VISITANDO A LA MUERTE
Visitar el Cementerio General puede parecer un macabro recorrido por el lugar donde la muerte habita. Sin embargo, deja una sensación de tristeza, desolación y oscuridad por eso que se esconde en cada una de las tumbas.
En esta ocasión, el grupo que realiza el tour avanza por lugares que guardan historias trágicas y amargas. La primera parada es frente a las sepulturas donde yacen jóvenes que la creencia popular ha consagrado como animitas milagrosas, adoradas con el fin de conseguir sus favores.
Más adelante, “Gato” Alquinta, a quien sus admiradores sacaron del nicho para construirle una sepultura, descansa junto a su hijo, fallecido un año después que el padre. A los lados, los lugares reservados para el resto del conjunto. Ellos y el músico fallecido desearon descansar en comunidad después de la muerte, tal como lo hicieron en vida.
Sobre la sepultura de un odiado criminal, incontables vidrios quebrados. Los vivos, sin importarles que haya abandonado este mundo, aún patean y dañan el sitio en donde el odio se descompone, una sensación de miseria humana y maldad lo inunda todo. En este punto, el guía del recorrido solicita a los visitantes separarse en grupos de cinco personas, ojalá que no se conozcan entre sí. Son conscientes de que el paso por este sendero desencadena sensaciones, quizá producto de la indicación de estar atentos a las propias percepciones. Una brisa fría roza las extremidades de varios de nosotros con tan solo acercarnos a la tumba, incluso antes de saber a quién pertenece. Sobrecogidos, es fácil adivinar que nada bueno yace en ese lugar. Los oídos perciben un leve sonido gutural, parecido a una voz masculina, intentado imponerse. Una joven, agitada, se atreve a exclamar:
—¡Yo creí que era el perro! ¿Lo sentiste? —En efecto, esa voz se hace escuchar solo para aquellos oídos más sensibles a este tipo de experiencias.
Víctor Jara yace en una galería entre filas de nichos. Pese a los adornos que rodean el sitio y el gran cartel con su nombre, tal vez pasaría desapercibido si el guía no indica el lugar. Recuerdos, admiración, impotencia y pena es lo que invade el cuerpo al mirar su última morada, un estremecimiento que la juventud que lo vivió guarda en el alma. ¿Eran su canto y sus creaciones tan peligrosas como para merecer una muerte cruel? ¡Los ideales tienen un poder que sobrepasa la fuerza bruta! El disparo de un ideal es más fuerte que una bala.
Patio 29. Al llegar aquí se impone una sensación que supera con creces al miedo, el alma se sobrecoge con un terror mayor al que puede provocar cualquier historia paranormal o leyenda pavorosa. Somos conscientes de que el olor a putrefacción y descomposición máxima que percibimos no proviene de los cadáveres que ahí reposan sin identificación, sino de seres vivos que, con la justificación de mantener el orden y proteger a nuestro país, fueron obligados a permanecer en silencio. Ser testigos de la historia de ese lugar corrompe más que el fin de la sinapsis y el comienzo de la podredumbre. Los imagino vivos, caminando en nuestras ciudades, zombis silenciosos que guardan secretos en sus bocas secas, amordazados por el temor y la muerte de sus almas. En ese patio el emocionante juego paranormal se transforma en algo serio. Allí el corazón anhela un contacto con el más allá. ¡La posibilidad de recibir respuestas para aliviar esas vidas que continúan amarradas al dolor de la muerte, atrapadas en un estado de paralización del tiempo, reviviendo el recuerdo de experiencias que no los dejan avanzar! Alguien apela a la economía, la broma más sórdida que se puede escuchar, no tendría gracia si fuera un ser querido quien yaciera amontonado entre aquellos cadáveres.
El grupo sigue su camino rumbo al objetivo que los convocara desde el principio: una psicofonía. Nos encontramos de pie frente a una tumba que, según médiums que han visitado el lugar en otras ocasiones, pertenece a un personaje que responde a los visitantes. Aguardamos expectantes. Se conectan los dispositivos para hablar con el hombre. El guía inicia el diálogo al pronunciar esta frase:
—¡No es nuestra intención molestarte!
—¡Pero lo haces! —Es una voz femenina la que responde.
El sonido es gutural, deja perplejos a todos los miembros del grupo. El guía continúa con la conversación. Una voz de hombre responde varias preguntas con sonidos claramente humanos, pero confusos, interrumpidos a ratos por los sonidos de mujer que intenta ser escuchada con desesperación.
Nos otorgan un receso antes de continuar el recorrido. Son unos minutos para fumar, relajarse y descansar un rato antes de culminar el viaje. El peor momento de la noche nos aguarda sin que lo sepamos.
Llegamos al desconocido pabellón de las guaguas NN. Encierra una historia sórdida: en su interior yacen prejuicios sociales y bebés muertos de los que nadie habló, pertenecientes a la alta sociedad chilena. El Instituto Médico Legal no quiso arrojarlos a la basura, pues estaban casi al final de la gestación, por lo que solicitó al Cementerio General que les diera sepultura. De esta forma fueron colocados en nichos con ocho bebés cada uno, hasta que se erigió una pared con distintas sepulturas. Descansan allí guaguas hacinadas, ni siquiera tienen nombres.
En ese patio conectan de nuevo los dispositivos. La comunicación tarda en lograrse, pero el sonido que se escucha deja mudos a hombres y mujeres, la fría noche se cierra amargamente. ¡Llantos de guaguas y esa palabra que nunca deja indiferente a nadie: mamá!
Es el final del recorrido por el Cementerio General. Al regresar, el frío es intenso, los autos estacionados están cubiertos por una capa de hielo. Sumando a esto la presencia de la muerte, la sensación es extrema.
El tour, lejos de relajar al visitante, lo deja en ascuas. Estimula preguntas sobre el final de la existencia, el misterio de esa muerte que reina en la última morada. Leyendas, historias amargas, relatos llenos de amor, cada tumba guarda en su interior una vida.
Escrito por:
Eva Morgado Flores