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MILENKA


Surcando las avenidas desiertas de Santiago durante un sábado de lluvia, conocí a Milenka. Milenka es una chilena, de padres chilenos, cuyo nombre es producto de la creatividad del progenitor, a quien asignaron la tarea de inscribir en el Registro Civil a su recién nacida hija como “María”, nombre que, a su gusto, era demasiado común, por lo que en un acto de empoderamiento se decidió por lo exótico. Milenka, según me contaba tras compartirle fuego, jamás resintió la idea; dijo que su padre era un incomprendido y que ella, de cierta manera, también lo era, no como su madre, que al enterarse de lo hecho por su marido, se puso furiosa y le “cortó el agua” durante tres meses, fueron sus palabras.

Años después, coincidiendo con las primeras pataletas quinceañeras de Milenka, su madre se vio obligada a confesar un amorío con un doctor de Viña del Mar, a quien había conocido durante uno de sus viajes a la quinta región, en los que buscaba financiamiento para su emprendimiento de jabones artesanales. Este era un fracaso: no contaba con verdaderos interesados y pocas eran las ocasiones en que volvía a casa sin resultado alguno. Pero todo cambió de un día para otro, cuando según ella, un inversor de la zona estaba dispuesto a entregarle una importante suma de dinero; ayuda que serviría para dar a su negocio el gran empujón que necesitaba. Sin embargo, la verdad se fue sabiendo cuando su esposo decidió sorprenderla e ir en bus hacia Viña: se bajó en el terminal, buscó una florería y armó un ramo que llevó consigo durante todo el trayecto hasta cerca del Casino, lugar en el que sabía que estaría su esposa a una hora determinada para reunirse con uno de sus posibles inversores, pero cuando arribó la encontró muy de la mano con el doctor, un tipo pequeño, flaco, pronto a ser calvo, manos pequeñas y, como comprobaría después, voz aguda. El pobre padre de Milenka, destrozado por dentro, los enfrentó y con pesar se enteró de la verdad. “Nos amamos”, dijeron casi al unísono. Sin mucho más que hacer, abandonó el lugar, con las flores todavía en sus brazos, y vomitó unas calles más allá. Una tragedia que afectaba al incomprendido de su papá, sin entender nada. -No se lo merecía -decía Milenka lamentándose.

Lo peor -dijo- fue cuando su madre volvió a casa, preocupada e intentando disimular la tensión. Era evidente que sentía la culpa, ya que estaba especialmente servicial con su marido, actitud que nunca había tenido, muy por el contrario, era su esposo el que procuraba satisfacer cada una de sus necesidades y caprichos.

Varios días después, su madre bajó del segundo piso al living de la casa con las maletas hechas y compartió la noticia. Dijo que no esperaba que la entendieran, que estaban en todo su derecho de odiarla, pero que ella quería ser feliz y que el doctor, así se refería a su nuevo amante, le entregaba eso. Milenka, por supuesto, ya estaba enterada del asunto; su padre no dudó en compartir su pena con ella y, tras escuchar las palabras de su madre, le dijo que se fuera, que se fuera a la mierda, por puta y mentirosa.

Desde ese día en adelante somos los dos, mi papá y yo -continuó diciendo mientras encendía otro cigarro-. Él se sacó la cresta para pagarme el colegio y luego la universidad. Nunca cuestionó ninguna de mis decisiones, ni cuando me matriculé en Historia, ni cuando llegué a la casa con mi primer pololo, ni cuando llegué a la casa con mi primera polola. Él siempre me dijo que yo era un alma libre, que hiciera lo que quisiera porque esa era la única forma de llegar a la verdad.

Sus palabras me parecían dolorosas y acertadas. Milenka no debía tener más de treinta años, quizás unos veintiséis o veintiocho, pero algo en su forma de hablar y en sus posturas me hacía pensar que tenía delante una mujer, una que había sabido de las vicisitudes de la vida pero que, aún así, no había podido ser derrotada. Pero eso, claro, era mi apreciación, nada más. Nos quedamos en silencio mientras esperábamos que la micro pasara. La lluvia no cesaba y el techo del paradero parecía a punto de caer en cualquier minuto.

