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NECESITO QUE ME PERDONEN


Angelina M.

Doctora de la Universidad Católica


Soy doctora, es mi trabajo y mi vida. Le dediqué tanto tiempo que me quedé sola y nunca formé una familia propia. Mis sobrinos, hijos de mi hermano, llenan mi lado materno, he llegado a amarlos como si fueran míos.


Mi hermano y yo estudiamos medicina. Él es dos años mayor, crecimos jugando y fuimos unidos desde que tengo uso de razón. No sé si existirán otros hermanos como nosotros, siempre nos tuvimos mucha confianza y solíamos contarnos todas nuestras vivencias. Cuando conoció a Claudia, yo estaba realmente feliz por él. Su novia era, tal vez, la chica más hermosa y encantadora que hasta ese momento me había tocado conocer.


El noviazgo fue corto, mi hermano se enamoró perdidamente de Claudia y a los pocos meses comenzaron a planear la boda. Toda la familia estaba feliz con la maravillosa pareja, parecían sacados de un cuento de hadas.


Del bello matrimonio nacieron tres hijos que disfrutaron del amor incondicional tanto de sus padres como de toda la familia. Se transformaron en el foco de mi dedicación, no perdía oportunidad de visitarlos y llevarles todos los juguetes y las regalías de una tía solterona.


Mi hermano parecía un hombre feliz y realizado junto a su bella esposa y sus hijos. De esta forma, la familia fue creciendo y los años pasando.


No es secreto para nadie que la carrera de medicina requiere muchas horas de dedicación y un continuo estudio, por lo que muchas veces, como en mi caso, terminamos solos, es una prueba muy difícil para las parejas de los médicos.


Mis sobrinos crecieron, iniciaron la enseñanza superior y comenzaron a organizar sus propias vidas. Asistían con frecuencia a reuniones con las amistades de su mundo universitario, por lo que el matrimonio recuperó tiempo para estar a solas.


Pese al paso de los años, Claudia conservaba su belleza y, la verdad, era extremadamente vanidosa. El cuidado de su cuerpo y las salidas de compras para elegir ropa eran los entretenimientos de su vida. Asistía al gimnasio y salía con su grupo de amistades sin mi hermano, quien era un hombre muy ocupado. A nadie le extrañaba esto, ella siempre había sido una maravillosa dueña de casa y una madre ejemplar. ¡Con algo debía distraerse ahora que su vida quedaba vacía!


Sin embargo, comenzaron a correr rumores sobre sus salidas, noté muy angustiado a mi hermano. Me comentaba que la veía extraña y que lo rehuía cuando trataba de seducirla, sospechó que había otra persona en la vida de Claudia.


Los rumores aumentaron y descubrimos que no tenía un amante, sino una doble vida bastante intensa. Según me contó mi hermano, la enfrentó en una oportunidad para reprocharle sus actos, y ella le gritó:


—¡Tú dedícate a tus enfermos, yo estoy llena de vida, salud, belleza, juventud, y me dedico a los sanos y fuertes! —Luego explotó en una carcajada burlona.


Tras este acontecimiento, el matrimonio se quebró. Mi hermano no quería que los hijos echaran en falta la presencia de su madre, así que le propuso compartir el techo sin que ellos supieran de sus andanzas. No obstante, ella rechazó esa idea y los abandonó.


Mi hermano y mis sobrinos quedaron destrozados. Esa mujer, antes cariñosa y tierna, se había transformado en un ser sediento de excesos. ¡Era como si quisiera aprovechar sus últimos años de juventud!


Con su partida, mi hermano propuso que me mudara a su casa, a fin de que la compañía de la tía mitigara en algo el dolor de los hijos. De esta forma me dediqué definitivamente a mis sobrinos, volcando todo mi amor sobre ellos.


Pasó un año de la partida de su madre y casi no había noticias de ella, salvo algún rumor sobre sus aventuras. En el fondo sé que mi querido hermano guardaba la esperanza de que algún día volviera, arrepentida, y veía que estaba dispuesto a perdonarla. Solía decirme:


—¡Se casó muy joven y yo nunca tuve mucho tiempo para dedicarle! —La comprendía, pues la amaba con el alma.


