NUNCA MÁS
Su rostro petrificado por el miedo invadió cada uno de mis pensamientos. Pero no. No. Quien tenía miedo era yo. No. No solo miedo. Estaba aterrada. Mi cuerpo tembloroso era clara evidencia. El frío mango del cuchillo titubeó en mi mano sudorosa. ¿Cómo había llegado ahí? Lo cogí con fuerza, con paradójica seguridad, como si mi vida dependiese de ello, porque de hecho, así era.
Comencé a acercarme. Sus ojos inyectados en sangre. Tirado en el piso de mi cocina, su cabeza apoyada en un recoveco de la pared, parecía un perro; como lo que era. Como me había hecho sentir los últimos diez años. Su cuerpo temblaba. Cobarde, pensé. ¿Quién es el fuerte ahora? ¿Ah? Una repentina mirada de súplica me atravesó, calando hondo, y me detuve. No, repetí. No. Es muy tarde para disculpas. Continué.
—A… A… An… Anita... —musitó. Su voz frágil, cargada de remordimiento, me enfureció.
Avancé más rápido, dejando atrás la mesita que alguna vez compartimos para comer. Junté mis manos alzadas en torno al mango del arma. Cerré los ojos. Me agaché con vigor al tiempo que lo apuñalé. Una, dos, tres veces. Nunca era suficiente. Debía asegurarme. Debo asegurarme, me justifiqué mentalmente. Sentía la sangre caliente manchar mis manos, casi como si las estuviera metiendo en sus asquerosas heridas. Una corriente de pánico y repulsión me recorrió. No quería nada de él. Nada. Nada, mascullé agria. Entonces me paralicé y abrí los ojos, intentando hallar la procedencia del repugnante olor. Hierro. Hierro y moho. Hierro y humedad. Hierro y alcohol. La escena que se desplegaba justo en frente de mí me estremeció. Al ver mis manos ensangrentadas con el cuchillo tan firmemente asido y el pecho de Ramón completamente destrozado, mi cuerpo volvió a temblar sin control. Mi visión se nubló.
¿Por qué?, pensé. ¿Por qué lo hice? Solté el cuchillo con dificultad. Lo lancé lejos, fuera de mi vista. ¿Por qué? Me acerqué las manos a la cabeza entre sacudidas. Manchó mi frente, mi pelo, mi cara. Lo tenía en todas partes. ¿Por qué lo hice? Mi sollozo invadió el cuarto. Pronto, mi motivación volvió a hacerse válida. El olor de su sangre me devolvió el vigor. Hierro. Hierro y moho. Hierro y humedad. Hierro y alcohol…
Su hedor a licor barato inundó mi cocina por quinta vez en la semana. Lavaba los trastos en el fregadero. Me estremecí cuando lo sentí acercarse por mi espalda. Su aliento se detuvo en mi hombro izquierdo y su respiración entrecortada me heló los huesos. Incapaz de articular una palabra completa masculló un agrio cómo estai. Me alejé de su pestilencia y dejé la loza ahí. Fui al cuarto en busca de la ropa sucia. El niño dormía en la cama plácidamente. Cuánto envidiaba su tranquilidad. La había perdido hace tanto.... Oí a mi marido hacer ruidos en la cocina y evité lo más que pude ir allí, pero no fue posible por mucho. Comenzó a vociferar mi nombre y mi corazón se sobresaltó al instante. No otra vez. Toqué mi vientre en un acto reflejo y luego fui hasta la cocina.
—¿Qué te pasa? —cuestioné, tratando de moderar el tono de mi voz.
Su dificultad en el habla se desvaneció en cuanto me dio la orden:
—Quiero mi comida —gruñó—, prepárame algo rápido.
Imbécil, murmuré, y ese pudo ser quizá mi mayor error. Se acercó a mí desafiante y retrocedí un paso.
—¿Qué dijiste? —preguntó. La nariz roja se mimetizó con su cara, ahora roja por el enojo.
—Nada —respondí serena, pero completamente asustada.
Avanzó otro paso, yo retrocedí:
—Repite lo que dijiste —exigió.
—¡Ya te dije que nada, hombre! —grité sin pensar.
—¡Qué te creí que me vení a gritar, Ana! —su puño golpeó la mesa con fuerza y el jarro con jugo vibró sobre ella. Mi cuerpo débil comenzó a temblar—: ¡Prepárame la comía te ‘ije! ¡Y te apurai! —ordenó agarrándome de la ropa y me jaló hasta el mesón.
El alcohol lo tenía fuera de sí.
Para cuando lo noté, mis manos temblorosas tomaban las verduras del refrigerador con torpeza. Quizás por eso se exasperó y me tomó del chaleco —pero apuurate po Ana, ¿qué te creí que tengo to’o el día? —En un gesto involuntario alejé su mano de mi ropa, pero me la tomó con fuerza y dobló mi muñeca.
—Ramón, me duele… —dije, tratando de ocultar el temblor de mi voz. La idea pareció gustarle y no aflojó el agarre. Lo vi. Lo vi en sus ojos y fue inevitable no rendirme—: Ramón, por favor, no me peguí otra ve’ —rogué, y de nuevo mi mano libre se posó en mi vientre.
—¿Y por qué te tocai la guata?, ¡¿ah?! —dijo tomándome la mano. Me ovillé, con mis manos alzadas en su poder.
—Po… por nada —contesté temerosa. No puedo decirle, no puedo.
—No me mintai —dijo, zamarreándome.
Estaba fuera de control. Quizás, si se lo decía, aplacaría un poco su ira. Sin preverlo, me tomó por el cuello. ¿Tardé demasiado en responder? Mi voz ahogada logró articular las palabras suficientes:
—Em…barazada… estoy… embarazada, por favor… — rogué.
La sangre agolpada en mi cara, perdía el aire. ¿Iba a matarme? Me soltó ante la sorpresa de mi confesión y caí al suelo, junto a la mesa, entre jadeos. No alcancé a recuperar mi aliento cuando empezó a patearme en el piso. Una, dos, tres veces. Nunca era suficiente. Que no era de él, gritó, y el resto fue solo insultos que no pude comprender. Choqué con una pata de la mesa por la fuerza de sus golpes, y el jarro de jugo se volteó. El piso mojado y lleno de vidrios hicieron que resbalara. Se golpeó la cabeza contra la muralla en una voltereta que en otro momento me habría causado gracia.
Al fin pude respirar. El cuerpo me dolía. ¡Cómo dolía! Me levanté a tientas, aprovechando su inconsciencia momentánea. Tomé el cuchillo que había en el mesón. No iba a matarme. No iba a golpearme otra vez. No me iba a tocar. No más. La adrenalina se apoderó de mí al instante. Sentí mi sangre hervir y me acerqué a él sin titubear, cuando recobraba el sentido.
La voz del niño me hizo volver. Se había despertado. Sus pequeños pasos me alcanzaron en la cocina y su rostro impactado me conmovió brutalmente. Sin embargo, por su menudo cuerpo corría aún su sangre y yo, yo no quería nada de él.
Escrito por:
Javiera-López-García