VOLVIÓ
Era media tarde y las nubes giraban amenazantes en el borde costero. Todo estaba tranquilo, las olas llegaban blancas y rizadas a mis pies, me entretenía mirando la arena y las variadas formas de seres diminutos que el mar arrojaba a la orilla. De pronto, algo turbó el paisaje, a lo lejos vi a una mujer delgada y pequeña que corría como un ciervo, los brazos abiertos y la cara contraída. En sentido contrario venía un hombre grande de cabellos grises, se tambaleaba contra del viento al tratar de correr para encontrarse con la mujer, parecía desesperado. Se fundieron en un abrazo grandioso, como si quisieran que sus cuerpos se compenetraran.
Me acerqué y vi la cara de la mujer, lloraba y su expresión mutaba de la aflicción a la alegría máxima, parecía una histérica derramando un torrente de emociones contenidas. Adiviné que algún drama terrible se escondía, la gente se agolpó a su alrededor. Después de ese abrazo terrible, algunas personas ofrecieron muestras de cariño al hombre, le acariciaban la espalda con la cara bañada de lágrimas, era evidente que lo querían mucho.
Cuando se aquietaron los ánimos, quise saber quiénes eran esas personas tan sentimentales y a qué razón motivó los abrazos. No debía ser indiscreto, así que reservé mis preguntas, pero después de algunos días conocí la historia.
Él se llamaba José, pertenecía al grupo de pescadores más antiguo del lugar, era reconocido por ser un hombre bueno, colaborador y preocuparse siempre por los demás, una persona modesta dedicada a la pesca artesanal. Cierto día el mar amaneció embravecido, pero eso no era impedimento para salir a desafiarlo. Se despidió de Marina, su mujer, y sus dos hijos caminaron al colegio, miraron hacia atrás y le dijeron adiós con la mano en alto, felices como siempre. Al atardecer, Marina y las otras esposas de pescadores se preocuparon, pues el cielo se cerró y anunció un feo temporal justo a la hora en que regresaban los hombres del mar. Una lluvia torrencial se derrumbó, se oscureció el cielo y la gente corrió a encerrarse en sus casas. Débiles luces se encendieron tras las ventanas, en la playa no quedó un alma, solo el mortecino tintinear del faro que iluminaba de forma intermitente para luego dar paso a la oscuridad. Los sacrificados hombres debieron luchar contra la tormenta y no volvieron esa noche.
Las mujeres no podían hacer nada, solo rezar y esperar que los dioses protegieran a los pescadores. Marina se preguntaban cómo estarían, los imaginaba resistiendo en sus lanchas débiles como cáscaras de nuez en el inmenso mar. Era incapaz de descansar, permanecía atenta ocultando las lágrimas a sus hijos, quienes se durmieron esperando la llegada del padre.
Al amanecer Marina se unió a Laura y Pepa, dos esposas afligidas, para comentar la noche mortal que habían pasado sus pobres hombres mientras miraban a lo lejos, el mar estaba cubierto de neblina y unas olas furiosas se estrellaban contra las rocas, parecía que el cielo negro no se despejaría. Algunos pescadores que habían preferido no aventurarse las consolaban. “Ánimo ―decían―, no pudieron volver, pero luchan mar adentro. Ojalá el motor de las lanchas los acompañe y no se agote el combustible”.
El día se hizo corto y dio paso a la segunda noche. La impaciencia y la preocupación ensombrecieron los rostros, las tres mujeres estallaron en llanto y sus amigos no pudieron hacer nada, solo retirarse a sus casas con el corazón muerto; a pesar de que tenían fe, los presagios eran oscuros. Nadie se atrevía a decir que habían naufragado, pero sabían que arriesgarse a salir con el temporal era desafiar a la muerte. Decidieron esperar hasta el tercer día antes de contactar a la Gobernación para que enviara una embarcación mayor, era lo único que se podía intentar.
Llegó el tercer día y la nave de socorro salió en busca de los pescadores extraviados, pero regresó sin encontrar rastro de ellos. La tristeza envolvió al pueblo costero, adivinaron la tragedia y se aprontaron para ir en romería hacia la orilla para lanzar coronas y ramos de flores. Marina se arrodilló a rezar con fervor, su esperanza seguía viva, apoyada en la certeza de que su esposo era hombre de mar, un viejo lobo resistente, sabía que no temía a las tormentas ni se dejaría vencer. Esa tarde se negó a participar en el ritual de las coronas y, en un gesto de rebeldía ante la muerte, no recibió las condolencias. El resto de los habitantes se resignaron ante su actitud, no era la primera vez que una viuda se resistía a enfrentar la realidad.
Marina no supo cómo transcurrieron los días siguientes, flotó en una especie de nebulosa, ignoraba si está viva o muerta, solo percibía que sus hijos la abrazan mientras seguía rezando, invocó al mar para que le regresara vivo a su amor.
Los días siguieron pasando, pero nada volvió a la normalidad. El tiempo era malo para la pesca, las nubes se despejaban poco a poco y el temporal se alejaba a paso lento. Nueve días después el altavoz transmitió un mensaje que anunciaba la llegada de un barco pesquero, su tripulación había encontrado a un hombre semiahogado y con hipotermia severa aferrado a un pedazo de embarcación. El hombre estaba irreconocible, no hablaba ni sabía quién era, su estado era crítico y requería primeros auxilios, pues estaba en peligro de muerte. Por suerte, el barco que lo encontró contaba con un médico para esas emergencias, así que lo mantuvieron en observación con la esperanza de que reviviera y su cerebro empezara a funcionar.
Las autoridades debían reconocer al hombre rescatado en cuanto el barco llegara al pueblo. Marina fue la única que no tuvo dudas: el hombre era José, su José, quizá el resto de la tripulación no se había salvado, así que se persignó ante esta idea.
Marina se encontró con el hombre, no cabía en sí de felicidad y sorpresa: era él. Entre sollozos José contó que sus compañeros no resistieron y se hundieron. Él casi sucumbe, pues se vio obligado a soltar el madero que lo mantenía a flote y se hundió con sus compañeros. En ese momento pensó en Marina y sus hijos, pero las energías lo abandonaron. Un segundo después sintió una fuerza que lo arrastraba, como si alguien lo levantara de los brazos hasta que estuvo en la superficie otra vez. Se aferró a la tabla con la mitad de su cuerpo bajo el agua, por instantes perdió la conciencia, no estaba seguro de cuánto tiempo había resistido antes de que se produjera el milagro de que lo vieran desde el barco. Fue algo increíble, Marina estaba segura de que sus incansables oraciones enviaron la fuerza que salvó a su esposo, tenía confianza en los milagros. Cuando alguien atraviesa sucesos trágicos como estos, entienden el tesoro que es la vida y el amor verdadero, lo demás no tiene importancia.
Escrito por:
Helena-Herrera-Riquelme
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