y el encomio sin límites con que celebra sus incomparables cualidades, tiene mucho de veneración religiosa, ensueño de enamorado primerizo y atención fija de admiración arrobada.


Requerido por las circunstancias a dar fe de su adhesión inmarchitable a Dulcinea, nuestro caballero responde a lo que le pareciera impertinencia y calumnia de la conversación habida entre dos huéspedes —don Jerónimo y don Juan— con quienes coincidieron en una venta, él y Sancho, en el capítulo LIX, de la parte II.


“—Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado ni puede olvidar a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna”.


Sí; Dulcinea es una fe voluntaria y activa; necesaria de existir y de cautelarse. Dispone ella de un sitial en el credo quijotesco, a quien completa y refrenda en su condición de caballero, al paso que significa la entidad humana más alta, bienhechora y estimable que, de cierta forma, guía el ánimo y el tranco de este aventurero del alma, sin que quepa dar crédito a embeleco alguno de olvido. La fe es, precisamente, una confirmación y apuesta de realidad a despecho de los desbarajustes y de las parciales derrotas que pretendan desalentarla.


Cuando la adversidad le redujo a su aldea, asignándole el rol de pastor, conducta a la que debía someterse en razón de su derrota a manos del Caballero de la Blanca Luna, la reciedumbre y la honestidad de su palabra fueron probadas hasta el extremo. Enfermo de melancolía, le sobrevino el final de sus andanzas. Hubo de ordenarse interiormente y proceder al desasimiento completo de sí, despojándose de bienes para beneficio de quienes llevaba en el corazón. La criatura obedecía al designio que obra sobre la condición humana. Dispuso su humanidad completa al Creador. Desnudo de artificios y sano de los desvaríos y perturbaciones enfrentó su hora —la de todos, habría dicho Quevedo—, reconociendo en la víspera del trance postrero la intervención misericordiosa de Dios.


“Las misericordias —respondió don Quijote—, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte: querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que, puesto que lo he siso, no querría confirmar esta verdad con mi muerte” (II parte, Cap. LXXIV).


Hijo de la Iglesia, se acoge a la confesión sacramental, para luego dictar el testamento. Palabra de su conciencia dirigida a Dios; voluntad expresa de desprendimiento en beneficio de sus legatarios. Pero existe un alcance nada adjetivo por hacer: don Quijote se quedó en el sueño; quien despertó, mudada la actitud interna y libre de ficciones, fue Alonso Quijano. La hora final de un consagrado es alborada. Las urgencias e ilusiones con las cuales le identificaran los demás, amén de la conducta que creyera correspondiente al propio ser, se desvanecen y abandonan. El mundo como voluntad y representación, hubiera dicho Arthur Schopenhauer, cede ante la certeza de lo perdurable. La nuez suelta la cáscara y el ver desplaza las distracciones en las que viviera: desengaño liberador. La existencia temporal es huésped de la Vida; pero es ésta la que representa la meta, cúspide y laurel sin ocaso del total humano: “morada sin pesar”, según el verso de Jorge Manrique.


El tiempo acaba porque es tránsito y no meta. Pompa y circunstancia visten lo efímero, aunque a la postre están obligadas a deponer su arrogancia. No existe mayor cordura que el morir vivo, rebozado en la fe y en la esperanza, teniendo a Dios como garante redentor y rindiendo a Él los ímpetus y pendencias, los dones y titubeos, equipaje total del ser desnudo, abierto a la plenitud con que la Vida —no el tiempo— sabe cumplir la promesa de salvación.


A don Quijote no le acobardó el mundo y emprendió la enmienda de los desajustes e injusticias, tan opuestos al orden de lo creado; a don Alonso tampoco se le encogió el alma, cuando experimentó las aflicciones del cuerpo. Lo dual fue coronado por el ensamble unitario del hidalgo y del caballero. Uno buscó hacer el bien para gloria de Dios y mejora de los hombres; el otro vivió en buenos tratos para con los suyos y acabó por aceptar, confiado, la prueba final de su humanidad. En ambos, la misma fe trascendente quedó confirmada en la conjugación de los dos verbos extremos que abarcan la existencia: vivir y morir, calidad enteriza del acuerdo entrañable y misterioso habido entre criatura y Creador. Vale.


Escrito por:

Juan-Antonio-Massone



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