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DESREALIZACIÓN


Todas las semanas moría, por lo menos una vez.


Hacía su predecible vida cotidiana -¿qué otra alternativa le quedaba?-, pero la Muerte, en cambio, siempre le encontraba en días, horas y lugares que no podía predecir. En una de las últimas ocasiones, un domingo, le encontró a la hora de almuerzo, frente a todos los miembros de su familia; aunque ninguno se dio cuenta. Murió, pero siguió comiendo junto a ellos; se movía, pero había muerto. Podía ver su propio cuerpo desde afuera y a la Muerte a su lado, como esperando algo, con toda la paciencia de quien es eterno y tiene siempre las de ganar.


—¿Por qué estás aquí? —se atrevió a preguntarle entonces, como no lo había hecho antes.


—Dímelo tú. Volviste a llamarme.


Sí, claro. Qué absurdo. Si la hubiera llamado sabría de antemano que iba a morir en ese almuerzo, pero no lo supo hasta que murió. Sí, esperaba verla otra vez, esperaba morir una vez más porque ya se estaba volviendo algo rutinario dentro de la impredecibilidad, pero no tenía cómo saber el momento exacto. Era imposible, y lo mismo se podía decir de las situaciones anteriores. Si la hubiera llamado, lo sabría.

—Aunque, si no me lo puedes decir, tal vez tengas que reanudar.


Reanudar


—O quizás, la próxima vez tú vengas por mí, en lugar de tener que estar viniendo yo por ti —terminó diciendo la Muerte, quien en la forma humana que había adoptado, pudo permitirse un encogimiento de hombros para dar énfasis a su próximo enunciado—: La verdad, me da igual.


Reanudar, reanudar, reanudar. Quizás a la Muerte le daba igual, pero…


Hacia el final del postre, reanudó su vida. Volvió a su cuerpo y, a partir de entonces, solo pudo ver lo que los demás habían visto desde el comienzo, sin echar de menos -o eso le gustaba creer-, a la visita que acababa de irse y que nadie más había advertido.


***

Siempre había reanudado tras morir. No sabía qué más hacer, en realidad.


Murió un día frente al computador, en el trabajo, y otro día en el cine, mientras hacía fila con sus amigos. En una ocasión murió al irse a dormir y en otra, murió apenas al despertar, pero siempre acababa por reanudar su vida.


Desde la ocasión en la que se había atrevido a preguntarle a la Muerte por la razón de su aparición, nunca más volvió a hablarle y no quería pensar en los motivos concretos de aquello. Sin embargo, con las semanas, algo se hizo mucho más evidente, sin que el anfitrión ni la visita cruzaran palabra alguna en sus nuevos encuentros: cada vez costaba menos morir, y más reanudar.


No hablaba con la Muerte, pero su presencia le incomodaba menos. Tal vez, morir no se sentía bien -aunque tampoco mal-, pero se le estaba haciendo familiar.


—No puedo decirte si esto es lo que quieres. No lo sé, no me interesa. Pero me estás llamando y por eso vengo —dijo la Muerte un día, sin que le preguntaran.


En toda su eternidad, parecía ya un poco harta de todas las dudas de quien la convocaba tan seguido últimamente; después de todo, esa persona ya había empezado a morir y reanudar unas cuantas veces por día, todos los días.


Eso no disipó sus dudas, aunque terminó asumiendo que, cada vez que la Muerte aparecía era porque efectivamente la llamaba y se engañaba al pensar lo contrario. ¿Pero, quería realmente eso? ¿Quería morir? No lo sabía.


¿Moría para tener la oportunidad de reanudar, reanudaba para tener la oportunidad de morir? Tampoco lo sabía. Pero lo que sí sabía era que necesitaba morir. Se convencía cada vez más de ello.


***

Un día murió frente a su madre al ir a visitarla, y esta se dio cuenta.


Vio su propio cuerpo desde afuera y a la Muerte a su lado, como de costumbre, pero también vio a su madre levantarse de su silla y tomarle por los hombros con suavidad. Antes de morir, tomaba el té junto a ella y después también, sin embargo, ella advirtió su partida aunque en apariencia nada hubiera cambiado. No podía escucharla, pero pudo leer sus labios mientras su propio cuerpo terminaba de beber la infusión y devolvía la taza a su platillo, como si nada.


“No te vayas”, leyó de sus labios. “No te vayas sin decirme qué pasa”.


Sin tener el control sobre su propio cuerpo, pudo verse alzar la mirada ante su madre y, solo entonces, pudo ver también en sus propios ojos aquel dolor que había negado por tanto tiempo en vida. Todas aquellas veces que había muerto había sido de dolor, pero se había anestesiado tanto en la ignorancia, que no lo supo hasta que alguien más se había dado cuenta.


Su vida era normal, o eso creía. Tenía amigos, tenía familia, tenía días buenos, incluso dentro de todos los malos que trataba de olvidar en silencio. Si no sintió el dolor hasta ese entonces, fue porque en verdad pensaba que no debería, que no tenía motivos ni derecho. Pero, en cambio, tuvo que morir una y otra vez para llegar a la verdad.

Y entonces, asumiendo su dolor, descubrió que no quería más.


No quería reanudar, pero tampoco quería morir. Reanudar era la opción menos drástica de morir, pero no le bastaba para vivir. No del modo que quería en verdad.


—Así que por eso me llamabas.


Sin tener control sobre su propio cuerpo, pudo ver sus ojos derramando lágrimas; una tras otra, sin pudor, encontrando por fin cobijo en alguien que se había dado cuenta del dolor, incluso antes de que su propia consciencia lo hiciera.


—De acuerdo, haz que esta sea la penúltima vez que nos veamos.


La Muerte pasó una de sus manos por sobre los ojos de aquel mortal y desapareció. Este último dejó de ver su propio cuerpo, dejó de ver a su madre que le abrazaba y, en la oscuridad que le invadió, dejó de sentir miedo; porque el calor que le cobijó entonces comenzó a presagiar luz.


Había muerto, había muerto y alguien se había dado cuenta por fin. Pero entonces, sucedió algo distinto: no reanudó. Por primera vez no reanudó…


En cambio, renació.

Escrito por:

Claudia-Madrid



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