Un funesto día nos llamaron para darnos una noticia terrible. Mi cuñada había tenido un accidente automovilístico camino a la playa, en compañía de un hombre que murió en el acto. El auto colisionó de frente con un camión que se salió de la vía contraria.


Ella estaba viva pero en estado crítico, pues había salido proyectada por el parabrisas delantero al no llevar el cinturón de seguridad. Su bella cara impactó en el capó del auto y su cráneo sufrió una fractura. La verdad, no había mucho que hacer por ella. El cuerpo presentaba fracturas múltiples, era un saco de huesos y órganos destrozados. A pesar de esto, su corazón latía, aunque el cerebro no funcionaba. Permaneció en ese estado solo dos días, y luego murió.


Con la familia destrozada, mi misión fue apoyar con el alma a quienes se habían convertido en todo mi mundo. Para ese momento, mi hermano había sido diagnosticado con una diabetes muy avanzada y otra serie de males que casi lo estaban llevando a una jubilación anticipada. Contábamos con muchos servicios en la casa, pero lo que más necesitaba era amor y comprensión. Yo continuaba con mis turnos de trabajo, pero al salir partía rumbo a la casa para ver a mis sobrinos y cuidar a mi hermano. Me convertí en su única compañía.


Luego de un tiempo, la servidumbre comenzó a hacer comentarios que me molestaban mucho. Cada vez que llegaba a la casa, me recibían angustiadas diciendo:


—¡Señora Angelita, la señora Claudia pena muy fuerte, debe ser que se murió sin arreglar la deuda con su familia!


A estos comentarios yo reaccionaba muy molesta:


—Ya basta. No quiero oír ni un comentario más sobre ese tema, los niños podrían escuchar y verse afectados. —Con estas palabras las mantenía advertidas de la estricta prohibición de hablar sobre algo que consideraba supersticiones de gente ignorante.


A pesar de esto, cierto día viví una experiencia aterradora. La servidumbre había dejado de hacer comentarios sobre la pena de Claudia, pero igual notaba que sentían angustia y temor.


Esa vez me ocupé de la jornada nocturna. Salí del hospital, pasé a hacer diligencias y compras, y llegué a la casa para el almuerzo. Los niños tenían clases a esa hora, pero la mayor de mis sobrinas solía almorzar en la casa y muchas veces lo hacíamos juntas. Era muy hermosa y tenía un gran parecido con su madre, me recordaba a la niña que enamoró perdidamente a mi hermano. A medida que crecía y se transformaba en mujer, tomaba cada vez más características físicas de mi cuñada.


Al entrar pregunté si Claudita había llegado, me dieron esta respuesta:


—Señora Angelina, llegó, pero muy extraña. No saludó y subió rápidamente a su cuarto, aún no baja. Estábamos esperando que llegara para que la vea, cuando viene triste quiere que solo usted la consuele.


Subí corriendo las escaleras hasta su cuarto. Golpeé la puerta pero nadie respondió, de manera que abrí lentamente para ver si se había acostado. Andaba muy deprimida, a veces llegaba y dormía un rato antes de que la llamaran para almorzar. No estaba en la pieza; verifiqué en el baño: vacío.


Extrañada, salí de la habitación y entonces la vi en el cuarto matrimonial. La puerta estaba abierta y ella se encontraba parada frente al espejo del tocador. Pude constatar aún más el gran parecido entre ambas. Llamó mi atención este hecho, pues Claudita no poseía la vanidad de su madre. Se miraba como buscando algún defecto, que por supuesto no tenía, y deslizaba sus manos por la cara como si no estuviera conforme con lo que veía.


Me acerqué a la puerta y le pregunté si estaba bien. El horror que en ese instante viví nunca me abandonará. Al volverse y mirarme, comprobé con mis propios ojos que se trataba de su madre, se giró hacia mí con la cara totalmente destrozada y una expresión de angustia en lo que quedaba de sus ojos. De sus labios deformados, con una voz clara y nítida, brotaron estas palabras:


—¡Necesito que me perdonen! —Luego se desvaneció.


