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VACÍO


Ha vuelto, lo sé. Lo escucho de nuevo revoloteando en la habitación, invadiendo mis sentidos agudizados debido al silencio sepulcral de esta noche fría en la que, aún sin haber llegado el invierno (esa horrenda palabra que rima con infierno) pareciera haber entumecido las paredes de mi acabado espíritu, producto de los años y los minutos desperdiciados en los quehaceres sin sentido, autoimpuestos por mi racionalidad humana, claramente para la lograr la subsistencia terrenal; obligaciones a las que estamos atados desde que nacemos, pero que son incapaces de dejar algún vestigio positivo dentro del alma y, a la mía, parece haberle llegado el invierno también.


Oigo algunas canciones de antaño, (años noventa, antiguas al menos para mí) que aluden a mi más tierna juventud, aquel develar de la existencia en la que todo se veía aún borroso, como si mis ojos de cachorro abandonado no se acostumbraran de inmediato a esa luz llamada vida, que hoy se extingue tras mis párpados cerrados, entre las húmedas pestañas cargadas de rímel que me pesan cada noche antes de conciliar un sueño, que parece inalcanzable. ¿Seré acaso la única mujer de más de un cuarto de siglo, que sufre por sentir el paso del tiempo quemándome la piel, hiriéndome a su paso con surcos despiadados de nostalgia, que se vuelven visibles en mi rostro?


La melancolía, tan manoseada por los poetas Nerudianos, se anida silenciosa en mi pecho y la cobijo unos minutos. Siento tanta lástima por ella, como ella por mí; por mis años de dolor enmudecido, por los segundos veloces de mi adolescencia casi invisible, en la que el corazón se me llenaba de espinas y mi sangre de espesa ponzoña. Nunca tuve el valor ni la fuerza para articular una palabra de auxilio desde mi garganta desgarrada, llena de una angustia enmohecida por el paso de los años que fueron decisivos en esa etapa inevitable de mi vida, que se quedó solo en eso; adolecer, la dolencia maldita e ineludible, la transición entre niña y adulta; ese quiebre en el medio que debió ser significativo para mi crecimiento como persona… aquel entonces, lo veo ahora desde lejos como un remolino oscuro en el que fui obligada a entrar, dando vueltas infinitas, incansables; en el que a pesar de extender mis brazos a quienes necesitaba, les vi hacerse borrosos a su paso, siguiendo su camino sin detenerse a verme, hacia las luces de un sol anaranjado lleno de esperanza y de calor; mientras para mí, la mancha oscura del cielo tras la muerte del atardecer, se quedaba a mi lado, murmurándome al oído una tonada concebida en el inframundo de un dios de hielo. De entre miles de personas caminando entre las áridas arenas del reloj de la existencia; solo una que se detuvo. Dejé de girar para verla a los ojos, quiso tomar mi mano, pero supe que el humo negro arremolinado a mi alrededor le arrastraría también, y entonces dejé de mirarla para continuar mi silenciosa condena, en compañía de mis demonios, alejándola; pues era demasiado hermosa, demasiado frágil para escudarme en ella. No culpo al resto por no tenderme su mano, a aquellos que tenían la fuerza suficiente para sacarme de allí, y no lo hicieron; ni por el agobio que hoy siento. Eran tiempos extraños, sombríos. Nadie vino a ayudarme…y para ser sincera, una parte de mí aceptaba, e incluso disfrutaba aquel dolor punzante que era solo mío.


A mi pesar, aún siendo joven, no soy lozana. Fui niña, pero no inocente. La inocencia la imagino como una sábana blanca con bordados en hilo rosa satinado, pero mis sábanas en ese entonces, carecían de pulcritud, estaban rotas, hechas jirones; incapaces de envolver o entibiar mi abnegado e indomable espíritu. Producto de ello soy lo que ven; lo que nadie esperaba, lo que nadie quería: ¿Quién puede abrazar aquello indeseable a los ojos? ¿Quién tendría la bondad de acariciar un perro herido, callejero, al que un vehículo inconsciente le pasara por encima, haciéndole expulsar de su cuerpo la sangre sucia y vulgar? ¿Quién querría curar esas heridas infectadas de la rabia contra el mundo que lo vio nacer? Exacto, no habría quien. Por más noble que fuese el can, por más tierna que fuese su mirada antes del accidente, la corrupción ya le habría consumido, desde la cola hasta sus dientes; y animal herido es siempre peligroso, como lo es una mujer que nunca conoció la inocencia.


Hoy escucho esas canciones que en vez de recordarme andanzas con amigas, travesuras juveniles, fiestas con muchachos tan ingenuos como dulces, o simplemente estúpidos; solo viene a mi cabeza la soledad que yo misma me impuse. Y así las horas pasan, y el sueño no viene. Los recuerdos me arrastran con sus manos huesudas hasta lo más hondo y oscuro de mi memoria. Se hace presente una angustia que ahora es nueva, aquella que me reprocha haber llevado una vida llena de inercia, y se transforma en un dolor que me doblega internamente por haber dejado al tiempo certero clavar sus punteros como agujas en mi pecho, deteniendo el reloj en mi alma, pero no en mi piel.


Algunas noches, antes de venir Orfeo, diviso el rostro de quien alguna vez pasara por fuera de ese remolino en el que transcurrieron mis dolentes años. Sí, es ella, la que se enamoró de mi infierno, aquella a quien alejé para proteger de quien yo era entonces, y atesoro sus ojos como un bello recuerdo escrito en un pétalo seco, escondido entre las páginas de un libro olvidado. Y en tanto ella avanza por entre mis sueños, aquí siguen pasando los años, mientras me lamento por lo que pudo ser, y no fue, mientras el presente se me sigue escapando, huyendo de mis brazos… como amante en primavera.

Escrito por:

Claudia-Bovary

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