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LAS ESQUIRLAS DEL ATENTADO QUE CAMBIARÍA PARA SIEMPRE LA HISTORIA DE NUESTRO PAÍS



A 30 años de la operación “Patria Nueva”


El pasado 7 de septiembre se conmemoraron tres décadas desde el atentado a Augusto Pinochet, en el sector de La Obra en el Cajón del Maipo. Tiempo suficiente para que muchos se atrevan a hablar, recordar e incluso a celebrar este episodio que marcó a fuego nuestra historia; sin embargo, todavía quedan heridas que difícilmente podrán cerrarse, incluso después de tanto tiempo.


El ambiente estaba enrarecido en la pequeña localidad de La Obra, puerta de entrada al Cajón del río Maipo. O al menos así lo creía Susana Becerra cuando descendía del bus Santiago-Cajón del Maipo, proveniente de Puente Alto, la mañana del 7 de septiembre de 1986, junto a cuatro de sus, en ese entonces, nueve hijos. Iban de visita a la casa de sus padres, Auristela Valdés y Marcial Quintana, tal como lo hacía todos los fines de semana y en ocasiones, durante esta.


Desde hace días había observado un movimiento de vehículos y personas que no parecían del lugar, y era fácil percatarse, pues allí todos se conocían, sobre todo a Susana en su labor de comerciante. Pero nadie, ni siquiera ella con sus suspicacias, le había dado mayor importancia. Mucho peor aún, nadie advertía lo que en unas horas más se iba a desatar.


Como todos los fines de semana, ayudó a su anciana madre en las labores domésticas del hogar, lavando un poco de ropa en la artesa que enfrentaba cara a cara con el escenario donde horas más tarde se desataría la hecatombe.


Almorzó con sus padres y los cuatro nietos: Isabel, una niña alegre, pero que ante cualquier provocación sacaba a relucir una personalidad fuerte, que ocasionaba más de una sonrisa a sus abuelos; la pequeña Julia, que gustaba de perderse entre los vetustos árboles ubicados en el enorme sitio perteneciente a sus abuelos, emplazado entre la ladera del cerro y la añosa línea férrea que unía Puente Alto y el pueblo El Volcán; Jorge, el más pequeño de los cinco varones, un niño de seis años con una imaginación que lo podía tener jugando solo tardes enteras, sin más compañía que la de los dinosaurios y personajes que en su mente creaba, y la pequeña Suer, de tan solo meses de vida, la cual se entretenía con los mimos de su madre y los arrumacos de su octogenaria abuela.


Por la tarde, llegaron a visitar a su padre unos amigos, mientras Susana se encargaba de completar las tareas domésticas. Pasadas las horas, esa sensación incómoda crecía. Sentía que algo no andaba bien; sin embargo, se dio cuenta de que ya comenzaba a descender el sol y en la precordillera pronto el frío de la tarde se sentiría con intensidad. Sus hijos mayores, que se habían quedado en su casa en Puente Alto, así como los más crecidos que le acompañaban, debían ir al día siguiente a la escuela, por lo que cuando el reloj marcaba las seis, entendiendo que el bus pasaba con frecuencia irregular, sintió que ya era hora de emprender la retirada.


Ordenó los bolsos, arregló a sus hijos mayores y finalmente se ocupó del bebé. Cuando estuvieron listos, don Marcial bajó junto a sus visitas y le siguieron sus nietos Julia, Isabel y Jorge, mientras Susana tuvo que regresar a la casa para cambiar los pañales de la pequeña Suer, quien había esperado hasta último momento para hacer sus necesidades sobre el impoluto pañal de tela blanca que había desmugrado solo unas horas antes.


A lo lejos, a la altura de la localidad de Las Vertientes, Julia divisó las luces de los vehículos pertenecientes a la escolta presidencial.


—Ahí viene el Pinochet, ahí viene el Pinochet —gritó a sus hermanos que venían algo más atrás. Para los tres se trataba de un espectáculo que rompía la monotonía de sus domingos y del cual esperaban presenciar para contarlo al resto de sus hermanos.


