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GAVIOTAS


¡Niño malo, niño malo!, gritaban a coro sus únicas amigas y vecinas, Melissa y Violeta, quienes habían presenciado la muerte de una pequeña lagartija de colores que Enzo acababa de matar, cortando la cabeza de la infortunada con un afilado cuchillo.


Doña Leonor consentía todos los caprichos de su único hijo, mientras el padre, austero y dominante, solo pensaba en verlo seguir la carrera militar, igual que él, pero el destino del muchacho sería otro muy distinto. A los diez años su entretención favorita era jugar con toda clase de insectos, ranas, palomas, los que mataba y les abría sus cuerpos como en una autopsia, para estudiarlos según él, sumergiéndolos en alcohol y así ver cómo morían con lentitud.


Pasó el tiempo y poco después de cumplir quince años, murió repentinamente su padre. Vinieron tiempos difíciles para la familia, aún así, su madre lo apoyó en sus estudios hasta conseguir su título en biología. Siempre fue alumno destacado en ese ramo, y ya adulto, su afición por descuartizar pequeños animales se había acrecentado, combinando su trabajo de profesor con lo que él llamaba su hobby, el cual nadie conocía salvo su amiga Violeta, la que desde siempre estuvo enamorada de Enzo, secreto que guardaba con celo.


A pesar de ser un tipo retraído y poco sociable, con ella se mostraba simpático y amable. Con el correr del tiempo, se fueron enamorando y después de un corto noviazgo se casaron.


Violeta, amante de los animales, tenía a César, su gato regalón y un perro de raza pequeña llamado Ulises.


Ella se ausentó unos días para visitar a su familia y le encargó a su marido que cuidara a sus animalitos. Al volver, lo primero que hizo fue preguntar por sus regalones.


“¡Ven! —dijo Enzo a su mujer—, no creas que me olvidé de nuestro segundo aniversario de bodas, tengo una sorpresa para ti”. Luego de abrir la puerta de la habitación, le mostró sobre una mesa a César, su gato adorado, recién embalsamado, con los ojos brillantes y desorbitados, como pidiendo auxilio. Violeta estuvo a punto de caer desmayada, no podía creer lo que estaba viendo. “¡No te pongas así mujer!, lo tendrás para siempre contigo, después lo haré con Ulises, tu perro regalón” dijo con una sonrisa que a ella le pareció diabólica y se preguntó: “¿Quién es este hombre con el que estoy compartiendo la vida?”. Un fugaz y decisivo pensamiento cruzó por su cabeza: Por mucho que lo amara, se separaría de él, anteriormente lo había hecho con sus dos canarios y ahora esto, no podía perdonarlo.


Pocos meses después regresó a casa de sus padres, llevando a su perro para evitar que corriera la misma suerte. Nunca más quiso saber de Enzo, quien siguió con su vida de hombre solitario. Pasaron los años, se fue a vivir a una pequeña playa donde nadie lo conocía, se convirtió en artesano haciendo preciosas joyas que vendía a los turistas cada verano, las que tenían mucha aceptación por lo originales y exóticas. Todos preguntaban de qué material estaban hechas. “¡Son importaciones de la India!”, decía con gran desparpajo y seguridad. Lo que nadie sabía era que aquellas perlas negro-rojizas tan brillantes eran los ojos de las gaviotas que él mataba día a día.


Los años se le vinieron encima. Viejo y encorvado fue quedando ciego, y casi no salía de casa. Las gaviotas, alborotadas y furiosas, no dejaban de volar a la espera de caer sobre su cabeza. Porque ellas sí sabían de qué estaban hechas esas joyas.

Escrito por:

Patricia-Herrera-Riquelme

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