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EL PIANISTA


Sonó la última nota y bajaron las rojas cortinas del escenario, se podían oír los aplausos a través de ellas, mas él no quiso salir. Permaneció sentado con las manos aún posadas en las teclas, ningún sonido escapó de ellas. Continuaba mirando el suelo, perdido. Pasaron largos minutos en los que solo quiso perpetuarse allí.


─La gente ya comienza a salir ─dijo una melodiosa voz que apareció por entre el escenario, sin embargo, él aparentó no inmutarse, su corta melena caía por sobre sus hombros hacia adelante, mientras seguía con la cabeza gacha. Su flamante traje de cola negro lo hacía perderse entre la oscuridad que comenzaba a invadir el escenario.


La dueña de la voz se acercó, vestía un largo traje de gala con algunos brillos que podían percibirse aún con las tenues luces que los observaban, se detuvo a un costado del piano de cola, apoyó su mano enguantada en el hombro del músico.


─Estamos solos ─dijo la mujer. Él hizo un gesto indiferente con los hombros─. ¿Podrías tocar algo para mí? ─preguntó ella, inclinando levemente la cabeza. Al no ver respuesta alguna, carraspeó, entonces, el impávido pianista levantó la mirada, sostuvo fijos sus ojos en ella, como si un hilo invisible los conectara.


─No lo entiendes ─respondió, y volvió a bajar la cabeza.


─Entiendo que dio un espectacular concierto… ─Él rió, sarcástico.


─Sigues sin comprender.


─Pues explíqueme, no hay nadie más aquí, no querrá estar solo…

Al momento en que terminaba de hablar, hizo el ademán de acercarse un poco más, pero en ese preciso instante, su mano izquierda se posicionó en el piano y se escuchó un acorde que, ante el vació del lugar, se sintió aún más vibrante. Ella se detuvo y retrocedió unos pasos, nuevamente el silencio hizo presencia.


─Las mejores creaciones surgen de la pena del corazón, cuando este sangra y el alma llora, cuando duele la piel y los pensamientos inundan la conciencia, cuando esta abruma hasta quitar el sueño; he ahí, en el desvelo, cuando el hombre puede crear.


Ella continuó mirándolo fijo, pasó una de sus manos enguantada por su cabello rojizo, cuidadosamente recogido de manera que dejaba al descubierto su largo cuello y algunos lunares sobre los cuales se podrían dibujar constelaciones. Entonces sonó otro acorde y comenzaron así, uno tras otro, veloces y lentos, se unían las teclas, se apreciaban los sonidos, se juntaban todos de la mano en una composición densa y abrumadora, casi tétrica y se detuvo.


─¿Quién le ha hecho ese daño, para que usted toque improvisadamente tan desesperada música? ─consultó ella, quitándose uno de los guantes.


─El hombre sufre en silencio y ríe en público ─contestó él, entonces volvió a tocar, esta vez más suave, menos desenfrenado, pero igual de triste.


La elegante pelirroja caminó hasta el pianista, posó suavemente una de sus delicadas manos en uno de los hombros de él y la deslizó apaciblemente hasta el otro. El hombre movió su cabeza en un gesto de acomodo, tronó levemente su cuello y continuó tocando, con los ojos cerrados. Cada nota era única, nueva, creada; aquél ser sufriente estaba componiendo la más triste música, concebida por la inspiración que impulsaban la angustia y el dolor conocidos únicamente por él. La pelirroja, a su vez, sujeta a sus hombros, escuchaba las notas y miraba cómo aquellas manos recorrían de un lado a otro las ocho octavas del piano negro de cola que cantaba para ellos. Dio un paso atrás y observó a esa persona perdida en su sufrimiento. La mezcla de tonos era envolvente; cerró sus ojos y al hacerlo, sintió su dolor; era tan clara la transmisión de aquellos sentimientos, tan evidente el mensaje, que las manos le sudaron, el aprisionado cabello le molestó y el vestido comenzó a apretarle. En el frenesí de la música elevó sus manos y soltó su largo pelo que cayó suavemente, deslizándose por su cara, resbalando por sus hombros, cubriendo la espalda que el vestido dejaba entre ver. El pianista, de pronto se detuvo, sonó una nota, luego otra y cesó.


La mujer abrió los ojos y lo vio de espalda al piano, observándola cuidadosamente, pero sin mirar.


Puedo notar que lo que usted dijo es verdad ─agregó ella, rompiendo el silencio que los invadía. ─Lo que sigo sin comprender, es cómo puede usted sentir tanto dolor.

El hombre volteó hacia el piano nuevamente y tocó un tono grave que recorrió hasta el último rincón del teatro.

─El amor ─dijo él─ es el único que puede volver loco a un hombre.


─Y es el amor también el que le puede entregar la mayor de las alegrías.


─Eres muy joven para comprender.


─Creo en el amor─ afirmó la pelirroja, mientras se acercaba a él.


─Yo también, no hay forma inmaterial más pura que amar con el alma otra alma, sin embargo, en quien no creo, es en el hombre.