Mientras Susana terminaba de mudar al bebé y se aprestaba a salir, escuchó las alabanzas del culto evangélico que había al interior del sitio de sus padres, como era costumbre los domingos por la tarde. Paralelamente, mientras la comitiva presidencial comenzaba a ingresar al sector conocido como “Cuesta Las Achupallas”, aquel extraño presentimiento en el corazón de Susana coincidió con algo que no andaba bien en el exterior: una camioneta arrastrando un remolque se interpuso en el paso de la caravana... Comenzaba la pesadilla.


Susana Becerra hoy está sentada en la misma mesa donde treinta años atrás vivió el episodio más traumático de su vida. Sus padres, Auristela y Marcial, desde hace más de una década ya no le acompañan. Uno tras otro partieron, dejando en sus manos el cuidado del sitio de La Obra, por lo que se trasladó con camas y petacas hasta la precordillera para ocupar lo que había recibido como herencia. Ante una taza de té bien cargado, rememora lo sucedido a las 18:40 horas de ese 7 de septiembre de 1986.


“Yo estaba mudando al bebé y le pedí a los niños que bajaran con su abuelo que había ido a despedir a las visitas. De pronto, oí un estallido horroroso, horrible, una cosa tremenda”. Rápidamente bajó a buscar a sus hijos, dejando a la pequeña Suer en la cama y para su sorpresa no los encontró, tampoco a su padre. Su corazón parecía querer salir de su apretado pecho. “Cuando bajé, ya era una balacera; explosiones, autos, gritos. Prácticamente una guerra. Voy llegando abajo y veo a mi papá tirado en el piso, al igual que las visitas. Entonces mi mamá me gritó: ¡Acá están los niños!, porque habían gateado por el otro lado del cerro, no por la bajada normal”.


Jorge Guerrero, el pequeño que en ese entonces tenía apenas seis años, hoy un hombre de 36, recuerda aquel traumático episodio que marcaría su infancia y su vida: “Para nosotros la pasada de Pinochet era un evento. Lo hacía seguido, pero para nosotros era siempre un evento por los autos. No veíamos esos autos nunca, en Puente Alto casi nadie tenía vehículo, entonces era un espectáculo”. Cuando se acercaron “sentimos un estruendo como acabo de mundo, ráfagas de fuego, para mis seis años una imagen horrible”.


Su hermana Julia le dijo que corrieran y lo hicieron con rapidez hacia donde se suponía que estaba su madre, en una subida que se hizo eterna. “En mi miedo, me armé de valor y miré hacia atrás, y veía solo luces, destellos y fuego. No veía a las personas, solo destellos, algo indescriptible”.


Jorge recuerda que cuando llegó arriba y se dio cuenta de que su madre no estaba, sintió un pavor indecible. En su inocencia, pensó que no la vería más y comenzó a gritar: ¡Mi mamá, mi mamá…! “Es algo que jamás olvidaré. Para mí, ese momento fue lo más impactante. Más que el atentado, el temor de perder a mi mamá”.


Mientras, Susana sentía que su pecho se apretaba al sentir la ráfaga de disparos y luces. A lo primero que atinó fue a sacar a dos personas que habían quedado en el fuego cruzado y los condujo hasta la casa para ponerlos a salvo. Llena de pavor, enfrentó la apocalíptica escena, mientras en el culto la alabanza se detuvo con pavorosos gritos que añadían mayor confusión al trágico cuadro.


“Mi mamá volvió con dos personas pitucas, quizás en un vehículo que quedó ahí a la deriva; otra historia que no se cuenta —recuerda Jorge, versión que es confirmada por su madre—. Le habían disparado a las ruedas y quedaron atrapadas frente a mi casa. En ese momento vi una casa rodante que había visto temprano en el mirador y se había estado moviendo durante la semana. Veo a esas dos personas ahí y les digo bájense, bájense. Él estaba como paralizado, así que lo tomé de las manos —recuerdo que era macizo, grande y andaba con una señorita—, y lo tiré para traerlo hasta acá, en calidad de bulto, con ella. Los hermanos de la iglesia, que estaban en reunión, empezaron a arrancar hasta acá y todos nos refugiamos en este lugar, en esta casa. Yo fui a buscar a mi papá para venirnos todos a morir aquí, porque de ninguna manera pensamos que nos íbamos a salvar, porque ya era mucho”, señala Susana. Abajo destellos, luces, estruendos y sangre formaban un torbellino de muerte.


