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VÉRTIGO


Así es como la vida se te va de las manos. Un día abres los ojos, y al otro ya no. Visto de esa manera, no sé por qué me sorprende encontrarme aquí. Llevo horas deambulando. La luz blanca y brillante me cansa la vista. No hay sol, ni tierra. Solo albura. El infinito y la nada al mismo tiempo. Una espiral vertiginosa de constante duda y certeza. He caminado en círculos, o quizá en triángulos, ¿quién sabe?, podría ser hasta en línea recta. Mi piel verdosa contrasta de forma grotesca con mi entorno, y entonces me doy cuenta de que no llevo ropa. La piel se me eriza sin motivo y siento frío. Pero aquí no hay viento, ni siquiera puedo asegurar que haya aire, y, sin embargo, aún respiro. Una voz gutural rompe el silencio y mi corazón se desboca.


—Tres, dos, uno.


El escenario cambia. Bajo mis pies crece la hierba silvestre. La humedad del bosque me inunda. El verde de los árboles es intenso, vivo. Del cielo rojo caen gotas espesas. No es agua, y la piel me arde. Echo a correr en busca de refugio. Mis pies descalzos se magullan conforme avanzo. ¿Dónde estoy esta vez? La noche cae de pronto y deja de llover. El gorjeo de las aves y el chirriar de los grillos se propagan hasta alcanzarme. Tengo miedo. Me detengo sin pensarlo bajo un enorme roble. Lo reconozco como el mismo que hay detrás de mi casa. Sus grandes hojas parduscas se sacuden por el viento, parecen danzar, y su voz ancestral no tarda en oírse: —Lo que buscas no está aquí —susurra. La confusión se apodera de mí. ¿Qué es lo que busco? De pronto, ya ni sé cómo me llamo. —Lo que tú buscas no… —la voz gutural interrumpe su siseo, y una cuenta regresiva acelera mi corazón—. Tres, dos, uno. El agua me llega hasta la cintura, y siento pánico. No sé nadar, e intento salir rápidamente. ¿Es el mar?, ¿un lago?, ¿un río? La sal hace escocer mis labios heridos, y siento las olas golpear tras de mí. Caigo de bruces en la arena fría. Mi cuerpo tirita sin control y me cuesta respirar. El día es gris, sombrío. Huele a humo por doquier, a madera quemada. Conozco ese olor. ¿Qué me iba a decir el roble? Golpeo la arena con mi puño. Todo es inútil. No acabaré el juego, él me acabará a mí. Intento ponerme de pie, pero mis miembros entumidos se niegan a colaborar. Despierto a oscuras. El pesado olor a humo aún sigue en el aire. La temperatura de mi cuerpo se ha normalizado. Me muevo a tientas frente a algunas palmeras. La sed me arde en la garganta y no hay agua. Tropiezo con algo redondo y peludo. Reúno fuerzas y parto el coco contra una de las palmeras. Bebo el agua y su dulzor me produce náuseas. Me alejo de la playa con cada paso. ¿Será esta una isla? No lo sé, pero me siento terriblemente sola y quiero llorar. Una voz aguda a mis espaldas alerta mis sentidos y volteo a mirar. Una criatura grotesca de ojos amarillos me observa. Luego repite lo que antes no entendí: —Tampoco está aquí —gruñe. Me acerco un poco y sus ojos me marean. Trato de afirmarme en una palmera para no caer, pero es inútil. Termino sentada en el último tramo de arena de la playa. La criatura se acerca y sus orejas de conejo me distraen. Se para en mis piernas. Mi corazón amenaza con salirse del pecho.


—Es muy tarde —señala, insistiendo en posar sus ojos en los míos.


—Déjame —murmuro; la bilis en mi garganta.


—Tres, dos, uno —gruñe, y desaparece frente a mis ojos.


Una mujer yace en el suelo, aparentemente inconsciente. Me levanto apenas, y las tablas del piso chirrían. Huele a moho, a tierra, a encierro. La luz tenue se cuela por una ventana desvencijada. Me pica la nariz, soy alérgica al polvo. Es una casucha pequeña. Una cama, una mesa y dos sillas. La mujer tose, entonces me acerco. Es mi madre, y me derrumbo a su lado. Las manos me tiemblan, ¿cómo llegó aquí? Golpeo sus mejillas, no reacciona. La sacudo, la abofeteo, lloro. Y abre los ojos.


—Perdiste —susurra, y esboza una sonrisa.


No es mi madre, y yo, yo me he dejado vencer.



Escrito por:

Javiera-López-García



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