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EL PAÍS DE LAS MIL COLINAS* Burundi, África Central**


Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de Burundi es mi primer amanecer con un concierto de pájaros en Bujumbura, a las cinco de la mañana. ¡Quién podría no despertar cuando los pájaros en Burundi lo hacen cantando! Había uno, de no más de quince centímetros, cuyo canto se componía de dos o tres melodías intensas que se asemejaban a frases interrogativas cantadas en una opereta. Esa mañana, cantando a todo pulmón, parecía interrogarme, al verme asomada a la ventana del dormitorio:


—“¿Qué haces tú aquí?”. —¿Cómo se llama ese pájaro? —pregunté a Nicomedes, el guardián de noche, quien, al escuchar el ruido de mi ventana abriéndose hacia el jardín, a esa hora de la mañana, se acercó inquieto al dormitorio. —Iñhoni irikirabuga buliite —respondió de una sola vez. —¿Y qué significa eso? —inquirí extrañada, haciendo un gesto interrogativo con las manos. —El pájaro que canta cuando cae la noche —tradujo en mal francés. —¿Cuándo se va o cuándo llega la noche? —Insistí. —Ambos, respondió con los dos dedos de una mano. En efecto, en el umbral del día y de la noche, escuché repetidas veces su canto. Y desde las grandes ventanas abiertas de mi dormitorio veía en Burundi ese encanto bucólico y ese toque grandioso de belleza que impresionaba tanto a los antropólogos belgas que llegaron, por primera vez, a esa región del África. Vivimos hace más de veinte años en África. En Burundi, solo cinco. Lo llaman el país de las mil colinas. Todas las criaturas vivientes, e incluso el sol y la luna, se despiertan y duermen en ella. Son más de mil colinas en las cuales se dispersan los poblados campesinos. Las casas, algunas de paja, se alumbran en las tardes, débilmente, con velas y lámparas. La gente se recoge temprano. Los niños se resisten. Juegan a la guerra, compiten en habilidad para trepar a una palmera, arrojan sus cocos al suelo, beben y comen su carne, y al final, cansados, se dejan llevar por sus madres y se reúnen al calor del fuego para escuchar las leyendas que la tradición pasa de boca en boca. Los pastores han acostado el ganado y quemado las bostas para espantar a los mosquitos y la malaria. Las velas y antorchas quedan encendidas. —No sea cosa que los pigmeos vengan del bosque a robar las cosechas, o peor aún, que llegue algún “Umukinsi”(1) anunciando una desgracia. Y cuando ellos llegan, tú los oyes zapatear frente a tu casa” —nos cuenta Evariste, nuestro cocinero—, y los perros aúllan y se esconden. Tú ya sabes que alguien, un vecino o un pariente, debe morir y que las cosechas se pudrirán. Hay que cubrir y esconder las bananas, la matabala, el té, el algodón, el cacao y el café. Pero ¿para qué? Lo peor es que los “Umukinsi” pueden volar; mitad brujo, mitad animal, tomarán lo que encuentren y, de todos modos, en tu casa algo faltará”. Cuando llegas a este país distingues, a primera vista, tres tipos de hombres: los pequeñitos que viven de la naturaleza y de la artesanía en el bosque. Son menuditos y bien proporcionados. Se diría invisibles. Se ven poco y nadie los toma en cuenta. A veces, los encuentras en los mercados al aire libre con sus tinajas de greda, amuletos y pájaros (etnia twa o pigmeos). Los de talla mediana que viven en las colinas y cultivan la tierra. Son la mayoría y muy trabajadores. Las mujeres, además de la casa, se dedican a las faenas agrícolas (etnia hutu). Los altos y delgados, que son urbanos, dirigen, administran, cultivan la relación social y el intelecto. Las mujeres de estos últimos, bonitas y elegantes, hacen furor entre los extranjeros (etnia tutsi). Pero no siempre hubo esta distinción tan neta. Aún hoy, los hay muy parecidos y que se han hecho urbanos o rurales. Nosotros vivimos en la capital. Hay todo lo necesario. No me puedo quejar. Mi casa es alegre y acogedora. El jardín que yo misma he diseñado, está lleno de flores. Hay orquídeas anidadas en carbón, macizos de rosas de porcelana que se diría de cera por su consistencia y dureza; flores del pájaro, trepadoras de todo tipo y otras especies vegetales exóticas. Mi marido tiene un trabajo bien pagado en una organización internacional. Mis hijos son vitales y fuertes como árboles en crecimiento, difíciles y malcriados a veces, pero inteligentes y generosos. Yo soy de estructura pequeña y frágil en apariencia. De hecho, soy sólida, más bien psíquica que físicamente. Y, si a veces veo venir el desaliento, me acerco a la tierra, al agua y planto y siembro con mano verde y solo de ver crecer la vida, me siento alegre de nuevo. Me cuido del atardecer en soledad. Me habla con ironía de esta vida de “Munsungo”(2) (en el dialecto de las mil colinas: “de hombre blanco con privilegios”), de discriminación y falsos valores que no se compadecen con mis principios. Me resisto a educar a mis hijos en este mundo neo-colonial. Me gusta escribir, pero tengo poco tiempo para cosas abstractas. Calmo mi espíritu creador. Lo empleo en mil cosas: decoración de rincones de la casa con frutas africanas de colores y tamaños diversos; adornos florales sobre las mesas; en particular de la pasiflora, planta trepadora que yo misma he polinizado y que se presta para espléndidas figuras geométricas; creaciones en patchwork; yoga; paisajismo. Generalmente me levanto a las seis. Aquí amanece temprano. El sol es ardiente y fuerte. Me levanto siempre enérgica, dando instrucciones al jardinero: “Estas rosas de porcelana están demasiado frondosas. Córtalas con todo su tallo. Se las darás al “boy”(3). Dile que después de hacer el aseo, las coloque en el florero artesanal. Ese que compré cuando los pigmeos vinieron a ofrecerlos aquí a la misma casa, ¿recuerdas?”. De ahí paso a la cocina, y mientras Evariste coloca las bandejas con frutas y el desayuno en la terraza, le doy las instrucciones del día: “Esta noche tenemos invitados, ¿qué tal si preparas ese “canard a l’orange” que te queda tan bueno? De entrada, pomelos rellenos con salsa de mariscos; de postre, una ensalada de frutas: guayabas, papayas, bananas, pasas… El café acompañado de un queque con chocolates belgas”. Evariste me da algunas noticias. Esas que no aparecen en el diario local:


—Hay mucha inquietud en las colinas, Madame. Algo se está tramando. Puedo oler el desastre. En los años ochenta pasó lo mismo. Yo era entonces el jefe de la colina, los militares me tomaron preso, íbamos de noche en fila, me tiré colina abajo y fue así como pude escapar. Gracias a eso estoy vivo.


Evariste es el rey de la cocina. En un abrir y cerrar de ojos, prepara un coctel o una cena para cincuenta personas.


—Aprendí con las damas belgas, Madame. Entré como ayudante de cocina en la embajada a los trece años —me cuenta.


Evariste es todo un hombre. Un hombre sin color. Ni blanco ni negro. Todo un hombre. Tiene una familia numerosa, una casa enorme sobre la colina más próxima a la ciudad:


“Ven a mirar mi casa, Madame”. Y salimos a la calle. Desde nuestra casa en la ciudad, uno ve la gran casa de Evariste, mi cocinero.


Antes del desayuno, cuando aún no son las siete, me encamino al lago. El lago Tanganyika(4) es profundo, hermoso y uno de los más grandes del mundo. Al atardecer se ven hipopótamos y cocodrilos. Voy sola o con una amiga. Voy de carrera, antes que el marido y los niños despierten. Corro un poco en la playa. Me siento sobre la arena, a lo largo de las olas y dejo masajear mi cuerpo por ellas. ¡Revigorizante! Me baño deprisa y vuelvo a casa. Desayuno con ellos. Llevo a los niños a la escuela y así comienza el día.