De pronto el fuego cesó, pero antes de que pasaran veinte segundos, volvieron los disparos y el sonido de un vehículo corriendo a la distancia, luego gritos, sirenas, voces de mando, confusión y caos, como en la antesala de la muerte.


“Cuando mi mamá llegó, me volvió el alma al cuerpo, vi que estaban todos los hermanos, todos sentados, mientras abajo la mierda ardía y Pinochet estaba en la casa de enfrente, sin moverse”, recuerda Jorge.


Luego de eso vino la hostilidad con la que irrumpieron los militares en la casa de los Guerrero Becerra. En medio de la confusión y de los relatos que hacía Susana mirando a través de la ventana, los militares: “Llegaron y rápidamente, y con violencia, se abalanzaron contra mi madre y los hermanos de la iglesia. Luego se la llevaron a la cocina junto a mi abuela y a un hermano de la iglesia. Yo nunca supe qué pasó ahí”, comenta Jorge.


Sin embargo Susana, con el recuerdo más vívido, señala: “Inmediatamente empezaron a llegar fuerzas especiales, la casa quedó completamente rodeada de militares, de perros, del GOPE, de todo lo que pudieras imaginar, y rodearon a todos los que estábamos ahí. Nos trataron mal y una persona pateó la puerta y nos decían que nosotros sabíamos todo, que teníamos que hablar, que debíamos declarar” —Les ordenaron que todos debían quedarse en la propiedad, con las luces apagadas—. Yo les hice ver que ya éramos muchos los que nos habíamos juntado aquí y el espacio era muy chico, el baño estaba afuera, porque acá no hay alcantarillado, por lo que el baño está atrás, a distancia, y cuando lo hice saber me dijo que era problema de nosotros, así que le pedí que me dejara sacar un tarro por último para los niños, por si tenían deseos de orinar, porque estábamos igual que presos”.


El oficial que había entrado golpeando la puerta de manera vehemente, volvió a la carga y con insolencia le preguntó a don Marcial quién era el propietario. El anciano le respondió que él.


“Ya, entonces sale pa que me mostrí todos esos cuartos y gallineros —replicó el oficial—. Yo me paré y le dije que no, que él no los llevaría, que era un anciano. La que los va a llevar soy yo, pero a él no lo saca de aquí. Entonces me mandaron adelante y ellos atrás, por lo que tuve que mover unos fardos de pasto, todo lo que había en los cuartos por dentro, por fuera, y luego de haber mostrado todo, recién ahí me dio permiso para recoger el tarro. Esa fue la garantía. Me volvieron a enviar para adentro”. Con esto, Susana se aseguró de tener un lugar donde los niños pudieran hacer sus necesidades.


Por fortuna en el interior contaban con agua, ya que fuera de todo pronóstico, debieron permanecer en la casa quienes estaban ahí, durante la noche y todo el día posterior. “Recién en la tarde vino un hermano de la iglesia, Carlos Rojas, que era carabinero. Vino a buscar a los hermanos de la iglesia y ahí me llevaron a mí con los niños. Él tuvo que hablar para que eso sucediera”, comenta Susana. Al día siguiente y luego de una operación rastrillo, por todo el domicilio, recién pudieron salir los restantes miembros de la familia.


Lo demás es historia conocida. En el atentado perpetrado por miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez que buscaba acabar con la vida de Augusto Pinochet, perdieron la vida cinco miembros de su escolta: Pablo Silva Pizarro, Miguel Guerrero Guzmán, Gerardo Rebolledo Cisterna, Cardenio Hernández Cubillo y Roberto Rosales Cubillos. Otros resultaron con heridas de diversa gravedad, mientras que el objetivo principal del atentado, horas más tarde exhibía ante las cámaras de Televisión Nacional los orificios dejados por las balas en el Mercedez Benz blindado en el que viajaba junto a su familia, impactos que buscaban acabar con su vida, perpetrando el golpe de gracia para una operación llamada “Patria Nueva” y posteriormente “Siglo XX”, del cual salvó ileso.


