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VÍCTIMA DEL PASADO


“Estoy cansada, no voy a volver a tolerar sus malos tratos ni la forma despectiva en que me mira…”, pensé cuando salí de la casa con los ojos llenos de lágrimas y el pecho apretado. Pese a nuestras frecuentes discusiones, no podía dejar de amarla… Aunque ella no me creyera. Caminé sin rumbo, como lo había hecho ya tantas veces.


Laura era la mujer con quien había elegido pasar el resto de mis días, era mi vida, mi mundo entero… Cuando la conocí ambas teníamos diecisiete años, éramos muy jóvenes e inmaduras como para entender lo que significaba amar con el alma, con la fuerza que nutre el espíritu para seguir dentro del cuerpo, y debimos pasar por muchas cosas antes de volver a coincidir en la vida y poder estar juntas, pero ahora lo estábamos por fin.


A eso de las siete, mirábamos el televisor sin prestarle mucha atención. Como cada viernes compartíamos un par de cervezas frías y algún picadillo. Todo iba bien, llevábamos semanas sin discutir, hasta que, de pronto, en la tele apareció un comercial anunciando una serie nueva sobre una chica que descubría la infidelidad de su esposo con su mejor amiga.


Entonces empezó el caos.


―Oye, Mury, ¿qué harías si yo te fuera infiel? ―preguntó sin mirarme.


―Me iría de la casa, Lau. ¿Qué tipo de pregunta es esa…?


―Es que… Recuerdo que una vez dijiste que me perdonarías una infidelidad con tal de seguir conmigo.


―¿Quieres hacerlo?


―¿Hacer qué?


―¡Salir con alguien más!


Siempre que salía el tema a flote, Laura se descompensaba y terminábamos discutiendo.


―Que mala memoria tienes. ―Definitivamente aquello iba a terminar mal―. Yo perdoné que me dejaras por esa… ¡por esa tipa que no vale la pena mencionar! Te compartí con ella y soporté que me fueras infiel solo por miedo a perderte y, a pesar de todo, me dejaste… ¿con qué cara me vienes a decir que te irías de la casa? ¿Tanto te molestaría que me cobrara por lo que me hiciste? ―Clavó sus ojos claros en mí y pude ver la ira contenida en ellos.


Ella me hacía daño… cada vez que podía, lo hacía. Llevábamos un año en terapia de pareja para superar el pasado, los miedos y el rencor que la atormentaban, pero todo parecía ser inútil; el corazón de Laura había sido destrozado, y yo cargaba con la culpa.


―Ya te he pedido perdón mil veces, no sé qué más quieres de mí ―respondí frustrada.


―… A veces no sé por qué decidí volver contigo.


―Quizá no debiste haberlo hecho…


―Te amo, Muriel, soy tan imbécil que nunca dejé de hacerlo y, aunque quisiera, no podría. ¡Te amo, te he amado siempre y te aprovechaste de eso!


Empezó a llorar. Me dolía tanto ver que nuestra relación, hasta hace unos años, tan perfecta y después de todo lo que habíamos luchado para volver a estar juntas, se estuviera viniendo abajo por un mal recuerdo. Tomé mi chaqueta y la dejé sola en casa, no quería discutir más.


Cuando la conocí, quince años atrás, las cosas eran muy diferentes. Ella se había cambiado de escuela y llegó al liceo en el que estudiaba yo. La primera vez que la vi pasó por mi lado en un recreo, me volteé a mirarla y supe de inmediato que venía de otra parte, nunca la había visto, nunca unos ojos tan bellos se habían cruzado con los míos.


Al tiempo me la encontré de nuevo, en un taller deportivo, y no dudé en acercarme. Supe que era frágil y que venía muy dañada de su anterior colegio, había sido víctima de maltrato, aún tenía vestigios en la piel y en el alma. El día que me lo contó la abracé fuerte y le prometí entregarle mi amistad y lealtad hasta el fin de mis días: “Siempre te voy a proteger”, fue lo que le dije.


Con el paso del tiempo, lo que era una gran amistad se transformó en un amor impetuoso y desbocado que crecía en silencio y se hacía cada vez más fuerte. Ella estaba tan enamorada de mí como yo de ella, lo sabíamos sin que ninguna hubiera dicho o hecho algo, sin embargo, yo había prometido mi amor a otra antes de conocerla. Aunque Laura desconocía eso, el día que se lo dije pude ver felicidad sincera en sus ojos, acompañada de una profunda amargura que intentó ocultar. Me abrazó y me dijo que era feliz si yo lo era, si estaba con alguien que me amara y cuidara… Lo que ella ignoraba, era que en mi interior todo era un caos, que mi corazón quería estar a su lado y con nadie más, pero no se lo dije. Me limité a estrecharla en mis brazos hasta que terminó el recreo.


