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LA CARTA DE MELISSA


La señorita Melissa había respondido mi carta, de hecho, me sorprendió llegar a casa y que hubiera algo para mí en la desolada conserjería. Cada vez al abrir la puerta a mano izquierda, antes de subir las escaleras, están ahí: cartas, encargos, ropa de la lavandería, etc. En ese mugriento y hechizo separador de correspondencia se encuentra todo y nada a la vez; la paradoja de la vida.

Llegué arriba con algo de esfuerzo, debido a la empinada escalera. Miriam estaba sentada en una de esas butacas provenzales de espalda alta de madera "beche", con la cabeza semi colgando hacia atrás tomando el fresco de la tarde, una tarde ya oscura. Susurraba algo fonéticamente indescriptible para mí. Al acercarme fueron haciéndose más notorias mis pisadas sobre la madera. Mirian, desde la fatiga, se enderezó como retomando todos los dolores de las articulaciones de un cuerpo ya cansado (a pesar de ser joven y aún no bordear los treinta años. A menudo golpea mi puerta con los ojos cerrados apoyando el cuerpo sobre un brazo, y me pide un calmante para el dolor de cabeza o mitigar alguna otra dolencia). Me dijo, casi susurrando, desde la silla asida a la ventana:

─Te llegó una carta… ─Y siguió con su fresco descanso.

Caminé a mi cuarto y dejé la puerta algo abierta para que el aire fresco entrara, no quise prender la luz. Me senté en la cama y dejé la lectura de la carta para más tarde.

Me dejé caer mientras estiraba el brazo, dejando cuidadosamente el sobre encima del velador rústico, contenedor de todo tipo de cosas. Cerré los ojos y dormité; más que nada, me preparé para pensar en la mejor de las respuestas, aunque mi corazón precipitado solo me instaba a abrir el sobre y leer ansiosamente. En mi cabeza seguía sonando aquella acordeón y esa melodía Parisina, su nombre era algo como passion, (un tango).

Días antes, Melissa me había dicho que podíamos encontrarnos a eso de las nueve de la noche, en un café al que se llega caminando por calle Mosqueta hacia el sur, antes de llegar a merced. No me fue difícil encontrar el lugar; el café estaba ahí como una pequeña selva de enredaderas. La brisa, algo tibia, sustentaba el humo del tabaco, el vapor aromatizado de las pequeñas tasas con sus toques color dorado y pequeñas gotas turquesa… el lugar tenía un aire embriagador.

Las risitas, murmullos y los nítidos golpes de las cucharitas de alpaca, al entrar en ese perenne remolino endulzado de las tacitas de café nipón, hacían que la gente reluciera; todo un lujo. Tomé asiento cerca de unos tabiques de vidrio que contenían algunas plantas. Durante la espera, me entretuve tratando de adivinar sus nombres y dibujando en una libretita que siempre tengo a mano.

Había una planta Rosario que me permití admirar; sus racimos sin forma creaban una especie de verde burbujeante en una tumultuosa caída libre desde sus ramas. Observé también algunos arbolitos Bonsái, Palos de Brasil, Helechos Espada y, la más bella de todas; la Violeta Africana.

En esta improvisada abismal del tiempo ante mis ojos y la fusión de los sonidos a mi alrededor, me era inevitable el predecir las palabras de la gente, desde lo que pedirían, hasta lo que esperaban.

Todas las mujeres que se acercaban me recordaban, en algún sentido, a Eva Bush. ¿Sería la mezcla arrebatadora de los perfumes, los bellos sombreros de Cloche, los cabellos con pequeñas ondas, sus rostros pálidos y ojos imposibles de penetrar bajo la sombra de la visera, que les daba esa distinción al caminar con sus cuellos estirados y sus cabezas alargadas?

Melissa tenía ese corte de chica de ciudad, podía perfectamente sostener un alargado cigarro en su mano, sin que se viese grotesco. Su postura al sentarse y la contorción de su delgado cuerpo, suponían el tiempo perfecto en su esplendor y, con ello, la conjugación de todos los colores, matices y sombras. Era para mí una total "devoción" el apreciarla en silencio, zigzagueando en cada explosión de luz que fluía de su rostro, evocaba todos los sinónimos de la belleza en un mantra.