Me paralicé, mi mente se nubló como si me hubiera desmayado, pero estaba de pie, casi inconsciente por la impresión. No sé cuánto tiempo permanecí en ese lugar, rígida como una estatua. Lo próximo que recuerdo es que la servidumbre y Claudita decían que no me angustiara, ya la ambulancia venía en camino, que no me avergonzara si me lavaban y me cambiaban la ropa interior antes. Efectivamente, debieron lavarme y cambiarme, pues mi ropa estaba mojada y sucia; ante tal impresión, mi cuerpo había reaccionado.


Me trasladaron a la clínica. Lo que menos quería era angustiar a mi familia, pero el horror me había dejado en un estado deplorable. Mis amigos médicos llegaron al enterarse de que estaba internada.


—¡Mujer, vaya alza de presión que tuviste! ¡Nos asustaste, pero es lógico después de todo lo que has vivido y lo mucho que trabajas! —decían.


Agradecí su compañía y preocupación. Mi alma se encontraba agitada y no me hallaba capaz de contar lo sucedido. Sin embargo, seguía latente el recuerdo. Con gran alivio recibí a mi hermano, la única persona en quien confiaba. Llorando y muy angustiada le conté todo. Al finalizar mi relato, me respondió:


—Angelina, hemos pasado momentos muy duros, tú no te has permitido descansar. Quiero que vayas a la casa de la playa mañana mismo. Los niños viajarán el viernes en la noche y yo llegaré el sábado luego del turno. Me tomaré unos días y deseo que lo hagas también, para descansar. Solo déjame esta semana para arreglar los turnos y te seguiré el sábado en la tarde. ¿De acuerdo?


En otro momento no hubiera aceptado, pero quería estar lo más lejos que fuera posible de esa casa. Me aterraba la idea de volver a ver a mi cuñada. Mi hermano creía que estaba bajo el efecto de un estrés agudo y eso había originado mi visión, pero yo era consciente de que había visto algo real.


Me dieron de alta esa misma tarde y dormí profundamente bajo el efecto de unos sedantes. En la madrugada partí rumbo a la casa de la playa, en compañía de una criada que se encargaría de cuidarme.


El viernes en la noche llegaron mis sobrinos y mi ánimo mejoró con su compañía. Nos entretuvimos jugando cartas y conversando con las anécdotas de sus vidas universitarias. Anhelaba la llegada de mi hermano, pero me encontraba feliz. Ya estaba más tranquila y trataba distraerme.


Entrada la noche del sábado, esperábamos a mi hermano, ¡tardaba demasiado en llegar! Cuando menos lo imaginé, su auto se estacionó en la puerta de la casa, yo miraba desde la ventana del cuarto. Me llamó la atención que no se bajara, pero a veces se quedaba un rato esperando a que terminara de sonar algún tema que venía escuchando en el camino, sobre todo si le recordaba a su juventud y los tiempos en que la felicidad y el amor envolvían su vida. Sonó mi celular y era él, esto me confundió; quiso que bajara a buscarlo al auto.


Acudí rápida como un rayo, angustiada por la extraña petición. En el auto comprobé que su rostro estaba pálido y su frente bañada de sudor. La ropa que traía estaba inmunda, igual que la mía tras la aterradora experiencia. Angustiada ante la probabilidad de que fuera el comienzo de un coma diabético o un alza grave en su presión, intenté socorrerlo. Me detuvo con estas palabras:


—Necesito contarte algo increíble, tú eres la única persona que lo comprenderá. Viví algo muy similar a lo que presenciaste, pero no quiero hablar delante de los niños. Por favor, ayúdame a llegar al baño y cuando se vayan a bailar hablaremos con más calma. —Sudaba y su respiración estaba agitada. Le tomé la presión y lo ayudé a entrar para bañarse.


