EL GUATÓN GUAJARDO
“Julio Guajardo Salinas”. Interrumpió bruscamente la lectura, se le quedó la vista adherida a ese nombre. Lo repitió en voz alta un par de veces, como para que el sonido le ratificara lo que el conjunto de letras significaba:
“Ju – lio – Gua – jar – do– Sa – li – nas”. La articulación de las sílabas lo sobresaltó.
–El guatón Guajardo –agregó al cabo de un instante, cerrando el diario como si este ya hubiese cumplido su cometido. Aquella noticia ya no era tal, porque de una u otra forma, sabía que algún día la podía encontrar. El tiempo solo había aminorado la conmoción de los hechos.
Largo rato permaneció empuñando las hojas, prisioneras entre sus manos. La brisa marina de la mañana pareció querer arrebatárselas por un instante, al tiempo que dirigía su mirada vacía hacia los techos de las casas, recortados en caprichosos escorzos sobre el espeso cobalto del mar, difuso tras la niebla.
–Guatón Guajardo –repitió, luego de haber exhalado un hondo suspiro mientras se ponía lentamente de pie.
A media mañana, cuando hacía correr la plancha por la geométrica línea del pantalón de su temo negro, dejó que su mente saliera de nuevo al encuentro de su compañero. Una sonrisa se dibujó en sus labios mientras mantenía la plancha suspendida. Lo vio aquella mañana, en su escritorio, mordiendo su eterno lápiz de madera. Aquella vez, había entrado a la oficina un vendedor de camisas y todos se agolparon en torno a este para elegir la mercadería y registrar sus nombres, a fin de realizar el pago el mes siguiente.
Cuando los demás ya se habían anotado, Guajardo se acercó al vendedor:
-¿Cuánto valen? -Dijo con estudiado desinterés.
-Cuarenta escudos, señor.
-¿Y cuándo se pagan?
-El mes que viene. Solo debe darme su nombre y anotar la cantidad de prendas que compre.
Guajardo revisó minuciosamente las camisas que quedaban en las cajas, en silencio, con el lápiz en la boca.
-Necesito... Tres de estas, tres de estas otras, y seis de aquellas.
-Aquí solo tengo las muestras, las que usted compre se le harán llegar durante la semana…
-Anote todo lo que le indiqué.
El hombre escribió, nervioso, lo que el cliente le decía. Le pidió que le diera su nombre, el aludido obedeció y cerraron el trato.
Al día siguiente, a primera hora, le hicieron llegar su pedido. A la hora de almuerzo, cogió el paquete y salió de la oficina, ubicada en Estación Central. Cruzó la Alameda, caminó una cuadra hasta Romero y en el local de la Caja de Crédito Prendario entregó las camisas. De vuelta le vendió el vale a alguien, y a la salida, jubiloso, invitó a sus colegas a comer perniles donde El Jaque, su sitio habitual de comilonas.
El recuerdo se dibujaba claro en su mente. Con el pantalón apoyado sobre el costado de su pierna, revisó una y otra vez la raya. Solo cuando comprobó la precisión geométrica de esta comenzó a vestirse. Finalmente, se calzó el sombrero y cuando el espejo empotrado en la puerta del ropero le señaló que todo estaba perfecto, salió de la casa para coger el ascensor que lo dejaría en el plan para tomar el bus a Santiago.
Por la ventana del inmenso vehículo, dejó que su vista se perdiera en el ocre de la costa lejana, que circundaba el mar en el otro extremo de la bahía. Tras las últimas casas, precariamente ancladas a las laderas de los interminables cerros, vuelve a aparecer la figura del guatón Guajardo, en su escritorio; ocupando ahora el otro extremo de la amplia y antigua oficina. Recuerda que cuando se aproximaba el medio día, al mes siguiente de la flamante compra que Julio realizara, apareció el vendedor de camisas y uno por uno se le fueron acercando los deudores para cancelarle. Solo faltaba el guatón Guajardo, quien no dio ni una muestra de interés en adherirse al proceso. Después de un rato, el comerciante decidió acercarse hasta su escritorio.
-Don Pedro, ¿me permite?
-¿Cómo? ¿A mí me habla?
-Sí, a usted… ¿Puedo cobrarle las camisas?
-¿Qué camisas?
-Las que le mandé el mes pasado… Usted mismo las eligió, aquí está el listado -dijo el hombre, mostrándole su libreta- son doce camisas a nombre de don Pedro Sepúlveda.
-¿Pedro Sepúlveda? No, ese no soy yo. Mi nombre, para que usted lo sepa, es Julio Guajardo Salinas ¿ve?, aquí está mi carnet, por si tiene alguna duda -dijo colocándole el documento delante del rostro.
El hombre lo miraba con los ojos desorbitados, sin atinar a hacer ni decir nada.
-Pero si usted mismo me dio ese nombre. . .
-¿Cómo se le ocurre? ¿Cree que soy un sinvergüenza?, por lo demás ¿ve que esté usando alguna de sus camisas? Y ahora, déjeme trabajar tranquilo porque estoy muy ocupado.
El aludido, confundido y frustrado, se retiró del lugar.
A través de la ventana comienzan a aparecer los bosques de pino sobre la tierra rojiza y una sombra fría parece hacer reverencia al paso presuroso del bus hacia Santiago. Vuelve entonces el recuerdo del guatón, en su escritorio, rodeado por todos los de la oficina, que después de un rato de seriedad tras la salida del vendedor, han reventaron en un ataque de risa.
Entonces, saca de nuevo el diario para ratificar la hora:
"Los funerales del señor Julio Guajardo Salinas se efectuarán en el día de hoy a las 16.00 horas, en el Cementerio General, Puerta Recoleta".
OBITUARIO
Escrito por:
Armando-Aravena