Le pregunté por su madre, si la había vuelto a ver. —No -me dijo rotundamente-, no la vi más. Tengo entendido -volvió a decir tras meditar unos segundos mirando la lluvia que caía sobre la vereda- que está viviendo en Miami. Cosa de ella, siempre quiso ser algo que no era, aspirar a más: la casa grande, el marido exitoso, las lucas, el auto, el gimnasio, el golf, el estatus… y con mi papá eso era imposible, mi papá es el antónimo desolado, es el huevón que vive apenas, sacándose la cresta, que no se queja, que es feliz, que no le hace daño a nadie, que ayuda al que puede a pesar de que eso signifique apretarse el cinturón hasta fin de mes.

Volvimos al silencio. Saqué de mi mochila una lata de cerveza que compartimos. Encendí otro cigarro mientras ella escribía en su celular largos párrafos a la que podía ser una amiga, o su polola… o su pololo. Tal vez era su padre; la verdad, podía ser cualquiera, pero lo cierto es que se empeñaba en escribir largamente para dar a entender un punto o una opinión.

-¿Y tu papá, a qué se dedica? -pregunté-. Es conserje en un edificio de oficinas -me dijo sin despegar los dedos ni la mirada del celular-, trabaja de lunes a viernes, y los fines de semana atiende en una botillería cerca de mi casa.

Por alguna razón, pensé que su papá estaba muerto. Imaginé que después de la fuga de su madre, su papá, el bueno de su papá, había caído en una suerte de declive del que jamás pudo reponerse, volviéndose al alcohol, llegando borracho a la casa, o sin llegar, perdiendo rápidamente el optimismo y la bondad con la que enfrentaba la vida. Seguramente, su muerte había ocurrido después de un atropello: él ebrio por la calzada, un ebrio al volante, ningún tipo de posibilidad de sobrevivencia. O quizás había encontrado la muerte tomando en un bar, apuñalado por asaltantes o, simplemente, para qué imaginar escenarios tan violentos, se había ahogado en su propio vómito después de una noche como todas, acostado en su cama, sin darse cuenta. Ahogado por el vómito y por la soledad… y la pena.

Pero para suerte de todos, digo todos porque para mí hubiese sido demasiado terrible soportar la veracidad de mis vaticinios, el hombre estaba vivo y, por lo demás, muy saludable. Después de terminar su carrera universitaria, Milenka se fue a vivir con una amiga a una casa antigua en el centro. Por su parte, su papá vendió la suya, donde habían vivido durante más de veinticinco años, y se compró un pequeño departamento en Estación Central, en el que se reúnen a cenar al menos una vez a la semana. Cocina él, le gusta hacer lasaña o cazuela. Toman vino y, a veces, cuando están de ánimo, toman gin con Ginger Ale, escuchan Los Ángeles Negros y Milenka se queda a dormir. “Más que padre e hija somos dos amigos, dos buenos amigos que se conocen demasiado”, reflexionaría más tarde.

Culminada una época de indecisiones de todo tipo, sobre todo sexuales, Milenka decidió entrar en un periodo indefinido de abstinencia. -De eso han pasado dos años- dijo mirándome directamente a los ojos por primera vez desde que hablábamos, como buscando opiniones en mi forma de retribuirle la mirada, pero a decir verdad, no estaba seguro de cómo interpretar esa información. Pensé que quizás me lo decía para acabar con ella, que yo, el desconocido del paradero, era el afortunado que tendría el placer de hacerla mía por primera vez en veinticuatro meses y acabar con una sequía que se había ido extendiendo a velocidades insospechadas. La idea, debo ser sincero, no me desagradó en lo absoluto. Personalmente, estaba pasando por un periodo de dos meses sin sexo; factor que de inmediato me hizo ver en ella una mujer deseable.

