UN VIAJE SOÑADO
El viaje se había convertido en una verdadera obsesión para José Miguel. Le enseñaba a Marcela, su mujer, un mapa con los puntos más interesantes. “Como tú sabes, la selva Amazónica pertenece a varios países de Sudamérica —le decía—, nace en Perú, se extiende por Bolivia, Brasil, Ecuador y varios países más. También hay tribus de nativos, aunque solo algunas se pueden visitar para no correr riesgos innecesarios. Recuerdo lo fascinante de este viaje con mi curso en esa gira de estudios, nunca olvidaré aquella tan linda experiencia, y ahora ir contigo será maravilloso”. Solo faltaban tres días y ultimar detalles para emprender el viaje.
Se encontraban en el aeropuerto peruano, era mediodía y el calor del recinto sofocante. Sumado al ajetreo de los cientos de personas que transitaban por el lugar, hacía que José Miguel se impacientara por la tardanza del bus que los llevaría al interior, hasta una hostal donde se hospedarían esa noche. Allí se unirían a otros turistas que conformarían la expedición, doce personas en total.
A las 7 de la mañana siguiente, estaban recibiendo las primeras instrucciones de un guía y un asistente, quienes les indicaban qué no se debía hacer, como por ejemplo, no alejarse del grupo más de treinta metros, no ir de pie en la embarcación que los llevaría en algunos tramos por el río Amazonas, pues era peligroso por los caimanes, las pirañas y otros animales que abundaban en esas aguas.
La primera caminata se hizo por senderos angostos y escarpados donde el follaje del bosque hacía difícil el avance. El calor y la pegajosa humedad contribuían al cansancio del grupo, mientras el sol de la tarde luchaba contra la espesura de ese cielo vegetal entrando como pequeñas agujas a contraluz. Luego de caminar casi tres horas llegaron a un claro de la selva, se detuvo la marcha para refrescarse, ingerir alimentos y beber mucho líquido.
José Miguel anotaba en su libreta todo lo que acontecía, como lo referente a las sorprendentes aves de hermosos colores y variadas especies que apenas se dejaban ver en lo alto de los árboles, en sinfonía de cantos en plena libertad, lo que le parecía un sueño. Pensaba que estaba apreciando mucho más que la vez anterior: variedades de monos cariblancos y otros aulladores aparecían por entre las ramas, saltando como gimnastas incansables, chillando molestos por la invasión, y qué decir de la sorprendente cantidad de mariposas alrededor mostrando su danza multicolor. Se extasiaba viendo cómo los troncos de los árboles cobraban vida con el ir y venir de insectos de gran tamaño y variadas formas. Las plantas y flores exóticas producían temor por su gran tamaño, como las llamadas “plantas carnívoras”, que eran las más impresionantes de todas por su gran altura y olor desagradable. En la mañana extienden sus grandes pétalos para cerrarlos por la tarde, y así, capturar a todo ser vivo que atraído por su olor, queda atrapado en su centro gelatinoso. José Miguel, impresionado, reconocía nunca haber visto algo igual.
El regreso se hizo por el gran río, en una lancha que los esperaba a poca distancia de ahí. Impresionaba ver la embarcación rasgando el agua como si fuera una agitada gran sábana oscura. A un costado los manglares con su espesa vegetación, se movían de vez en cuando con la presencia de algún animal acuático. De pronto se divisó un gran movimiento que removió toda la superficie; “no se preocupen —dijo el guía—, es una anaconda, son inofensivas” —Hablaba con tanta naturalidad, que todos se asombraron—. “Y no son venenosas”. Pero de tan solo ver su volumen, quedaron paralizados.
Más adelante, por las orillas, se divisaban algunos cocodrilos, que al ruido del motor se sumergían rápidamente. Todo parecía un sueño para José Miguel. Le comentaba a su mujer: “Esto es increíble, y a la vez maravilloso! Terminada la jornada, todos se fueron a descansar, agotados pero felices, esperando el segundo día de expedición.
Al clarear, José Miguel se aventuró solo por la selva, llegando a un paraje donde había una cantidad enorme de plantas drosera gigante o carnívora, como se les llama. Todas lucían sus grandes pétalos como verdaderas alfombras aterciopeladas de un color rojo intenso. Quería fotografiar muy de cerca esa maravilla y se acercó cuidadosamente hasta llegar frente a la más grande de todas, que lo sobrepasaba considerablemente. Se acercó, y al pisar uno de sus pétalos, se recogió con rapidez atrapándolo con fuerza. Él luchaba por zafarse de aquella prisión, pero todo era en vano, sus fuerzas lo abandonaban y lanzó un grito desesperado que Marcela pudo escuchar desde la ducha.
—José Miguel, levántate!, nos espera un nuevo día de aventuras.
Escrito por:
Patricia-Herrera-Riquelme