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SIN CADENAS


Una vez encontré sus ojos, aquellos ojos luminosos que expresaban mil cielos y mil infiernos, entrelazados en un caos amoroso sin fin; y me llamaron a perderme en su caos. Mi alma gritó clamando por algo parecido a un abrazo, un acercamiento, un agarre que me absorbiera hacia el mundo de aquella mirada maravillosa. Me encontré entonces con su presencia, intensa y ondulante. Me llamaba a permanecer ahí, a escasos metros a la redonda, dejándome seducir por sus olas calmas y chispeantes… Era la paradoja hecha energía, jugando con mi voluble intensidad; y creí que no podría escapar…

Más tarde, esa energía vino a mí. Fue como el calor de mil soles abrasando mi diminuto corazón. Hervían mi sangre y mi calma.

Luego escuché su voz, que resonó en mi interior por horas que se presentaron eternas y hermosas, compartiendo historias que fueron absorbidas por mi cerebro de manera automática, pues lo que más me mantenía ahí, tranquila y expectante, era la melodía de sus palabras al hablar. Pensé que si cerraba los ojos solo por un instante, mi espíritu danzaría y yo me quedaría así, calma, por siempre jamás.

De su mirada llegué a su voz y de su voz a su cuerpo. El contacto de sus manos suaves y protectoras, fue suficiente para hacerme temblar… Contuve el aliento, me acechaba la sensación de que, solo con exhalar, mi cuerpo dejaría de existir y mi mente vagaría eterna y loca entre risas y encantos que jamás volvería a presenciar.

Sus manos me llevaron a sus labios y a la calidez de un momento único que danzaba entre destellos violetas y blancos alientos… La visión ya no era necesaria; me bastaba la sensación cálida de su energía despertando cada una de mis células, llevándolas a bailar libres y extasiadas en sincronía con cada vibración de mi cuerpo, que se erizaba al contacto de su piel afectuosa.

Me transformé en una mezcla de dicha e incertidumbre; cuestionándome si aquello era correcto e intentando abatir ese pensamiento con cada espasmo de felicidad incrédula que amenazaba con detonar en mi interior...

Y él estuvo ahí; alrededor de mí, dentro de mí, sin ser consciente quizás del caos que se formaba desde mis entrañas hasta el campo más invisible, más allá de mi cuerpo físico. “Demasiado bueno para ser cierto”, pensé.

Transcurrieron las horas en el reloj, y los días en el calendario entre risas, abrazos, caricias, dudas, sensaciones y miradas; y siempre me perdí en el encuentro de esos ojos que lograban despertar cada vez una experiencia nueva en mi sentir. Me descubrí dispuesta a quedarme ahí, entregada a la perdición encantadora que ofrecían sus pupilas… Logró calmar las aguas intranquilas de mi ser; pero solo fue cuestión de tiempo, pensamientos y necesidades, para que decidiera alejarse y buscarse a sí mismo. Y me quedé ahí, con la sensación de un último abrazo sin calidez y la vista pegada en una puerta cerrada. Las lágrimas nunca llegaron a mis ojos, ni siquiera acusaron su presencia… Solo hubo desconcierto.

Luego se hizo el silencio.

Fueron varios días en los que mi única compañía fue el vacío en mi interior, como si yo hubiese sido un objeto a quien quitasen una parte importante de su propio cuerpo; de su propia esencia.

Viví así el desconcierto de mi alma y el silencio de mi mente, como si el caos ya no quisiera ser parte de mí y por igual las sensaciones de ternura se hubiesen esfumado. En silencio caminé, en silencio esperé, y en silencio comprendí… Pero el trozo faltante no volvió.

El tiempo pasó y me trajo de vuelta consigo una sonrisa y un abrazo intenso bajo las estrellas y la orquesta del mar, y solo entonces volvió a encajar en mí la pieza faltante del rompecabezas que yo era. Tuve de vuelta el vértigo de un beso imparable y el tranquilizador aroma de su cuerpo.

Volvió con ello la dicha, sin desbordamientos ni inquietudes, con la mirada fija en la realidad tangible y el alma llenita de cosquillas coquetas. Sin embargo, no volvió a mí su mirada; aquella que exteriorizaba un universo en colisión junto al armonioso paraíso, ahora era diferente, sensata. Me llené de aquella nueva visión y dejé que me sorprendiera y me enseñara lo nuevo que tenía para ofrecer. Encontré su sonrisa, sus manos, su calor y la melodía de su dulce voz. Planté los pies en la tierra y alcé el corazón al cielo para disfrutar por completo de su imperfecta perfección. Me sentí en paz, y fue aquella misma paz la que me entregó respuestas.

No obstante, al poco tiempo de aquel reencuentro con la calma de mi espíritu, me di cuenta de que aquello tan maravilloso, se tornaba difícil. La tranquilidad se inquietaba y los pensamientos se revolvían. Miré hacia atrás, me vi a mí misma y visualicé todo lo que quedaba inconcluso, todo eso que había logrado crear en mi tiempo de silencio.

Solo hubo un encuentro, y lo había disfrutado como nunca otro. Amé su cuerpo desnudo rozando el mío, dejando estelas de calor ahí donde su ímpetu se deslizaba. Aunque solo fue un encuentro… Uno que marcó una segunda despedida. Esta vez, las lágrimas sí vinieron, inundando mis ojos y nublando mi mente. Se hizo presente la incomprensión y tembló mi interior. Solo pude abrazarme a mí misma, hasta la llegada del silencio.

Soñé. Esperé. Entendí, una vez más, y escuché atenta la voz imperceptible del vacío, y llegó por última vez la comprensión. Se hizo a mí en forma de letras y texto; sonreí y me tranquilizó su lectura; esta vez, aquel trozo de mí se quedó conmigo, al igual que la calma. Sus palabras llenaron mi interior y apaciguaron mis pensamientos. Me llené de la dicha de su segunda despedida, comprendiendo del todo que me embelecé de sus brazos pero me enamoré de sus alas. Entonces llegó la libertad, en conjunto con la infinita felicidad de sentir que a través de esta lo amaba, y seguí amando sus ojos, su sonrisa, su voz y su existencia… Simplemente amé sin poseer a la perfecta imperfección que dejó en mi alma, un vibrato de emoción sin fin.



Escrito por:

Sandybel-Ortiz-Reyes

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