Evariste dice que hay inquietud. Los invitados esta noche lo confirman, las guerras tribales se agudizan. Hay masacres. Lo peor es de noche. Todo pasa en la noche. Las nubes en África, cuando se avecina el temporal, se hinchan y, en segundos, se revientan a torrentes. El temporal es violento, rápido, te sorprende desprevenida, te empapa hasta los huesos.


Hoy Dhamasi, el guardián, me despierta muy temprano:


—Problemas, Madame, problemas. Hay golpe de Estado.


El primer presidente, democráticamente elegido en el país, ha sido ejecutado. El palacio de gobierno fue bombardeado durante la noche, en un pronunciamiento sedicioso. En revancha, trescientos campesinos armados con lanzas de bambú, minuciosamente afiladas, entran al hotel de una ciudad, en el interior del país, donde se han refugiado mujeres y niños, y matan sin piedad. Dos monjas y dos laicos franceses se han escondido en el entretecho y logran escapar a la masacre. La misma escena se repite en otras ciudades. Quieren vengar a “su presidente” asesinado. Los militares de la etnia golpista actúan a su vez. Al día siguiente rodean las colinas y aniquilan a mujeres y niños campesinos. Van de colina en colina. Los cadáveres se acumulan a lo largo de las carreteras y los cuervos los sobrevuelan insistentemente. De ambas etnias, los más avisados y los que tienen dinero cruzan las fronteras y escapan. El jardinero no llega. Se me dice que se esconde en los pantanos. De Evariste nada se sabe. Ya no está en su casa de la colina. Mi marido, que ha viajado al interior del país, no regresa. Las líneas telefónicas no funcionan. Los campesinos han bloqueado las rutas con árboles y piedras. Solicito una entrevista con el Representante de la Organización. Me responde que hay que esperar. Mi marido será el encargado de la evacuación, en la región de Gitega, del personal internacional.


—De todas maneras, será el último en llegar —me advierte. Efectivamente, se ocupará de la evacuación y tratará de salvar a quien pueda: blancos y no blancos, de una etnia o de otra, y al hacerlo así, se expondrá al recelo de uno y al odio fanático de otros. Por fin llega. Al atardecer nos sentamos en el salón frente al televisor. Escuchamos gritos en la calle. Nos ponemos de pie, tomamos el auto y salimos. Allí están. Son seis o siete jóvenes estudiantes, altos y delgados, de entre quince y veinte años, de la etnia tutsi. Tienen palos y lanzas en las manos. Seguramente cuchillos y machetes. Han perdido algún familiar o amigo en las colinas y quieren vengarlo. Es preciso matar a alguien. No importa a quién, siempre que sea de la otra etnia. “Acabando con unos sobreviven los otros” dicen. El perseguido es seguramente algún “boy” que salía tarde del trabajo. El hombre ha corrido gritando desesperadamente, algunos minutos. Ya no está. Probablemente está desangrándose, no muy lejos, en algún lado. Iluminamos a los jóvenes con los focos del auto. Inclinada hacia delante, los miro intensamente. Ellos nos observan, están al acecho. No puedo evitarlo, continúo mirándolos como si no los viera. Siento una estupefacción paralizante. Los ojos de ellos son malos. No he visto mirada peor. Me yergo pálida. Comienzan a rodear el coche:


—No te metas “munsungo”(2), parecen decir.


—¡Atención! Esto no es asunto tuyo.


Nos alejamos. Vemos el peligro. Hay ausencia de razón, de equilibrio. Es como si de repente, esa coordinación funcional, ese ritmo uniforme que mantenía el cerebro social en orden, se hubiese alterado.


¡Y yo, que había organizado tan bien mi vida! La había amasado. Todo estaba en orden, bajo comprensión. El lunes y miércoles: tenis, la gimnasia el martes, y el patchwork el viernes. El sábado, el aperitivo a las seis. Los invitados llegaban a las siete, bailes o juegos y el digestivo. Cada cosa estaba en su lugar. Y ahora, ese avestruz que dormía en mí, saca la cabeza y mira estupefacto.


