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QUILLAGUA



¿Por qué los hombres no nos entendemos?

¿Será que no tenemos habla, o no sabemos qué decir?

Creo, que con el tiempo tendremos que emplear las manos para comunicarnos,

ya que con la lengua… no lo haremos.

De los lugares de Chile más inhóspitos que vi, Quillagua era el más seco. Los últimos cuarenta años había llovido apenas 0,5 mililitros. Acercarse a este lugar era como para decir: “no podría vivir en un sitio como este”.


No obstante, años atrás, Quillagua era un oasis ubicado en medio del río Loa, al sur de Calama. Con casi mil habitantes, poseía el asentamiento humano y agrícola más importante de la ribera del río en pleno desierto. El agua se aprovechaba para la crianza de animales y la cosecha de alfalfa y maíz, también era posible realizar actividades de pesca y la extracción de camarones de agua dulce. Pero un día, un fuerte movimiento sísmico depositó en el cauce varias toneladas de residuos tóxicos, lo que tuvo como consecuencia la muerte de peces y animales.


El daño jamás fue reparado. Murió primero la vida silvestre y luego la agricultura. La sequía provocó un rápido y cruel despoblamiento; las casas se vaciaron como si se avecinara la peste y el pueblo se redujo a un espacio siniestro, habitado únicamente por noventa personas: siete niños, cinco adultos de unos treinta años, y setenta y ocho más cuyas edades superaban los sesenta, por ende, el pueblo estaba en vías de extinción. Al no tener mayores esperanzas, la juventud decidió emprender rumbo hacia los alrededores: Iquique, Antofagasta o Calama, en busca de una mejor calidad de vida.


Los hombres con quienes me encontraba, compartían conmigo sus experiencias antes de que el desastre ocurriera, y la forma en que lo habían enfrentado después:


—Lo único que yo vi, fue desolación. Ni siquiera había empalmes que se unieran al sistema eléctrico de las ciudades importantes. Esta se obtenía de un generador viejo que cuando fallaba, era reemplazado por velas. Entonces uno comienza a desear ver gente, y despertar en un pueblo semivacío empieza a ser desagradable y más aún ver casas que parecen más panteones que viviendas. Tenga usted certeza de que nada enturbiaba el silencio que envolvía al pueblo. El problema más grande que enfrentábamos, era la falta de agua; no se veía una llave correr, la garganta se secaba y se ponía áspera, lo hubiera visto… en Quillagua corre un viento que deja todo empolvado y hace que uno lo respire, se le llama respirar polvo de cementerio. Así lo siento yo.


Como la linfa no se pudo volver a beber, una vez a la semana había que esperar un camión proveniente de María Elena, que transportaba litros de agua para una semana. Los sobrevivientes, que más parecían integrantes de un campo de refugiados, debían conformarse con lo mínimo. Lo poco y nada que sobraba, era para los pobres animales. Tomar una ducha hubiera hecho a cualquiera sentir culpa por el derroche que significaba.


El hombre con el que departía se quedó en silencio, sumido en sus recuerdos. Después de un instante continuó el relato.


—Pero además de lo anterior, la mayoría de los habitantes de Quillagua estaban solos o viudos, no tenían dónde ir, o no querían hacerlo. Muchos de ellos estaban enfermos: diabetes, hipertensión y otros males que ni el único paramédico que los había atendido por más de veinte años conocía… Le invito a una bebida de maracuyá, es oriunda de la zona norte, es rica, pruébela. —Me ofreció con insistencia.


—Como le iba diciendo, no llovía nunca, figúrese que cuando caían unas gotas, estas no alcanzaban a llegar al suelo, se evaporaban antes. Con más de cuarenta grados y tierra seca por todos lados, era imposible mojar una hoja. Así es por aquí. Con mi familia nos fuimos a Quillagua en el Longino, que tenía estación en el lugar… ahora ya no existe.


Cuando nos bajamos del tren, nadie nos esperaba, por lo que tuvimos que preguntar dónde quedaba el Hotel o Residencial para hospedarnos. Unos niños que jugaban nos señalaron que la única hospedería se ubicaba en la calle Comercio, frente a la parroquia San Miguel. Mi mujer, como buena observadora, pasó a ver la iglesia, mientras yo me dirigía al alojamiento.


El pueblo parecía una pequeña mancha verde en medio de una fábrica de adobes y polvo. Dolían los ojos al mirar el cielo debido a la intensa y cálida luz del sol.


Al llegar al hostal, me comuniqué con la encargada. Ella era la dueña, cocinera, garzona y encargada de la limpieza del local. Me dijo que tenía una sola pieza disponible, sin disponibilidad de agua para la ducha.


En esos casos uno no sabe qué hacer, porque teniendo mujer e hijos, todo se le pone más difícil… ¡Bébase su jugo, señor!, le quitará la sed y le dará vitaminas —me invita a beber, antes de retomar su historia.


