MÓNICA
Mi trabajo consistía en visitar a los pacientes hospitalizados y alentarlos a que se mejoraran lo antes posible para que así desocuparan las camas. El hospital no podía gastar tanto dinero en ellos. Era un laburo que resultaba sencillo solo en apariencia. No era fácil convencer a una persona que hacía poco intentó suicidarse de que todo iba a estar bien cuando saliera al mundo, los demás lo querrían y ahí no había pasado nada. Esos diálogos, además, debía sostenerlos en medio del olor a mierda, a meado y a vómitos de las salas de hospitalizados.
Sin embargo, no era eso lo que iba a contar en este momento, sino la historia de doña Mónica, quien llegó al hospital después de tomarse la mitad de las pastillas de una farmacia, y no digo esto en sentido metafórico. Doña Mónica entró como cualquier cliente y, aprovechando un pasillo en el que no había nadie, abrió todos los envases que pudo y tragó y tragó inmensas cantidades de cápsulas y comprimidos. Cuando el guardia se percató de que ocurría algo era demasiado tarde, en lugar de ir a la comisaría, debieron llevarla al hospital. Apenas me acerqué a su cama, empezó a quejarse de dolores en todo el cuerpo, insomnio cada noche y un apetito voraz que la tenía convertida en un barril. Entre llantos y ahogos, me contó que eso era culpa de sus hijos porque ya no la tomaban en cuenta, habían sido muy unidos en el pasado, pero cada uno había hecho su vida. Su relato me aburrió y a ratos me distraje mirando por la ventana o pensando en cómo consolar a Flu, mi novia, cuando volviera a casa, pues la aquejaba un profundo sentimiento de sinsentido de la vida.
Cuando era joven, doña Mónica se comprometió con un oficial de la Marina quien, de un día para otro y sin que supiera por qué, terminó con ella. Desde entonces su vida no tuvo sentido. Sus amigas, que no sabían qué hacer con su aflicción, le presentaron a un joven y prometedor contador. Doña Mónica, aherrojada en su dolor y sus ensoñaciones con veleros, no se dio cuenta de cómo se convirtieron en novios al poco tiempo y a los tres meses se habían casado. El matrimonio no la hizo olvidar a su oficial: soñaba despierta con barcos y uniformes y con aquello que no podía tener, indiferente a lo que le ofrecía la vida. Nunca se sintió enamorada, me dijo, creo que accedió al matrimonio por despecho, venganza o porque sus días no iban a ninguna parte, perdía las horas pensando en el marinero que había zarpado llevándose su corazón a altamar para nunca volver a puerto.
La vida de doña Mónica transcurrió simulando un amor que no sentía y sus hijos tuvieron que crecer en el triste seno de una familia velada por la falta de cariño y los reproches hacia un marido que no se parecía al modelo original, ese capitán de fragatas que navegaría para siempre lejos de ella. Pasaron los años y no le pareció extraño que su hijo entrara a estudiar a la escuela naval. Ella experimentó una satisfacción oculta por su amor perdido, pero al poco tiempo el joven abandonó la vida de mar. Mal que mal, pensé cuando ella me lo contó, fue el deseo velado de su madre el que inconscientemente había tratado de suplir el pobre muchacho. Tampoco fue del todo sorpresivo que sus dos hijas se comprometieran con oficiales de la Marina y, aunque ambos yernos tuvieran una leve tendencia a beber whisky, la belleza del uniforme lo compensaba y también la futura nostalgia del amor al verlos zarpar tan ordenaditos sobre la cubierta, como los soldaditos de plomo de un niño jugando con su barquito. Lo remediaba, además, la idea de extrañar a esos valientes hombres que se enfrentarían a tormentas y probables combates. Doña Mónica pensó que pasar largas temporadas a solas en la crianza de los hijos, para sus hijas sería una minucia, un sacrificio necesario, con tal de que se cumplieran sus fantasías de que al menos ellas tuvieran el futuro que le fue arrebatado.
Yo sabía que a las futuras esposas de los oficiales les investigaban la vida y la de toda su parentela, si encontraban algo indigno de una novia de oficial, no podrían consumar tan sagrado y comprometedor vínculo, pues no dejaban nada al azar con tal de proteger a tan noble y solemne institución. Aquello se lo dije de otra forma a doña Mónica, mi trabajo era convencerla de algo que, al menos, le hiciera la vida más agradable y llevadera a quienes la rodeaban, además de evitar que cometiera otro intento de suicidio.
―Es hora de dejar el pasado atrás y entender que ha formado una buena familia ―le dije―. Sus hijas tendrán el futuro que a usted le hubiera gustado. Deje que sean felices.
Ante mis palabras, doña Mónica se deshizo en lágrimas.
Añadí que comprendía que había sido muy brusca la ruptura con su amor, se lo dije con la mano en el corazón, evidenciando lo indudable de que ese duelo no había sido superado. Sin embargo, era necesario que lo dejara ir, por ella misma, por su familia y por la Marina.
No fue difícil convencerla de que abandonara el hospital, lo consideraba una pocilga pestilente indigna de una suegra de oficiales. En realidad, para ella fue suficiente con desahogarse de aquello que la había dañado.
Dejé a doña Mónica esa mañana y continué con mi visita a los enfermos. Seguí pensando en ella y la imaginé proyectándose a través de sus hijas, agitando su blanco pañuelo mientras un barco inmaterial se alejaba hasta perderse en el horizonte.
Escrito por:
Claudio-Naranjo-Vila
De la novela La chica en el espejo (2018)
Publicado por Aguja Literaria
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