Con el pasar de las horas, el silencio dio paso a pérfidos ruidos en mi cabeza, el galopante tic-tac metálico del reloj de cuerda, el bombear de mis arterias, la sangre espesa, el movimiento de las víseras, la mucosidad que en mi cuerpo hacía subir la temperatura hasta convertir todo en una transparente cera, que me surcaba las sienes y mojaba todo el cuerpo…

La puerta, las paredes, el piso de madera, todas las cosas de mi cuarto se precipitaban en un estrecho quejido y una destructora sacudida. Fui arrastrado a un forzado y repetido ajetreo del tiempo; mezclado con todas las pequeñas cosas, con cientos de manos, pies, ojos, lenguas intoxicadas de psicotrópicos. Todo en ese desaprensivo movimiento del éter. El choque de vibraciones abrumaban mi parálisis del sueño en un incomprensible lenguaje de la cosas que se movían lentas, formando palabras, dando ángulos al sonido, formas incomprensibles, códigos que hacían vibrar mi cerebro como el ronroneo de un gato y mis ojos parpadear mil veces en un segundo. La respiración, las secreciones, este ser, presagiaban la hora. Estar pasmado en un pensamiento bajo cientos de litros de fluidos de agonía, admirando el mandala de los astros, el sol y su muerte en finitas pulsaciones y en todas direcciones.

De un sobresalto caí de la nada en mi cama, con el corazón latiendo en mi garganta, asfixiado, olvidado de insistir en esta vida. Agité mi cabeza hasta recobrar el más profundo de los respiros. Contemplé la oscuridad como si fuese el abismo de la muerte en donde solo podría sostener algún recuerdo forzado. Estaba sentado en mi lecho con los brazos sobre mis muslos rogando a la divinidad que me trajera, aunque fuera por pedazos, a la realidad.

Un viento juguetón fue el culpable de todo, entró como una seda y cerró mi puerta como una explosión. De fondo, en la amalgama de todas las cosas, un chirrido se amplificaba endemoniadamente en un disco de baquelita; era el feo de Michel Simón que cantaba Elle estépatante (Es Sorprendente)…

Caminé como pude hasta la ventana, el tumultuoso enjambre de sonidos, latidos, pasos torpes. El sudor se aquietaba al prestar atención al cencerreo del reloj. Cada segundo se enlazaba a la briza de la tarde, que acicalaba los rostros y me permitía inhalar tan profundo los elementos de la naturaleza como un soplo de vida que me encadenaba desesperadamente. La lluvia había dejado caer su milagro sobre las cosas, sobre la madre de los árboles, las flores, ramitas, piedras, papeles, piel, cabellos. La mezcla embriagante de tierra y agua, retenían en el presente el más inmaculado incienso. Froté esta conciencia en éxtasis, alimentando cada partícula del cuerpo, alimentando los surcos de estos oídos con sonidos; instrumentos del desierto del que cada nervio y arteria, hechos cuerdas para el Rabad, entonaban canciones lamentosas del pueblo Sahul.

Melissa, ha llegado la estación lluviosa, los días se acortan y las nubes brotan ante la más mínima sensación de frío, el sol reluce pálido y esquivo. Mi cuarto es un cenotafio de rincones descolorido en donde las cartas de hojas húmedas se desvanecen. Trato en lo posible de contener su textura, su calor… pero es en extremo difícil. Cada frase, cada palabra se funde con otras y pierde su significado.

Ese día, en el café, solo te imaginé… me perdí en la espera y no pude aceptar el hecho de que no llegarías. La vagancia de mi mente sobresalió y con tu recuerdo pude contener el tiempo. Melissa, he cruzado la sed del desierto, las montañas indómitas, he muerto ciento de veces y resucitado mil. He habitado en tantos sepulcros como vientres de madres castas. El tiempo ha sido mi destierro de cuerpos sanos, y de otros enfermos de pasión. Siempre te he llevado como la hoguera que sustenta mi aliento y te he imaginado tantas veces, que he nacido y me he negado a morir.

Quisiera sostener tus palabras eternamente y no desvanecer.

Tu carta, que aún permanece sellada, está custodiada por tu recuerdo, y la tibieza del elixir de tus labios. Han pasado los años y he sido mi propia herencia. Ahora, me agoto misteriosamente, solo quisiera verte una vez más y elegir dejarte, para no perderte en mis brazos como aquel invierno.


Escrito por:

Andrés-Martínez



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