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LA MONJA LIBIDINOSA


En aquel lejano tiempo de mi recién pasada adolescencia, ejercía yo la profesión de Médico Cirujano y, como tal, atendía las llamadas telefónicas de los pacientes que requerían de mis servicios… a cualquier hora, incluso a altas horas de la noche. Estimo que esta disposición al trabajo se debía a mi juventud. Claro está que, en ese lejano tiempo, había recién salido de la universidad y de los hospitales de formación médica con el entusiasmo del bogador que rema apasionadamente la primera vez que se sube a un bote y todo le parece fantástico: el color del agua, su tersura, el aire fresco, la atmósfera diáfana bajo los rayos del sol y las paletadas de los remos sobre el cristal del agua, mientras la embarcación se mueve plácidamente en medio de un universo azul, sublime y natural. Idílico paisaje el del bogador, pero… no era este el caso mío, lo del bogador simplemente es a modo de comparación para dar a entender, de algún modo, la forma en que me sentía en ese tiempo.


Cuando recibía un llamado telefónico, aunque fuera muy entrada la noche, me invadía un sentimiento de responsabilidad e importancia, pues debía acudir a examinar, ayudar y ojalá a salvar a un enfermo. Por ese motivo me recorría un sentimiento que, en cierto modo, me transformaba de una persona tímida y retraída, como habitualmente era, en un médico; un ser aparentemente omnipotente y capaz de resolver problemas que implicaban, a veces, el filo de la navaja, o el punto de equilibrio justo entre la vida y la muerte. Y de eso estaba muy consciente, de tal manera que al momento de tomar el maletín, recordaba las palabras de uno de nuestros maestros: “La ignorancia médica puede significar la muerte”, y eso estremecía hasta lo más profundo de mi ser porque, al mismo tiempo en que tomaba con fuerza la manilla de mi maletín, se me presentaba en plenitud la imagen de cada uno de aquellos pacientes moribundos que, en la sala de un hospital, daban su último suspiro, ya fuera por la acción avasalladora de un cáncer, la fiebre incontrolable de una septicemia, o la inactividad espantosa que afectaba a los infartados del miocardio. En esos momentos se sucedían ante mí las imágenes de esos rostros sin esperanza, entregados a los designios del buen Dios y de su infame destino. Sus rostros desencajados, la mandíbula fláccida, la respiración estertorosa y rítmica, los ojos cerrados, los pómulos descarnados con la piel pegada a los huesos y esa palidez aterradora en sus rostros. Pero, aquello no debía amedrentarme, no podía claudicar ante esa llamada telefónica, pues un enfermo me necesitaba.


Esa noche, el llamado fue desde un convento: desde el convento de las madres “Hijas de la Inmaculada Concepción”, congregación que regentaba un colegio para señoritas en el cual yo había dictado las clases de Biología cuando era estudiante de Medicina (en ese lejano tiempo no se requería ser un Profesor titulado para dictar las clases) y por tal motivo, las madrecitas solían llamarme a cualquier hora para que atendiera a las más ancianas hermanas del convento, a quienes conocía bastante, pues en el devenir de tres o más años como docente, habíamos compartido más de una vez: ya fuera en el comedor, en el momento del desayuno de los profesores o a la hora de las onces, horarios en los que se tenía la costumbre de acudir al comedor para departir durante una hora y disfrutar de un té, un café y unos panecillos con mermelada, exquisiteces elaboradas con maestría y amor por las religiosas. Confieso que, en aquellos tiempos, mis recursos de estudiante no eran muy generosos, motivo por el que mi aspecto era bastante magro y permanentemente sufría las punzadas y dolores epigástricos propinados por un hambre crónica. Por ese simple motivo, a la hora del desayuno o del té en ese colegio, engullía con fruición todo comestible y bebestible que se me presentara por delante. Y yo acudía al comedor en dichos horarios, incluso cuando no tenía clases. Ese detalle fue notado por las madrecitas y, un mal día, me llamaron a la dirección para mencionarme, de modo directo y sin rodeos, que podía ir al comedor y desayunar o tomar el té de la media tarde solo cuando estuviera impartiendo las clases en el colegio. La madre directora fue categórica: “¡Solo en esas ocasiones!”. Entendí de inmediato que a mí, con eso del hambre crónica, se me estaba pasando la mano y que las madrecitas se habían dado cuenta de la ominosa forma en que engullía los panecillos untados con abundante mermelada de cerezas o de frutillas, que eran las que más me agradaban. Bueno, por esos motivos yo conocía bien a cada una de las religiosas de ese colegio y les tenía un aprecio notable por la bondad con la que me trataban.


