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EL GATO

Los faroles de la calle parecen luciérnagas posadas sobre ramas de acero, los adoquines brillan como las espaldas de cientos de escarabajos una mañana de invierno, no se ve a nadie. Es muy tarde, un día cualquiera de cualquiera semana poco especial, las estrellas prefieren ocultarse entre las nubes a pasearse por los cielos.

Si no te fijas bien puede que ni siquiera lo veas, sus pasos son silenciosos y sus excursiones inciertas. Con el rabillo del ojo quizá distingas una sombra, un movimiento lejano como el viento en las ramas de un bosque dormido. Siempre se esconde detrás de esquinas, entre los balcones de antiguas casas que nadie habita, al final de los largos pasillos donde busca cobijo la pobreza.

Hace equilibrios en las barras de las altas rejas de hierro verde curtido por el tiempo y la lluvia, esas que tienen sonrisas de números pintados en tablas, por si alguien desea saber quién vive ahí. Sube las escaleras de los edificios y las tejas de chapa de algunos caserones, en cada uno de ellos se oculta un testigo de sus pasos.

Insisto, no podrías verlo, aunque quisieras.

Su pelaje es oscuro en la noche, igual que la boca de un pozo antes de amanecer, y es gris durante el día, como una sombra larga, estirada y perezosa bajo un árbol. Al pasar a su lado, las personas no lo ven, casi siempre están perdidas en sus propios rostros, forman parte de un desfile de espejos en un baile de máscaras siamesas.

Sin embargo, ahí está, sus ojos abiertos y siempre vigilantes. Se trata de un gato, un gato de ojos hechos de pequeños cristales, como un caleidoscopio. Nadie sabe muy bien de dónde vino, hay quien cree que bajó de la luna para ayudar a una princesa a recuperar su risa, habita un castillo en el que solo viven gatos. Fue amigo de un niño que temía a los monstruos, pero después de una noche de tormenta cambió su ceño fruncido por rugidos y muecas. Nadie sabe cómo se llama, nunca se lo han preguntado. No creas que olvido su mirada, esos ojos brillantes como rubíes de tierras remotas, enmarcados en cabellos negros, puentes que unen estos paisajes con los del sueño. Las luces convierten aquellas pupilas en ventanas de plácidos resplandores, melancólicas caminatas y silenciosos atardeceres.

Su historia no es tan bella como imaginas. Hace mucho tiempo sus ojos estaban forjados por dos cristales únicos, pero ahora no son más que millones de fragmentos. Un hombre muy anciano, en cierta ocasión, dijo que en ellos se ocultaba el secreto de la felicidad y la vida eterna; algunos le creyeron y trataron de apoderarse de ellos.

En aquel entonces, el gato no desconfiaba de los humanos. La noche que golpearon a su puerta, abrió con una sonrisa en el rostro. Las antorchas que portaban las decenas de personas hicieron que su mirada ardiera con el fuego rojizo del vidrio templado, los murmullos eran iguales al chirrido de los dientes de un lobo joven.

―¡Mirad! ¡Lo que han dicho es verdad! ¡Sus ojos poseen maravillas! ―exclamó un hombre.

―¡Es cierto, es cierto! ¡Veo las bibliotecas de los alquimistas, las vasijas de marfil llenas de incienso y riquezas del lejano oriente! ―dijo otro.

―¡No, son los cabellos rubios de hermosas mujeres vírgenes, yacen desnudas sobre pieles de osos blancos, beben vino en cuernos hechos de plata!


―¡Te engañas! ¡Es el fondo del mar, cubierto por cofres con el vientre abierto, repletos de monedas de oro y custodiados por enormes peces hechos de coral!

Solo uno de ellos guardó silencio. El fuego en los ojos del gato le mostró el rostro de la mujer que amaba, le había pedido llorando que no acompañara a la muchedumbre. Vio su casa, el lecho en el que ella esperaba con los brazos cruzados sobre el pecho. El hombre, al comprender el secreto del resplandor de los ojos del felino, huyó de ahí sin mirar atrás.

La muchedumbre discutió, el ruido de los gritos creció como la ira en sus bocas. Se iniciaron peleas agrias por las riquezas que aguardaban detrás de aquellas ventanas maravillosas, uno de ellos golpeó al que estaba a su lado. El gato, horrorizado, vio con impotencia y miedo que se agredían usando sus largos cayados, sus puños y garrotes. Rugió el acero de una daga, la sangre dejó su rastro en el césped, una serpiente carmesí sobre la verde alfombra.

El gato gritó, su grito retumbó igual al eco de las campanas de bronce al rajarse por un rayo, era el sonido de un abismo abierto a los pies del mundo, el terrible golpe de la caída del cielo, una sirena fulminada en la tormenta. Los hombres miraron al animal y se hundieron en sus ojos. No vieron hermosas maravillas, habían desaparecido las promesas del placer y los brillantes reflejos de la sabiduría arcana.

Los cristales estaban rotos, eran un espejo destrozado y sombrío, solo había llamas negras, abismos de profundidad infinita, imágenes extraídas del infierno. Vieron el rojo brillo del hierro oxidado cubierto por la sangre de un cordero recién nacido, el amarillento y venenoso fulgor de los dientes de una hiena tras devorar a su cría. El miedo los aprisionó, huyeron desesperados, pero antes arrojaron sus antorchas a la casa del gato. Se refugiaron en las colinas y desde ahí vieron las llamas trepar por las murallas. Una columna de humo ocultó la faz de la luna, el incendio rugió durante toda la noche hasta reducir la casa a cenizas y escombros.

Esa era la historia que contaban los hombres al reunirse en las noches más duras, cuando la nieve cubría los campos y el viento aullaba endemoniado.

El tiempo pasó, lentamente la historia cayó en el olvido. Se alzaron reinos, murieron imperios y grandes ciudades se construyeron donde antes solo hubo pequeños pueblos. Las hadas retornaron a sus bosques, los seres mágicos decidieron regresar a sus dominios, lejos de las ruidosas máquinas de metal que poblaron la tierra. Solo algunos se quedaron, pero en raras ocasiones se dejan ver, temen a los hombres. Se limitan a visitar sus sueños y espiarlos mientras pasean por las calles.

Entre los hombres modernos también existen historias. Una de ellas habla de un gato de ojos caleidoscópicos, llenos de maravillas y tesoros escondidos. El gato se ha escondido, nadie lo ha visto desde hace mucho.

Tal vez creas divisarlo al buscar un deseo en una fuente o en las estrellas fugaces que caen durante las noches de verano, quizá te parezca encontrarlo en las ventanas de tu verdadero hogar, entre las hojas caídas de los árboles y las calles de una ciudad ruidosa, o en el crujido de los pasos profundos. Quizá nunca lo veas, aunque lo tengas frente a ti.

Si lo encuentras, no hables muy fuerte, se asusta con facilidad y es frágil como un cristal de hielo. Ofrécele tu mano, camina junto a él en silencio, disfruta del paseo, sé su amigo. Si tienes mucha suerte, quizá te invite a su castillo en la luna. Dicen que es muy hermoso y tiene miles de secretos esperando ser descubiertos, si te atreves a cerrar los ojos con él.



Escrito por:

Jorge-Pesce


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