Mientras todo eso ocurría en la entrada del Cajón del Maipo, el joven Víctor Hugo Rojas, reportero del único periódico de la provincia, se encontraba en una actividad en el gimnasio municipal de Puente Alto. Víctor Hugo, hijo del ilustre fundador del periódico, Juan Rojas Maldonado, se encontraba junto a su padre y según recuerda tuvieron que movilizarse rápidamente. “En esa oportunidad logramos llegar hasta el retén de Las Vizcachas, donde había una primera contención de los equipos de prensa. Aunque no se podía ingresar a La Obra, lo logramos gracias a las buenas relaciones que había con carabineros; logramos avanzar un poco más, llegando hasta la entrada de La Obra, pero ahí el asunto se complicó, pues el ejército había tomado la seguridad del área”.


Había pasado aproximadamente media hora desde el comienzo del fuego. Al acercarse al lugar de los hechos, el equipo de prensa ya sabía que se trataba de un atentado, más no si Augusto Pinochet continuaba con vida. “Ya se sabía que había sido un atentado en La Obra. Se comentaba en el sector donde nosotros logramos llegar que había habido un fuerte intercambio de disparos y detonaciones. La gente estaba muy alarmada. La gente del pueblo, huía del sector".


Rojas recuerda que “se hizo una operación rastrillo por todo el sector, por aire y por tierra, y era peor que estar en un campo de batalla”. Todo esto en un cordón que iba desde el sector de Las Vizcachas hasta Las Vertientes “hacia arriba, por los cerros, había todo un operativo.”, subraya.


Todo ese traslado intentando llegar hasta el lugar de los hechos, movido por el espíritu de novel reportero, no había fructificado, ya que por expresa orden del general Pinochet, solo el canal estatal podía llegar hasta el lugar para obtener la exclusiva. “Solo Televisión Nacional pudo acceder por expresa petición de Pinochet y de la Dinaco”, rememora Víctor Hugo Rojas. Para él, lo más impactante de esa jornada fue “la acción bastante organizada y más encima con el correr de los días se supo que había más de un puentealtino que había participado en la organización de este atentado, combatiendo incluso en el sitio del suceso, como Juan Órdenes y en la parte organizativa, César Bunster”. Bunster es hoy concejal en ejercicio en la comuna de Puente Alto. “Para nosotros fue un gran hecho. Todos pensaban que iba a ocurrir algo incluso más grande, que la ofensiva militar iba a ser mayor, ya fuera en Puente Alto mismo, por la participación de estas dos personas que eran de la zona, como en el país".


En los días que siguieron, a don Marcial lo llevaron en dos oportunidades a declarar. De las personas que Susana logró rescatar del fuego cruzado, no supo más hasta que un día aparecieron para dejar regalos para doña Auristela y su marido, y por supuesto, un obsequio para la mujer que les había salvado la vida en esa fatídica tarde de septiembre.


“Después de eso, ya no supimos más. Tal vez un mes después del incidente, ellos volvieron. Yo no estaba, pero sí mi mamá y mi papá, y les dejaron regalos y para mí un sobre con plata para que pudiera pagar la prueba de aptitud de dos de mis hijos.


—¿Nunca supo sus nombres?


Nunca, hasta el día de hoy, supe quiénes eran, quién era el caballero, quién era la señorita. Yo lo único que hice fue traerlos para acá, refugiarlos aquí. Los atendí, les hice una sopa de pan con huevo, que era lo único que había aquí adentro, a oscuras, apenas alumbrados con la llama de la cocina. No recuerdo si era té o café de higo que les di, con los recursos que tenía mi mamá aquí los atendí”.


Pero la pesadilla estaba lejos de acabar.


Clandestino


Ernesto Guerrero se encontraba la tarde del domingo 7 de septiembre en la ciudad de Calama. Extrañaba a su familia, a quienes no veía desde hacía casi un año, pero el precio a pagar por lo hecho hacía trece años, lo obligaba a mantenerse en la clandestinidad. En casa de su hermana podía refugiarse sin pasar apuros y trabajar por un buen sueldo, después de una aciaga estadía en Argentina.


En el año 1973, Ernesto era estudiante de Ingeniería Mecánica en la Universidad de Santiago. Simpatizante de la Unidad Popular, nunca sospechó que eso lo llevaría a exponer su vida y la de los suyos por defender el gobierno de Salvador Allende.