—Mirando hacia el techo, como si buscara algo perdido, recordé que debía juntarme con mi esposa una vez arreglada la estadía en la residencial. Debido a que ella había ido a la Iglesia, se me ocurrió preguntarle si era bonita. Me contestó que se había dedicado a mirar los cuadros de unos santos bastantes antiguos, que se había enterado de que el cura había dejado el pueblo, y que todo evidenciaba un gran abandono… En la residencial comimos una rica cazuela de pollo y estofado de carne, un lujo solo para las visitas. De repente empezó a temblar bastante fuerte, pero nadie le dio importancia, estaban acostumbrados. La mujer que atendía me dijo que eso sucedía a diario, era una de las muchas consecuencias del terremoto… Dormimos muy cansados esa noche, en especial los niños, quienes habían jugado gran parte de la tarde con los pequeños hijos de la dueña de la pensión… Al clarear el alba, nos despertó el alboroto producido por un tumulto de mujeres, en su mayoría mayores de sesenta años. El barullo y descontento se debía a que los estanques de zumo, en los que se vaciaba lo que traía el camión, se encontraban vacíos: el vehículo no había llegado. Sus miradas se volvían sombrías al pensar que estarían varios días sin agua, y que ello traería perjuicios para la totalidad de los habitantes y los animales que aprovechaban las sobras. Esa era la triste realidad que yo vi… Tómese el juguito, ni lo ha probado, —luego de insistir retoma lo que estaba diciendo—. Como tenía que ver mi trabajo, me encaminé hacia la plaza. No se veían niños ni animales. Atrajo mi atención el ruido que hizo una castaña al caer de su rama, espantando a unos pajarillos que bebían el agua de una taza sin oreja que les ofrecía una anciana en la puerta de su casa. Después de eso, conseguí comunicarme con doña Felisa Mamani, quien tenía las llaves de la vivienda que debía visitar. “¿Cómo está, señora?”, le dije. Doña Felisa era una mujer de edad avanzada. Su cutis curtido evidenciaba que pasaba gran parte de su tiempo al sol. Me miró como tratando de adivinar mi procedencia. “¿Así que lo enviaron desde Antofagasta para catalogar las bellezas que aquí tenemos?” “Sí, señora”. Ella era la encargada provisoria del museo, ya que debido al despoblamiento no hubo quién se hiciera cargo. Un día le pasaron las llaves y desde entonces hacía la labor de guía. “Aquí verá de todo, señor”. Para ingresar forcejeó con la llave y terminó abriendo la puerta de una feroz patada. “Es la única forma”, declaró.


La luz que ingresaba por los vidrios rotos, caía tenue sobre diez momias dispuestas en algunas mesas de colegio y vitrinas sin ningún medio de conservación. Borrosas lecturas en los muebles, realizadas por una máquina carente de algunas letras, hablaban de un pasado precolombino. Lo que quedaba de los humanos momificados, eran huesos con un poco de piel secados por el inclemente sol y el caliche: en cuclillas y con los brazos enlazando sus pies, dejaban al descubierto sus rostros enmarcados por el horror. Un arqueólogo se habría atragantado. La anciana levantó la capa a uno de ellos. “Este era un chino que encontraron en la pampa, seguramente había sido traído por los ingleses para trabajar en el ferrocarril, probablemente un esclavo”, rió al mostrar la calva de la momia, “le decimos peladito”, recalcó aún sonriente. Además me contó que me entregaba un gran cementerio, que imaginaba que yo sabría arreglarlo, puesto que para eso me habían mandado. Luego se fue sin mirar atrás ni despedirse, como queriendo arrancar lo más rápido posible y sacarse el cacho que tenía… ¿Le gustó el juguito? —Vuelve a incitarme a beber —.Tómese otro, mire que en esta zona da una sed que no se quita ni con ulpo de harina tostada, así es de fregado el clima. No sabré yo que aguanté varios años en esa lindura de pueblo… —Se levanta y sale a la puerta a ver si se asoma otro tren, ya que se siente un pitazo. No viene nada; parece que el sonido se origina en la maestranza. Se vuelve a sentar y me comenta que le dio bastante trabajo clasificar todo lo que le entregó Doña Felisa—. Por mi parte, después de haber conocido el museo, conversé con los viejos enterándome de algunas cosas que los afligían. Traté de convencerlos de que se fueran, ya que quedaba tan poca gente y con la eliminación del tren, los turistas habían dejado de venir, al parecer, por tiempo indefinido.


—Soliciten que alguien les ayude —sugerí.


—Lo hicimos, pero nadie nos apoya.


—¿Y a pesar de ello no se van?


—¿Y a dónde nos iríamos? Somos viejos, los hijos se fueron, solo quedan nuestros muertos sepultados en esta contaminada tierra —suspiró hondamente, como si los recuerdos llegaran despacio a su mente—.


—¿Qué les parece que ahora nos comamos un rico pollo, con un buen vino? —dijo uno de los ancianos en un intento por amenizar el ambiente, pero nadie respondió. Al parecer, todos tenían su intelecto puesto en otra parte.


—Como le estaba diciendo, en esa época yo era joven al igual que mi mujer, mis hijos eran aún unos niños. Creía que Quillagua, como su nombre en aymara lo señala, era un descanso que entregaba el desierto; lamentablemente, me encontré con un lugar en la fase terminal de su existencia, donde lo único que tal vez permanezca en el tiempo sean las momias y los recuerdos, probablemente olvidados también cuando los últimos descendientes de las generaciones que vivieron allí se hayan ido del lugar.


—¿Qué me dicen si pedimos otra botella de vino para pasar el pollito? —insistió el animado anciano que hablara antes, nadie dijo nada.


De súbito, quien había pedido con tanta insistencia el vino y habiéndolo tomado, sintió los efectos del alcohol. Lentamente, como si fuera la caída de una mole de cemento, se derrumbó sobre la mesa, inerte. Los ojos quedaron mirando hacia el espacio, fríos… a lo mejor con la esperanza de borrar para siempre los malos recuerdos vividos en Quillagua.

ANTECEDENTES UTILIZADOS:

http:www.loactual.cl/noticias/ 28-5-2009

Viaje del escritor a Quillagua: Comprobó la situación del sitio cuando estaba con: agua, siembras, ovejas, peces, y el tren. Posteriormente, verificó en el terreno los deterioros causados, y la veracidad de lo que se narra.

Escrito por:

Patricio-González-Tobar



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