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LA ESCARA


No sé como sucedió, pero aquella mañana desperté con una horrible erupción en la espalda, y fue entonces que decidí ir a ver al doctor.

Los médicos nunca me han gustado; cobran caro, te llenan de recetas y luego te piden hacerte varios exámenes que, a veces, ni vienen al caso.

Extrañamente, el dermatólogo que me revisó dijo que no era nada, que solo se trataba de un poco de alergia, y me recetó una crema de esas que una ni conoce.

Volví con el famoso tubo de ungüento en la mano, con menos plata en el bolsillo y una rabia que casi me comía. Me acusó de tener alergia nerviosa, que esa quizás sería mi primera erupción de las que luego vendrían y, que si la cosa empeoraba, debería entonces hacerme examinar la sangre.

Odié al dermatólogo, por su poco interés en mi problema, y odié la crema ¡la odié..., la odié! Era hedionda y pegajosa, parecía baba de caracol por su viscosidad. Me la puse con asco, con verdadero recelo sobre aquella enorme herida. Tendría que esperar algunos días para ver los resultados… Pero no llegaron; la erupción creció y se convirtió en una costra dura, verdosa.

Nuevamente pedí hora con el doctor pero llegado el momento, no fui. No tuve ganas de verle la cara, ni de que me pidiera más exámenes y me recetara otro ungüento, total, yo también podía curarme; tenía un libro de hierbas que me ayudaría. Las mujeres sabemos de eso, somos enfermeras innatas. Recorrí las páginas que me librarían de mi tormento, revisé cada una de las recetas hasta que hallé la mejor: lavados con toronjil cuyano. Según el libro, era un cicatrizante muy eficaz.

No tardé en preparar la infusión. Durante tres días me coloqué paños con el “remedio” sobre la espalda, y pareció funcionar. El pus, que antes escapaba por los bordes de la costra, se detuvo y la dolencia disminuyó.

Me reí del médico por el logro que obtuve. Mejoraba sin su ayuda, sin su ungüento y sin darle ni un peso. La escara cedía tras cada lavado y se iba resquebrajando, dejando mi piel libre… O eso fue lo que pensé.

A la semana siguiente, apareció otra erupción en mi espalda y esta sí que era de dimensiones horrendas, luego siguió la fiebre..., y después el vómito. Tuve ganas de no haber vivido nunca sola, porque no podía ni levantarme de la cama.

Lo peor de todo, fue que la erupción se convirtió en una nueva escara, esta vez, mucho más purulenta, incluso hasta podía vérmela en el espejo.

Quise llorar de rabia, pero soy una mujer orgullosa: esa ulceración en la espalda no me la ganaría, tampoco el médico y sus ungüentos. Revisé otras páginas de mi libro de hierbas y lo intenté de nuevo, sin éxito; la escara seguía expandiéndose sobre mi cuerpo. Era repugnante, fétida hasta hacerme contener la respiración. Si la tocaba, algo pegajoso se me quedaba en los dedos, como si la piel se me pudriera con la rapidez de la lepra, por eso no tuve valor ni para llamar al médico; no quería que nadie me viera en tan lamentable situación.

No pasaron muchos días para que la terrible llaga me alcanzara la parte superior del cuello. Una supuración oscura y sucia que venía del interior de la gigantesca costra fue mojando mi cama. Percibía mi cuerpo ahora como una masa hinchada y fofa, incapaz de moverse siquiera de la cama. Sentí rabia y dolor por lo que me pasaba, ¿por qué el destino me castigaba de ese modo?

Entonces, un lejano suceso vino a mi mente:

Hacía un mes atrás y, como venganza a una vecina cuyo gato detestaba, decidí hacer una de la cosas más extrañas. Una vez que su dichosa mascota liquidó al último de mis canarios, lo cogí y lo enterré vivo en el jardín; cómo luchó el animal cuando traté de introducirlo en la caja que sería su ataúd, fue para no olvidarlo: el alargaba una y otra vez sus afiladas uñas desde el interior y, en uno de sus desesperados movimientos, un zarpazo me alcanzó un costado de la espalda, no le di ninguna importancia, ya que a pesar de sus esfuerzos, el miserable felino terminó sellado ahí dentro y ni siquiera sus lastimeros maullidos provocaron compasión en mí. Enterré la caja con la misma alegría con la que sembré mis petunias, y me olvidé del gato. Lo olvidé en medio del jardín, con su estómago ahíto por mis canarios.

Dos días después, la vecina me contó que su mascota había desaparecido, y algo me dijo, algo que tan solo ahora vengo a recordar, justo cuando esta asquerosa llaga termina por devorarme: “es probable que mi gatito muriera por allí. El pobre tenía una extraña enfermedad en una de sus patas...”.

Un gemido incontenible de rabia y desesperación emergió desde mi garganta, ¡Ahora lo entiendo todo! ¡Fue culpa del arañazo! Un sonido acuoso se me escapó por la boca, mientras la avidez de la escara me consumía. Desde su ominosa sepultura, el detestable animal también se había vengado.

Escrito por:

Carolina-Pavez

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