Sus ojos eran verdes y su piel muy blanca. Tenía pecas en la nariz y en las mejillas, su cabello era castaño o más bien rojo, sus manos pequeñas pero sus dedos largos, tenía facciones finas y una nariz que invitaba a acariciarla. Su mirada, acaso lo más impresionante de todo su cuerpo, era desafiante; intimidaba y la reacción que provocaba en mí ser observado de tal manera, me hacía querer hacerle el amor ahí mismo… Pero me contuve y traté de disimular todos esos pensamientos que de seguro la hubiesen espantado en el acto. Se rio como niña, como cuando su padre seguramente le hacía cosquillas, y me dijo que todas las personas reaccionan de la misma manera, que nadie sabe cómo continuar una conversación después de enterarse de toda esa historia.

Después hablamos de lagos, de que a ambos nos producían una sensación de calma incomparable. Compartimos los que nos eran preferidos. Los de ella, en orden, eran: lago José Miguel Carrera, Villarrica y Todos Los Santos. Los míos: Yelcho, Llanquihue, Caburgua. Después, las ciudades que nos gustaría conocer. Las suyas: Bratislava, Lille, Albarracín. Las mías: Berlín, Capetown, Perugia. Colores favoritos. Los suyos: verde, morado, blanco. Los míos: azul marino, rojo, blanco. Animales favoritos. Milenka: zarigüeyas, elefantes, gatos. Yo: gatos, perros, manatíes. Medios de transporte. Ella: tren, bicicleta, barco. Yo: tren, bicicleta, barco. Nombres femeninos. Ella: Natalia, Constanza, Carolina. Míos: Paula, Aranzazú, Almendra. Grupos favoritos de música. Milenka: The Smiths, Soda Stereo, Los Prisioneros. Los míos: Vox Dei, The Beatles, The Doors. Partes del cuerpo. Milenka: labios, ojos, pies. Yo: cuello, hombros, espalda.

Luego hablamos de libros, pero pronto nos dimos cuenta de que a ninguno nos apasionaban. Entonces hablamos de hobbies y ella me dijo que le gustaba tejer y yo le dije que a mí me gustaba jugar a la pelota, y aparentemente mi pasión por el fútbol no le pareció interesante, porque cuando se lo dije soltó una risita casi imperceptible, como de burla, pero la noté; quise preguntarle de qué se reía, pero no lo hice, en cambio le pregunté si siempre contaba aspectos tan importantes de su vida a desconocidos; me dijo que no y me preguntó lo mismo, le dije que tampoco. Nos reímos y nos volvimos a quedar callados.

La micro, como es costumbre en Santiago a ciertas horas de la noche, no pasaba y decidimos tomar un taxi a medias. Ella se bajaría en Baquedano y yo en Escuela Militar. No tardó en aparecer un Nissan V16 con luces de neón, conducido por un hombre de unos sesenta años, al que nos subimos velozmente para no mojarnos con la lluvia. El taxista, que escuchaba boleros, la miraba de vez en cuando por el espejo retrovisor. -Me gusta cuando llueve -dijo mirando por la ventana con cierta tristeza, una tristeza que por algún motivo me pareció de mentira o, en su defecto, demasiado real para ser expresada tan vanamente. Cuando llegamos a Baquedano dijo que ahí se bajaba y me pasó dos mil pesos. Me dio un beso en la mejilla, me abrazó y yo la abracé… estuve tentado de darle un beso en los labios, pero desistí. Se despidió del taxista y de mí diciéndome que había sido un buen compañero de paradero, frase que me produjo orgullo y felicidad. Se puso la capucha de su chaqueta, bajó del taxi y corrió perdiéndose por una calle de edificios. Me acomodé en el asiento, apoyando la cabeza en la ventana. Mi cara debe haber sido la de un enamorado o la de un confundido, porque el taxista me preguntó si era mi polola y yo le dije que no. Me dijo que era bonita y yo le dije que sí, que era bonita, y después me preguntó si éramos amigos desde hacía mucho y le dije que sí, no sé por qué, pero le dije que sí. -Somos amigos de hace tiempo, buenos y viejos amigos-. Y cuando llegábamos a Escuela Militar, le dije que se llamaba Milenka.

Escrito por:

Cristián-Wagner



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