Tal cosa sucedía en ese tiempo, pero, después de titularme, debí abandonar mi trabajo como Profesor de Biología y dedicarme por completo a los avatares de mi profesión de médico. Entonces las madrecitas fueron mis mejores pacientes. Acudían a mi estudio y esperaban su turno sin reclamar y sin argumentar que debería atenderlas antes que a otros pacientes por el hecho de ser viejos conocidos; ¡nada de eso!, se comportaban “como monjas”, con el ejemplo por delante y con toda pulcritud.


Y el día del llamado telefónico, era la Madre Superiora del colegio la que solicitaba mi presencia con cierta urgencia debido a que una de las madrecitas se encontraba seriamente enferma. Me recibió una auxiliar, la Martita, me hizo trasponer la puerta y sentarme en una especie de saloncito a media luz, dotado de mullidos cojines, mesitas, aparadores y otros lujos. En breve, apareció la enferma: una religiosa de unos ochenta años, aproximadamente, quien me saludó a la distancia y se sentó en un sillón. Casi al mismo tiempo, apareció en la habitación la Madre Superiora cuyo nombre religioso era Sor Cecilia, en honor a la Patrona de la Música. Junto con el saludo tomó asiento en otro sillón, situado a unos tres metros. La enferma se llamaba Sor Custodis y, como dije antes, era una anciana entrada en años, algo encorvada por el peso de la vida y la posición mahometana que adoptan las religiosas en sus rezos y ruegos. De aspecto afable, sin embargo, a pesar de los dolores. Era de labios gruesos y mirada torva. Mantenía una toca blanca y el velo negro, característico de las religiosas de esa congregación. Sus manos arrugadas las mantenía juntas sobre los muslos, ya enflaquecidos. La casulla negra y el ajuar del mismo color, rozaban el suelo del recinto. Sor Cecilia, por otra parte, era una monja joven que, a vuelo de pájaro, bordearía los treinta y cinco años. De ojos azules, tez clara y un rostro angelical; lo que me sobrecogió desde el primer momento, pero, debo admitir honestamente, que lo que más me impresionó fue su mirada. Ladeaba la cabeza y me miraba con esos ojos claros maravillosamente soñadores, unidos a una suave sonrisa que me recordaba a la Gioconda, de Leonardo da Vinci. No tenía ninguna duda… ¡La monja me miraba con ojos, claramente, provocativos! Y yo, un jovenzuelo “con gusto a leche”, pero rebosante de hormonas, como suele ocurrir a los veinticuatro o veinticinco años, no pude dejar pasar el mensaje, ni pude controlar la taquicardia y la taquipnea en ese momento. Suspiré impresionado y, diría yo, enamorado de aquella magnífica mujer. Intenté iniciar el interrogatorio a la monja añosa, no recuerdo lo que le pregunté, pero, poco o nada me interesaba cada respuesta de la anciana. Mis sentidos, mi pensamiento y mi alma no pudieron apartarse de la maravillosa presencia de esta otra monja. Durante el examen físico, volteé la cabeza distraídamente para mirar a la Madre Superiora y, en ese momento, ella me cerró un ojo… el ojo derecho. No lo podía creer. Comencé a transpirar, a pesar del frío reinante en la habitación a esa hora y me dije a mi mismo: “¡Esto no puede ser!”. La sobrecogedora circunstancia me hacía sentir desintegrado, pero a la vez feliz por un sentimiento de amor intenso que comenzó a invadirme desde ese mismo instante.


