EMMANUELLE
El día en que llegó Emmanuelle, me despertó el crujir de las hojas de palmeras, con las cuales las barrenderas de la Municipalidad, vestidas de rojo, aseaban las calles de la isla de Sao Tomé. Habían iniciado su trabajo muy de madrugada. Al amanecer, la isla lucía como una perla.
Las mañanas en Sao Tomé* estaban llenas de colores: el mar, azul; el cielo, transparente; el verde oscuro de las hojas del árbol del mango alternando con el verde-rojo de sus frutos, con el verde amarillo de la planta arbórea del guayabo y con el verde pálido del árbol del pan.
Los centros de reproducción de la FAO, donde Vicente, mi marido -médico veterinario- ejercía su trabajo, estaban lejos. Levantarse temprano era la norma. En la ruta siempre había ventas de toda clase de animales.
Una mañana de esas, Vicente vio a dos muchachos que vendían un monito de poca edad que se veía herido y desamparado. Seguramente, lo habían cazado separándolo a golpes de su familia, con la intención de venderlo. En Sao Tomé, al igual que en otras partes de África, se consume carne de mono. La piden tierna.
Vicente pagó el rescate del monito y me lo llevó de regalo. Resultó ser hembra. En casa, después de sanar sus heridas, la dejamos en la terraza, sujeta a la baranda con la misma cadena con la cual venía. Era también el lugar donde dormía Caon, el perro. Se trataba de un perro cualquiera, que habíamos encontrado en la calle, muerto de hambre, y habíamos adoptado. Era inteligente, afectuoso y buen guardián.
Le gustaba subirse sobre el capó del coche, desde el cual vigilaba la casa y el jardín. Esa noche, cuando llegó a dormir a la terraza, encontró que tenía visita. Después de mirarla y olfatearla, se echó en su lugar de siempre. Al día siguiente, los encontramos juntos. La monita, a la que llamamos Emmanuelle, se había acostado entre sus patas y parecía sentirse muy a gusto.
Solían jugar, persiguiéndose alrededor del árbol del pan, un árbol grande y frondoso en el centro del jardín. Comían juntos y se entendían perfectamente. ¡Lo terrible era cuando esa criatura entraba al interior de la casa y volaba, más que saltaba, de lámpara en lámpara, de una vitrina a otra o daba tumbos arriba de los mosquiteros!
Le gustaban las joyas brillantes y los colores fuertes. Yo tenía un vestido azul intenso de dos piezas: un blusón y una falda ancha. Lo había comprado en algún lado en Europa. Estaba hecho de una tela liviana y tenía unos ribetes dorados. La falda se agitaba con el viento y sus hilos resplandecían al sol. Ella sencillamente adoraba ese traje. Me detenía cuando me paseaba por el jardín o entraba a casa con las compras. Palpaba la pollera cuidadosamente con los dedos. La acariciaba. Con su manito, acercaba mis aretes a sus ojos. Si traía una bolsa con pan, escogía uno para comérselo, del cual el perro le robaba la mayor parte.
La playa estaba a unos cuantos metros, y en las tardes solíamos caminar por la orilla del mar. Vicente la ponía en las ancas del perro. Ella aprendió a mantener el equilibrio y llegó a ser una perfecta amazona. En ocasiones, Caon perseguía a otros perros o cruzaba alguna perra en celo y se lanzaba a galope tendido tras ellos. Emmanuelle, en vez de asustarse, parecía disfrutar del ejercicio. Bien agarrada al cuello del perro, cabalgaba de lo mejor, hasta que Caon volvía, sea porque lo silbábamos o porque se cansaba de correr con su jinete a cuestas.
Nació un gran amor entre ambos, más de Emmanuelle hacia él, que lo inverso. Era enternecedor verla de noche esperándolo, cuando él se atrasaba en llegar. Al menor ruido en el portón de ingreso a casa, se ponía de pie y volteaba su cabecita hacia uno y otro lado, buscándolo. Cuando él llegaba, lo abrazaba y besaba, abriéndole los labios con ambas manitos, para gustar el sabor del beso ¡Y no exagero!
Emmanuelle se transformó en una bella adolescente antes de lo esperado. El amor pronto se convirtió en pasión y ella era una excelente amante, conocedora de todos los juegos eróticos habidos y por haber. Del sexo oral era maestra. Era tanta su creatividad que hacía enrojecer.