Casi a un año de habernos conocido, de haber compartido nuestros miedos, sueños y secretos, le confesé lo que sentía. Estábamos en mi casa, sentadas sobre mi cama. Al escucharme, Laura enmudeció y se sonrojó. Me acerqué despacio, ella cerró los ojos y la besé. Sus labios eran suaves y dulces tal como los había imaginado tantas veces. La sentí temblar y la apreté contra mí, derramó un par de lágrimas que limpié con mis manos mientras acariciaba su rostro y su pelo. “También te amo”, murmuró emocionada. Desde entonces fuimos más que amigas, fuimos más que todo… nada podía ser más fuerte que nosotras si estábamos juntas.


Pero yo era muy joven, no sabía qué hacer con tanto amor y tuve miedo. Tuve tanto miedo de no ser lo que ella merecía; ¿qué podía ofrecerle? ¿Qué veía en mí como para amarme así? Me aterré tanto que decidí quedarme con la chica con la que salía antes; a esa muchacha no la amaba así, con esa pasión tan única y devastadora que Laura desataba en mí... no temía estar con ella porque no me provocaba aquellas sensaciones tan intensas que me atormentaban y que, a pesar de hacerme inimaginablemente feliz, me daban tanto miedo. No sabía cómo decírselo a Laura y, para mi mal, lo descubrió por su cuenta. Cuando se enteró nos distanciamos por varios meses.


Yo la extrañaba, soñaba con ella, yo… la amaba. Un día la llamé y le pedí que nos viéramos. Le rogué que fuéramos amigas como antes y ella accedió entre lágrimas. No vi odio en su mirada, solo un profundo y perpetuo dolor.


Semanas después me arrepentí de mi decisión; ¿ser amigas, sabiendo que moría por estar con ella? No quería dejarla ir y volví a buscarla. Insistí en que volviéramos y, para mi sorpresa, después del daño que le había causado, accedió… la quería a mi lado egoístamente, pero cuando la tuve conmigo, de nuevo no supe qué hacer con eso que aceleraba mi corazón, con la sensación de quemarme entre sus brazos y, como una cobarde, me alejé otra vez. Era inmadura y muy tonta… Ella misma me lo dijo: fui la primera persona que amó, quien la ayudó a curar sus alas solo para arrancárselas… Me marché. Ni siquiera me volteé a verla, solo desaparecí sabiendo que la había destruido, que ya nunca me perdonaría.


Varios años más tarde nos volvimos a encontrar. Y a pesar de todo, quise intentarlo con ella otra vez. Me costó cerca de dos años ganarme su confianza y recuperar su amor, hasta que lo conseguí. Fuimos inmensamente felices durante ese tiempo.


Cuando cumplimos veintiséis nos fuimos a vivir juntas y todo iba de maravilla, hasta que una maldita noche ella despertó aterrada, con los ojos llenos de oscuridad y lágrimas. Un especialista la trató y derivó de inmediato a psicología por un posible trauma, una recaída en una honda depresión.


El tiempo pasaba lento, llevaba un año de tratamiento y a veces pensaba que se recuperaría más rápido sin mí, sin que el dolor que yo le había causado en el pasado la atormentara al verme cada día. Pero no me iba a rendir…


Después de vagar por unas horas, decidí volver y armarme de paciencia hasta que se calmara y volviera a ser mi Laura de siempre, mi dulce Lau.


Cuando regresé, encontré la casa en penumbras, percibí una suave música proveniente de nuestra habitación… era un disco de baladas rock que escuchábamos cuando éramos jóvenes, en ese tiempo perfecto en el que nos habíamos enamorado.


Entré a la pieza con ganas de abrazarla, de decirle que todo estaría bien, que la amaba y lo lograríamos juntas. Los fantasmas se irían y volveríamos a vivir en ese mundo que solo ella y yo conocíamos. La vi recostada y no quise prender la luz.


―Lau, mi amor… estoy aquí ―susurré cerca de su oído y la besé. No obtuve respuesta.


La moví, acerqué mi oído a sus labios y, con un nudo en la garganta, noté que no respiraba. Alterada, levanté las mantas que la cubrían y encontré las sábanas regadas de sangre, sus muñecas abiertas y una nota empuñada.


“Perdóname, Muriel… te amo y siempre lo haré… pero me duele demasiado hacerlo”.


Mis lágrimas comenzaron a brotar desenfrenadas, besé su frente, sus labios…


La ambulancia llegó en pocos minutos, me dijeron que, además de los cortes, había tomado un frasco entero de pastillas para dormir. Su corazón se había detenido para siempre, ese corazón que tantas veces apuñalé sin piedad solo porque podía hacerlo, porque era mío…


―Adiós, mi amor, mi dulce Laura…


Mientras veía cómo se la llevaban, pensé que quizá por fin estaría tranquila, esas pesadillas y recuerdos ya no la atormentarían de nuevo, yo no la haría sufrir más con mi existencia. Quizá nunca antes me di cuenta, nunca entendí que para ayudarla a sanar sus heridas, en lugar de perseguirla y obligarla a olvidar mis errores, simplemente tenía que devolverle sus alas y dejarla volar sin mí.


Tenía que hacer lo que estaba obligada a hacer ahora: dejarla ir.

Escrito por:

Claudia-Bovary

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