Cierto día, un amigo y compañero de universidad le ofreció empleo. Las cosas no estaban bien económicamente y le urgía encontrar trabajo para alimentar a sus entonces tres hijos y solventar los gastos relativos a sus estudios. El trabajo era sencillo, pero muy arriesgado. “Aún cuando mi amigo me dijo que era peligrosa la situación y que la única forma de salir era con los pies para delante, acepté, pero nunca supe de la magnitud del peligro, ni nada, sino que había que hacer la pega no más”.


Así, Ernesto Guerrero se convirtió en escolta de Gustavo Olivares, periodista privado de Salvador Allende y de la reconocida actriz Mireya Latorre. Así mismo, fue escolta y chofer del ministro de Economía del gobierno de la Unidad Popular, Pedro Vuskovic.


El 11 de septiembre de 1973, Guerrero se encontraba con el ministro Vuskovic. Había tenido que escabullirse entre los dispositivos de seguridad, saltando por sobre los cadáveres que yacían en el piso de calle Phillips, con una sola idea en mente: había que sacar al ministro. “Éramos escoltas, pero privados y eso favoreció para la liberación de Pedro Vuskovic, a quien llevé a la embajada de Argentina, pero con ayuda de otros compañeros, en un auto de la embajada. Logré terminar con la persecución que sufría, y la única persona que podía hacerlo en ese momento era yo”.


Su familia nunca se enteró de su trabajo, ni siquiera en ese día que marcó la historia de Chile. “Siempre tuve la precaución de que la gente no se enterara, porque no sabían en lo que andaba. Ellos sabían que yo andaba trabajando, pero nunca en qué. Al único que le conversé fue a mi papá, porque nadie debía saber lo que hacíamos nosotros”.


Comenzaba a caer la tarde sobre la región de Antofagasta y “Chambeco”, como se le conocía; había ingresado a la habitación en busca de abrigo, pues sabía que en el norte el frío era intenso por las noches. De pronto fijó su vista en el reloj mural que había en casa de su hermana, el cual marcaba las 18 horas con 40 minutos. En ese mismo instante, en La Obra, frente a la casa de su suegra, comenzaba a gestarse el episodio que marcó la vida de su familia.


Solo horas después, Ernesto se enteró de lo sucedido en la casa de su suegra. Quiso llamar, pero sabía que sería en vano, que probablemente no habrían podido bajar a Puente Alto. Confió en la capacidad de su mujer y en la tenacidad de su suegra. “Lo que me dejó tranquilo fue saber que aquí no había pasado nada, pero temor no tuve, siempre confié en ella, que ella iba a resguardar a los niños y los iba a cuidar hasta que Dios quisiera y de mi suegra también, que era celosa en el cuidado de los niños”.


Aún así, cabía la posibilidad de que una bala loca pudiera terminar con la vida de uno de sus hijos, su señora o su suegro, pero jamás pasó por su mente que pudieran ingresar a la casa y descubrir el vínculo que unía a Susana Becerra con un antiguo escolta del gobierno de Allende. “No tuve temor de que se les involucrara en algo, pues ellas no se metían en nada, solo en temas espirituales”. Guerrero agrega que “en esa época no tenía miedo, ahora tengo miedo hasta de los gatos cuando maúllan”, aunque reconoce que su gran temor era “que muriera Pinochet y se desatara una guerra civil, lo que habría sido terrible”.


Recién el 9 de septiembre pudo tomar contacto con su familia en Santiago y cerciorarse de que nada había ocurrido, que lo peor había pasado y que estaban todos con vida; sin embargo su situación lo obligaba a seguir en la clandestinidad. “Pasó como un año para volver a verlos”, confiesa.




Las Esquirlas


Los hermanos del culto nunca hablaron, quedaron en pánico. La hermana Hortensia Silva e Inés Veas, ya fallecidas, quedaron en un estado de shock del cual nunca se recuperaron. “Creo que aún quedan dos hermanos de los que estuvieron aquí, que están aún vivos; los demás fallecieron todos”, señala Susana. En su mente hay una imagen que está grabada a fuego y que ni tres décadas ni una vida entera bastarán para borrarla. “Lo que hasta ahora tengo grabado a fuego es haberle enjuagado la sangre a esas personas que habían recogido los cuerpos; llegaron acá a pedir agua y como el agua está aquí adentro, yo junté en un jarrito y me asomé solamente afuera, a la puerta, y les eché agua, y caía la sangre de esas personas allí afuera. Estaban sus manos llenas de sangre donde habían tenido que recoger los pedazos. Esa imagen se me ha ido repitiendo hasta ahora”.