Recibimos un día, en calidad de huéspedes, a una pareja de primates de la misma especie que Emmanuelle. Un matrimonio portugués nos había pedido que cuidáramos de sus mascotas durante su ausencia. Se trataba de un macho y una hembra. Si mal no recuerdo, los denominaban Monsieur y Madame Curie. Emmanuelle los vio y corrió hacia ellos. El macho era un animal macizo y la adoptó de inmediato.
Esa pareja de primates estaba encadenada y no nos atrevimos a darles la libertad por miedo a perderlos. El macho parecía tener mucho temor en nuestra casa, un medio que le era extraño. Los dos primeros días, sólo atinaba a proteger a ambas monitas pasando los brazos por sus hombros, atrayéndolas hacia sí. El tercer día, parecía estar más tranquilo y comenzó a comer lo que se le ofrecía. No obstante, apenas veía acercarse a alguien, envolvía a ambas hembritas en un abrazo protector. Nuestra Emmanuelle estaba muy contenta con esas visitas de su misma especie. Pasaba el día con ellos y la noche con Caon.
Cuando ellos retornaron a su hogar, debe haberse sentido muy sola. Se aburría. Solía pasar un buen rato suspendida de una rama, escudriñando una araña que tejía su tela o acechando una lagartija -que en África suelen ser muy grandes-, y de repente ¡zas! la atrapaba por la cola. Ésta se cortaba y Emmanuelle salía corriendo con ese pedazo de lagarto agitándose aún entre sus dientes. Se encaramaba a un árbol y desde allí, nos miraba desafiante como queriendo decir: ─«bueno… ¿y qué?».
Esa criatura sensual, bonita, coqueta tenía -como tan bien lo dice la primatóloga Jane Goodall- una personalidad única, diferente a todos los otros animales que tuvimos durante nuestra permanencia en África.
Una mañana decidió volver a su hábitat natural y, saltando de rama en rama, subió hasta el tope de un árbol de mango del jardín más próximo. Los niños del vecino, mi hijo menor y yo misma, temiendo que la cazaran en algún lado y se la comieran, le mostrábamos y ofrecíamos las frutas de su predilección: guayabas, mangos, bananas, trozos de piña, cuyo jugo solía saborear dejándolo escurrir por la comisura de sus labios. Ella nos miraba. ¡Nada parecía tentarla tanto como para perder la libertad que acababa de ganar! Entonces, tuve la pésima idea de buscar a Caon, llevarlo amarrado e instalarlo bajo el mango. La amante adolescente lo vio acercarse y no dudó un instante: de un único gran salto cayó montada sobre las ancas del perro.
La vida retomó su curso habitual: los juegos de ambos alrededor del árbol del pan, los paseos en la playa al atardecer. Con el tiempo, Emmanuelle terminó por adoptar los hábitos alimenticios del perro. Por más que servíamos sus comidas en platos separados, ella insistía en comer en el mismo tiesto con Caon y consumir el mismo tipo de alimentos. Chupaba los huesos, de los cuales absorbía con glotonería la médula; adoraba los fritos de verduras…
Así fue como un día, en nuestra ausencia, la atacó una diarrea infecciosa que la mató en poco tiempo. Cuando volvimos a casa al atardecer, nos extrañó no verla salir corriendo a nuestro encuentro. Caon nos llevó hacia ella. Yacía muerta en el jardín. Estaba a todo sol y se veía tan pequeña e indefensa.
Su pasión por el perro había sido más fuerte que todo, incluso que su instinto de vivir en libertad. La enterramos bajo el árbol del pan, alrededor del cual Emmanuelle solía jugar con su gran amor.
*Sao Tomé y Príncipe, estado insular. Dos islas situadas frente al golfo de Guinea, cerca del Ecuador, de 836 y 128 km2. En pleno auge de la esclavitud, sirvieron a los barcos negreros para aprovisionarse de agua y tirar los despojos de los esclavos enfermos. Algunos de ellos sobrevivieron y huyeron a las selvas. Ex colonia portuguesa que logró su independencia en 1975.
Escrito por:
Blanca-Del-Río-Vergara
Del libro Vivir en África