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NO ES UN BUEN DÍA PARA MORIR


Los ojos fisgoneaban silenciosamente a través de las cortinas y, no solo de una de las casas del vecindario, sino de varias. Podía sentirse el miedo acompañado por la complicidad de las luces que comenzaban a iluminar la calle y los jardines.

Un hombre llevaba varias horas tirado en el suelo, en las horas de las sombras largas del día. El sol sucumbía lentamente sobre sus ropas, desde la cual parecía evaporarse parte de su esencia mortal y comenzaba a escurrirse la sangre morada y densa bajo su cuerpo ─pero las informaciones decían que hoy no habría muertos─, eso era lo que se susurraba al interior de las casas; ─¿ahora, a quién le creeremos? ¿Nos han mentido nuevamente? ─Proseguía de esta forma el incesante zumbido en los oídos, emergiendo desde las ventanas constreñidas por los rumores.

Era así de real, internet y todas sus derivaciones dominaban el espectro nacional y habían anunciado con bombos y platillos que para ese día no habría cadáveres, que sería un día muy flojo para las funerarias y los cementerios, incluso para las tiendas de coronas. Pero nadie se explicaba si lo ocurrido era razonable o no, tampoco se complicaban mucho por saber el por qué de la ausencia de muertos en esta ocasión, es más, solo se esperaba que las cosas ocurrieran como estaba notificado por todos lados.

Pero algo había fallado, algo que no estaba en los cálculos de nadie y, para colmo, justo tenía que ser en aquel barrio tan dije y poco corrupto por las calamidades que escasamente le importaban a todos ellos ─¿y dónde están las autoridades?─ El murmullo crecía cual enjambre de abejas, escapando debajo de las puertas y desbordando por los citófonos, cerraduras y cadenas de seguridad.

Muy lentamente, las sombras fueron haciéndose cargo de los rincones menos accesibles mientras la incertidumbre se iba haciendo intratable como ese día, tan nefasto para sus vidas. Los ojos continuaban pegados a las cortinas, ahora enrojecidos, lastimeros e irritados por la nula compasión de los gobernantes hacia tan respetados ciudadanos.

Al rato, los cuchicheos volvieron a crecer, esta vez con mayor intensidad. Más de una cortina se abrió, al tiempo que otras se cerraron aún más de lo que ya lo estaban. El hombre que yacía tirado en la calle comenzó a moverse: primero, un brazo izado al cielo negro -como negro es el blanco de un día descolorido- luego arqueó el cuerpo hasta quedar sentado sobre el cemento. Movió la cabeza de lado a lado hasta sentir el crujir de su cuello. Cerró y abrió varias veces los ojos, contando su respiración y dándose fuerzas para levantarse, pero antes de hacerlo, palpó la sangre depositada en el cemento cálido y áspero.

Una vez que estuvo firme sobre sus pies, recorrió toda su humanidad con las manos. Sus dedos, frenéticos, se movieron en búsqueda de la fuga de sangre que emanaba de alguna parte... no encontró nada; sintió cierto alivio. Cogió la bolsa plástica que había quedado aplastada bajo su pesado cuerpo, bolsa que contenía sangre animal para preparar prietas. Volvió a sentir alivio. Luego miró fijamente los ventanales a medio iluminar y se despidió de cada uno de ellos. La borrachera había pasado y, aunque no la sentía ya en el cuerpo, algo de ella quedaba en su cabeza.

Las luces se tornaron tímidas en las ventanas y en los veladores hasta esconderse en la oscuridad, esa oscuridad tan cómplice de las palabras salpicadas de veneno; palabras tan capaces de expresar dicha, como de destruir.

Con el silencio volvió la normalidad. Las autoridades habían cumplido: no había ningún muerto aquel día. Y no preguntemos por qué; a nadie le interesa.


Escrito por:

Alberto-Torres



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