La mujer ya se había acercado bastante y al no ver oposición ante su cercanía, se sentó a su lado. Mientras lo miraba a los ojos, posó su mano derecha en las teclas, y sin quitarle la vista, comenzó a tocar una melodía dulce, afable, contrapuesta a la música que había expresado el dolor del pianista. Él volteó hacia el piano y se posicionó frente a él, ella hizo lo mismo. El hombre comenzó a tocar densos compases que ella contraponía tocando con la dulzura de su carisma y la belleza de su ser. Las cuatro manos recorrían gloriosas las teclas del instrumento, emergían los sonidos, una contradicción de sentimientos interpuestos en la música, el desconsuelo batallaba por ganarle a la armonía; se mezclaban, luchaban, jugaban, se unían… en el fondo, se amaban.


Permanecieron así por un rato, deleitando al silencio con su lucha por la creación, competían por aquello que afloraba en su interior, esa pelea por enfrentar dos posturas yuxtapuestas, discutían con la música. Sin terminar su acto, él se detuvo abruptamente con un acorde tan fuerte que silenció toda la cuadra. La pelirroja se detuvo delicadamente y, antes que pudiera oponerse, él la besaba con vehemencia. La pasión podía apreciarse más allá de los sentidos, se besaban con fervor, como si aquel momento no se fuera a repetir jamás. El pianista acariciaba cabello escarlata sin apartar los labios de los de ella, sentía la piel de sus hombros, el calor de su cuerpo, las pulsaciones de su cuello, los latidos de su corazón acelerando el ritmo; igual como un momento atrás lo hacían con la música, pero ahora, el silencio era su único testigo. Se amaban con locura; él era puro sufrimiento y ella su alegría, aquella que podía devolverle la emoción de una vida plena, acompañada de un alma digna de ser amada, ella era esa esencia que él deseaba amar, su amor puro: ella era su creación.


Allí, frente al piano, mezclaron sus cuerpos, volvieron a ser uno, dos almas unidas en un acto sexual, almas que fueron separadas y ahora se encontraban nuevamente. Todo en ella era perfecto para él, todo en él era perfecto para ella. Su piel blanca con lunares era para él como una pradera nevada, y los cabellos dorados de él eran para ella como el sol del atardecer.


Cuando terminaron, el pianista se levantó, la besó suavemente en la frente, se vistió y volvió a sentarse frente al piano con las manos en las teclas y la vista hacia el suelo. Ella lo miró, curiosa.


─¿Tocarías algo para mí? ─Él no la miró y ella insistió:


─¿Tocarás algo para mí…?


El silencio volvió a ser fiel compañero, hasta que el piano sonó. Era otra vez esa música triste. La mujer tomó sus ropas, se vistió al escuchar aquella triste melodía, luego se detuvo junto al hombre y lo miró de soslayo.


─Por lo que oigo mi presencia no consoló tu sufrimiento ─dijo cabizbaja.


Él siguió tocando con fervor. Ella comenzó a caminar en dirección a la salida del escenario, a paso lento, un paso corto tras otro, como dándole tiempo para que fuera tras ella. Pero la música no cesaba y nadie la seguía, dio un leve giró para mirar hacia atrás; el piano seguía sonando. Angustiada, volvió la vista al frente, se disponía a dar el primer paso para continuar, cuando la música cesó. Se quedó estática, sin mirar atrás.


─Tu presencia no consuela mi sufrimiento ─dijo el pianista─. Tú eres mi sufrimiento, tú eres con quien batallo cada mañana, aquella persona por la que quiero vivir en regocijo, aquella que mi alma anhela. Tú eres mi lucha interior representada en una bella y dulce mujer, eres lo que a mí me falta, eres paz; tú eres amor.


Ella, sin comprenderlo, siguió allí de pie, inmóvil, con las manos tomadas a la altura de su pecho.


─¿Cómo puedo ser tu paz, tu amor, si me convences de ser tu sufrimiento?


─Eso es lo bueno de las creaciones ─respondió él.


─¿Por qué lo dices?


─Porque el sufrimiento es el arquitecto de las más bellas creaciones, de las más acertadas palabras, de los más profundos sentimientos. Si tú eres mi sufrimiento, significa que eres mi creación.


─¿Afirmas que no soy real?


─No lo eres. Y, volviendo atrás, insisto en que eso es lo bueno de las creaciones, pueden desaparecer o ser destruidas cuando su artífice lo desee. ─El pianista volvió a tocar, esta vez, lento, igual de melancólico. No miró a la mujer, quien tras un suspiro continuó su camino hacia la salida del escenario. Paso a paso fue desapareciendo entre la oscuridad hasta que el último destello de su abrillantado vestido se apagó.


El hombre se quedó allí, sentado frente al piano, las manos posadas en las teclas, la cabeza gacha, la vista perdida en el suelo y su corta melena cayendo por sobre sus hombros, luego de haber dado un espectacular concierto.


Escrito por:

Marichen-Slaibe

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