Entramos en la casa y nos quedamos en la terraza. Ambos guardamos silencio. El calor es menos sofocante. En torno a las lámparas, las mariposas de la noche y los mosquitos revolotean veloces y a ciegas. Las lagartijas nocturnas, blancas casi transparentes, con ojos vivos y móviles están al acecho. Y ¡zas! En la boca de una se debate una mariposa. Y ¡zas! La otra…Tengo miedo. Los días tranquilos que yo forjara se escaparon con la tormenta. Siento que la semana se ha quebrado. Tengo un trozo de semana en las manos y no sé qué hacer con él. Los organismos internacionales se preparan, dan instrucciones: “Hay que hacer reservas de agua, hay que tener una maleta lista en caso de…”. El jardín diseñado por mí ya no es el mismo. Ese calor dulzón de la mañana me parece odioso. Las guayabas rosadas, sanas y jugosas del exterior, se abren en gusanos en la boca. El sol tropical las ha podrido de adentro hacia fuera. Los gusanos preservan la piel hasta el final. Yacen al pie del árbol como cerebros podridos. Las rosas de porcelana parecen burlarse de mí. Sus bocas-pétalos de cera hacen muecas irónicas. Se diría que las flores del pájaro se ríen a carcajadas. En un rincón, cientos de hormigas devoran a una araña que se retuerce impotente. El asesinato es profundo. Está en todas partes. Y no se trata de pueblos ni de raza. Están Hiroshima, Auschwitz… Es cuestión de especie planetaria. Mi piedad por el hombre agonizante es violenta y mi deseo de vivir también. La imagen de ese hombre y de tantos otros descomponiéndose al sol se me hace insoportable. “Todavía deben quedar sus dientes blancos, perfectos”, pienso. “Los africanos tienen los dientes blancos…”. Pensamientos irrelevantes que se repiten en forma obsesiva.


Nos reunimos con amigos en un sexto piso de un moderno edificio. Hay silencio, conjeturas. Hablan de la matanza de blancos en Katanga(5). Se dan detalles. Eso fue hace mucho tiempo, pero se habla como si fuera hoy. Las puertas de nuestras casas cierran mal. Las ventanas, debido al calor, no tienen vidrios. Los mosquiteros que los reemplazan, solo impiden el paso de los mosquitos. A través de las ventanas vemos ráfagas de balas. Los militares han cercado un barrio. El barrio de los otros. Morirán mujeres y niños. ¿Por qué en África cuesta tanto envejecer?


Cansados de miedo comemos, bebemos, reímos generosos. La primera brisa del amanecer nos refresca la cara. Comienza un nuevo día.


Las embajadas y organismos internacionales dan la orden. Llega el momento. El país arde en odio. Hay que irse a tiempo. Los blancos son evacuados. Tomamos el avión.


Las azafatas sirven vino y champagne. Los paños tibios refrescan el sudor del rostro. Reparten caretas negras que ayudan a dormir. Sirven para cubrir los ojos. Mi marido con un gesto simple que asemeja el agitarse de un ala de pájaro, pasa una mano rápida sobre mis párpados:


—¡Hay que borrar las imágenes! —dice— ¡Duerme!


El avión emprende vuelo. A través de las ventanas miro las colinas. Las sobrevolamos. Las nubes blancas compactas, las cubren poco a poco. Antes de dormir, como si cerrara una puerta, me pongo la careta sobre los ojos.



Notas

* El país de las mil colinas, tomado de Vivir en África, Blanca del Río V. Edit. La Trastienda, 2010.

La crónica "El país de las mil colinas" fue traducida al francés por Annie Chantraine D. en 2012.

* Burundi: estado de África Central, 28.000 km2, 10.816.860 personas. Bujumbura, la capital actual, Gitega, antigua capital, situada al este de Bujumbura.

(1) Umukinsi: brujo, en dialecto local.

(2) Munsungo o Msungo: en kirundi: hombre blanco con privilegios.

(3) Boy: mozo de aseo que sirve en casa de extranjeros y de nativos acomodados.

(4) Lago Tanganyika: gran lago del África oriental, 33.900 km2.

(5) Katanga” Shaba: región administrativa del sur del Zaire, famosa por sus diamantes.


Escrito por:

Blanca-Del-Río-Vergara



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