Así, también, se repite en ella esa imagen donde ve a sus hijos llorando, cicatrices que en el caso de Jorge y Julia quedaron muy marcadas, ya que eran los más pequeños. Si bien Isabel lo pudo sobrellevar de mejor manera, se sumió en la introversión. Ninguna de ellas quiso participar en este reportaje, ya que no quieren rememorar el traumático episodio.


“Para mí el fuego nunca paró. Nunca me traté esto, nunca tuve psicólogo, nunca tuve nada. Ni siquiera he leído prensa de la época. Me costaría abrir y leer eso. Recuerdo un reportaje que emitieron hace poco en la televisión y no lo pude ni siquiera empezar a ver. Por eso quizás nunca me había atrevido a contar esto. Es una historia que muchos saben pero que nadie sabe”, asegura Guerrero sobre el trauma que significó en su vida aquel episodio.


Para él, “la manifestación más conocida fue en el colegio. Yo no escribía, no hacía tareas y pasaba de curso, era algo muy extraño. Sin saber leer ni escribir bien. Aún no sé escribir bien, porque solo dibujaba, dibujaba guerras y gané un concurso cuando dibujé un combate naval sangriento”.


Su madre también recuerda esta peculiar característica que adquirió el menor luego de esa fuerte experiencia. “Jorge quedó marcado en el sentido de que todo lo que había en su mente era guerra, helicópteros, luces, muerte. Como él aquí vio esas luces, que tiraban bengalas, que llegaba el helicóptero, militares, perros, y él siempre expresó eso en dibujos en su período escolar”.


Tan traumático resultó todo, que pocas veces se han atrevido a tocar el tema en la familia. “La última vez que lo hablamos fue cuando vinieron los autores y familiares de quienes hicieron el atentado, que venían a celebrar. Nosotros les dijimos que no había nada que celebrar, porque hubo víctimas”, señala Jorge, reconociendo que “nunca lo hemos hablado con mis hermanos”.


Por su parte, Susana recuerda que “Aquí vinieron de todas partes del mundo a hacer entrevistas; de todos los medios, venían a cada rato para saber del atentado y yo jamás lo hice, excepto ahora. Nunca participé de eso, no me gusta, creo que hay mucho dolor en las personas que perdieron a sus familiares”. Así mismo agrega “nunca lloré, hasta ahora, nunca lloré por eso. Siempre quedé con eso como atorado, por decirlo: me dieron fuerza mis hijos, mi mamá, las personas que había acá que eran mayores, me dio fuerza el ver a todos los que estaban asustados. Yo dije: aquí alguien tiene que estar firme y yo por mí misma no lo estaba, tuve que pedir la fuerza a Dios”.


En la misma Línea, Jorge comenta algo curioso que ocurre en su interior. “Me ocurre un fenómeno extraño, porque estoy en contra de todo lo que hizo Pinochet, pero al tenerlo tan cerca, por tantos años, a posteriori del atentado, en los eventos que se hacían en conmemoración del hecho, era una fiesta, entonces yo quería a Pinochet, porque era como una estrella y salía en la tele, yo no entendía de política y en mi inocencia veía a un general, no lo relacionaba con ese episodio, yo solo veía a un general”. Solo muchos años después, siendo adulto, relacionó el atentado con la figura de Augusto Pinochet. Entonces descubrió quién era, las atrocidades que había cometido y lo cerca que había estado la muerte frente a sus ojos. Su amigo, a quien año a año le iba a dar la mano, se había caído del pedestal. “Sufrí una decepción”, reconoce.


A treinta años del suceso que cambiaría la historia y los destinos de nuestra patria, esta familia comienza a cerrar un capítulo y con ello espera, cada uno de ellos, hacerlo también con las heridas y borrar los recuerdos que dejó esa desdichada tarde de septiembre, aunque “Siempre vamos a tener que ver ese monumento y siempre nos va a recordar lo que vivimos, y sabemos en qué forma espantosa ellos murieron, porque vivimos con ellos el episodio, solo que nosotros no recibimos los balazos”, concluye Susana.


Quizás las heridas que quedan en la mente, tarden más en cerrar que las que provocan las balas.

Escrito por:

Rodrigo-Rocha-Flores

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