Mentalmente pedí perdón al buen Dios por tener esos pensamientos perversos sobre un ser tan inmaculado como una monja, la esposa de Cristo, pero confieso que mi solicitud de perdón no era tan profunda, pues me sentía fascinado con la extraordinaria belleza de ella y no podía dejar de estremecerme. En medio del examen físico a Sor Custodis, volví a mirar a la Superiora. Por segunda vez y nuevamente, vi que no me sacaba la tierna mirada de encima y volvió a guiñarme el ojo, de un modo francamente libidinoso. ¡Ya no cabía ninguna duda! Poco o nada me importaban los signos vitales de la enferma, sus síntomas o lo que fuera. Mis pensamientos volaron más adelante: impensadamente fui viendo de reojo los sillones, los sofás y mullidos cojines de los muebles de la habitación como si, de pronto, una tromba marina me hubiera tomado entre sus vértigos y me hubiera elevado a lo más recóndito y bello del Universo. ¡Esto era fantástico! No sé en qué momento formulé el diagnóstico y extendí la receta médica, pero una vez más volteé la cabeza, mis ojos de enamorado se posaron suavemente sobre los ojos de esa maravillosa monja y ella, por tercera vez, me dio a conocer su perentorio mensaje cerrándome su ojo derecho. Yo estaba fascinado, entonces… La Madre Superiora me formuló una pregunta:


─Doctor, ¿terminó de examinar a su paciente?


─¡Sí, Madre! ─respondí.


─Entonces ─dijo, dirigiéndose ahora a la Madre anciana─, ahora, Sor Custodis, retírese a su habitación, por favor.


La anciana se levantó de su asiento con cierta dificultad, se inclinó hacia adelante y emitió un quejido casi imperceptible, antes de adquirir la bipedestación. Luego se retiró de la habitación, arrastrando suavemente los pies, algo encorvada y en silencio.


Sentí terror al saberme solo con la monjita de los ojos azules, pero un terror maravilloso, lleno de pajarillos amarillos que volaban por todo el convento. Recordemos que ya había mirado de reojo los mullidos cojines que cubrían un espacioso sofá situado a unos tres o cuatro metros de distancia. Hay que recordar también, que la habitación estaba a media luz y que mis pensamientos me habían llevado vertiginosamente en un torbellino incontrolable a asumir anhelos que surgían de mi alma y de mi corazón. ¡Suspiraba! El silencio y la penumbra de ese lugar santo completaban el cuadro y yo estaba absolutamente dispuesto a decirle un rotundo “¡Sí!” a todo tipo de pregunta o proposición que ella me formulara.


La Madre Superiora volvió a dirigirse a mí y me preguntó:


─Doctor… ¿Podría usted ahora, examinarme?


De inmediato imaginé lo peor, lo obvio, lo que no podría ser de otra manera, lo que los apasionados ojos de esa monja me pedían a gritos en ese recinto. Todo lo pensé velozmente en medio del juvenil entusiasmo y de la desbocada cabalgata de mi rebosante corazón, y respondí casi en un susurro:


─¡Sí, Madre!... ¡Lo que usted me pida!


Por supuesto que tenía la seguridad de que la madre me pediría esto y aquello, en esa habitación a media luz, en medio de los cojines mullidos del sofá. Podríamos haber cerrado la puerta con llave y disfrutar del silencio del monasterio justo después de apagar la luz, ella y yo solos, solos en medio del silencio de todo el Universo y… ¡Ser inmensamente felices! Ella y yo… ¡Juntos! Sin importar el infierno que nos recibiría en el más allá, total, aquello era tan hermoso que no podía perdérmelo. Yo, sinceramente, esperaba con cara de bobo, ansioso, la siguiente pregunta o solicitud de la Madrecita. Entonces, ella me dijo con una voz muy pausada:


─Doctor, lo he esperado hasta después de que examinara a Sor Custodis, para… solicitar su ayuda… Hace tres días que sufro de un tic en el ojo derecho.


“¡Plop!”


Una vez aterrizado y algo desintegrado física y anímicamente del chascarro, intenté mantener la compostura, examiné discretamente a esa belleza y le extendí una receta por un ansiolítico simple. Luego me acompañó hasta la puerta del convento y me despidió formalmente.


El frescor del aire nocturno me azotó el rostro, fue gradualmente bajando mi temperatura. Ya más sereno, ¡y libre de pecado!, me alejé del convento, silbando… Había dejado atrás ese horrible infierno que me esperaba con toda seguridad al fin de mis días.


Sor Custodis, la anciana monjita, y esto es lo más importante de la historia, se recuperó satisfactoriamente de aquella enfermedad que la aquejaba y luego de un par de años se recluyó voluntariamente en uno de los Hogares para Monjas que la Congregación mantiene aún en San Bernardo donde, algunos años más tarde, falleció de muerte natural.


Y yo, por mi parte, no pude olvidar nunca el angelical rostro de la Madre Superiora.


Escrito por:

Medardo-Urbina


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