Cuando mis sobrinos salieron, nos quedamos solos. Su narración confirmó la creencia de que mi cuñada permanecía entre nosotros.


El balneario donde teníamos la casa se encontraba algo retirado del resto de las playas del litoral central. Era bastante exclusivo, la entrada tenía un control a fin de constatar la identidad de los visitantes. Una vez pasado este control, venía un largo camino que separaba el lugar de la carretera, eran unos diez minutos de viaje por un camino solitario, que incluía atravesar un puente que cruzaba el río.


Esto fue lo que me contó:


—Al llegar al control, vi parada a una mujer rubia que se encontraba al inicio del camino. Me extrañó que los guardias no hicieran nada, pero supuse que ya le habían autorizado la entrada. Después de saludar a los vigilantes seguí mi camino, pero esta mujer me hizo señas y me pidió que la trajera al pueblo. Encantado acepté y se subió al auto.


››Era muy extraña, casi no hablaba y permanecía con la vista en la ventanilla, observando el camino; era como si no quisiera ser vista, como si ocultara su rostro. Traté de buscarle conversación y le pregunté si venía de vacaciones, a lo que me respondió:


››—¡Tenía una hermosa familia y la perdí, ya casi no sé adónde voy!


››Su declaración me provocó una melancolía tremenda, pensé en su dolor. Al llegar al puente, a bastante distancia del lugar habitado, quiso bajarse, dijo que había llegado a su destino. Yo la miré sorprendido, no existe ninguna casa en ese solitario lugar, es peligroso para que una mujer camine sola.


››Quise advertirle que aún no llegábamos al pueblo, creyendo que tal vez la depresión la había desorientado, pero sin volverse abrió la puerta del auto y me dijo:


››—¡Reza por mí, reza por Claudia! ¡Necesito que me perdonen!


››Asombrado por esta extraña broma, encendí las luces altas del auto y la alumbré. ¡Angelina! ¡Preso de horror, vi a Claudia con la cara destrozada mirándome fijamente, parada a un costado del camino! Me miró un instante y luego se desvaneció ante mis ojos. Tardé mucho rato en reaccionar, paralizado de terror. Luego conduje hasta llegar, me percaté de que mi ropa estaba sucia y te llamé.


Mi hermano compartía mi angustia y temor. Habíamos constatado la presencia de Claudia, era gigante la necesidad de hacer algo para que su alma descansara en paz. Acordamos que a la mañana siguiente partiríamos muy temprano a la iglesia del balneario para conversar con el sacerdote, teníamos la esperanza de que él nos ayudara.


Así lo hicimos, conscientes de la posibilidad de que nadie nos creyera. Hablamos con el sacerdote y, para nuestra tranquilidad, nos orientó sobre las almas que no encuentran el camino correcto debido a las cosas pendientes que las atan a la tierra, incluso luego de su muerte. No pareció demasiado sorprendido con nuestra terrible narración. Sugirió una novena, nueve misas que se ofrecen en estos casos para permitir el descanso del alma.


Aceptamos su consejo y organizamos junto con él las nueve misas dedicadas a Claudia. Aparte, por iniciativa propia y de común acuerdo, partimos de regreso a Santiago, al cementerio, para decirle a Claudia que la perdonábamos y entendíamos las razones que la llevaron a actuar de esa forma.


Al poco tiempo, y a pesar de que ya no se volvió a producir ninguna aparición, decidimos mudarnos. Los recuerdos y aquella terrible experiencia hicieron imposible la permanencia en la casa, no queríamos estar atados a ese pasado que cambió la vida de mi hermano y la mía.


Siempre creí que las experiencias paranormales eran producto de la ignorancia de la gente, que alguien con estudios superiores estaba libre de vivir ese tipo de fenómenos. Sin embargo, nunca olvidaré el rostro ensangrentado de mi cuñada, ni tampoco mi hermano.


Solo espero que Claudia hoy descanse en paz, que haya encontrado tranquilidad esa alma atormentada que solo se aparecía para decirnos ¡necesito que me perdonen!

Escrito por:

Eva Morgado Flores


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