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MI ETÉREA MAESTRA GRACIELA


Su mirada siempre dulce con un dejo de pena eterna, demasiado angelical para ser terrestre, demasiado bella para ser perenne, no con la belleza de una Venus, sino con la hermosura que todo su ser irradiaba, frágil como una flor.


Llena de paz y tranquilidad, cualidades que trasmitía a sus queridos alumnos de un primer año básico de la añosa escuela pública a la que yo también pertenecía.


Su presencia nos inhibía el deseo de hacer desorden y si lo hacíamos, era mínimo. Creo que mis compañeros al igual que yo, evitábamos dañarla con un mal comportamiento, temíamos que su aura se fuera a quebrar en mil pedazos como un jarrón de cristal que cae al suelo.


Como niño, en ese entonces, nunca me pregunté por su edad. Para mí era atemporal, eterna como una diosa griega. Ahora comprendo que era muy joven, no tendría más de veintiocho años, con un pelo corto muy negro que resaltaba por el contraste de su blanca piel. Su rostro llevaba la huella de alguna enfermedad que se hacía apenas evidente con el tic de uno de sus ojos y el rictus del lado izquierdo del labio superior. Siempre vestía de negro y en algunas ocasiones usaba el gris perla. Estos colores resaltaban su esencia, ubicándola en un pedestal superior que nos infundía gran admiración hacia ella, por su innegable vocación que no escatimaba esfuerzo en demostrar el cariño que profesaba por nosotros. Sabía ser enérgica cuando correspondía, aunque creo que estas situaciones le afectaban.


Le era tan fácil entregar cariño: a veces era yo el afortunado que sentía su grácil mano acariciando mi rostro con una ternura que solo competía con las caricias de mi madre. Lo único que le faltaba para ser perfecta, era la sonrisa como su habitual compañera para que sus ojos alejaran esa mirada de tristeza.


Con ella conocí a Gabriela Mistral. Me enseñó sus canciones, las que entonaba con entusiasmo junto a mis compañeros:


Que mi dedito lo cogió una almeja y que la almeja

se cayó en la arena y que la arena se la tragó el mar

y en el mar cantan pescadores.

Novedad de niño tenemos en el mar, novedad de un dedito de niño…


Fueron tres años de mi incipiente niñez que disfruté a mi querida maestra. Con ella todo era sencillo: aprender a leer, escribir, sumar, y también a cantar.


De regreso de vacaciones para comenzar con el cuarto básico, descubrí con gran pesar que ya no estaba, solo supe que había enfermado y ya no regresaría. Nunca más la volví a ver ni supe de ella, así desapareció de mi vida sin saber cuánto la quería.


Sin la maestra, la escuela no fue igual, se murió el encanto y la alegría. Ya no me interesaba portarme bien, solo cumplir con mis obligaciones, pues ya no estaba la estrella rutilante que me motivaba.


Este episodio de mi niñez dejó una marca indeleble en mi vida, marca que aún me acompaña. Siempre me proponía indagar por el destino de mi profesora, pero lo dejaba para mañana, sucediéndose rápidos los días y ahora, que han volado sesenta otoños desde el último momento en que la vi, solo me queda recordarla de esta manera, plasmando en un papel el inicio de mis primeros años de escuela con una maestra a quien quise tanto como ella me amó.


Escrito por:

Diego-Antonott



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