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DIOSES IMAGINARIOS. LA VISITA


El aspecto ancestral de la anciana despertaba en Carlos un profundo deseo de protegerla, no cesaba de mirarla desde el rincón. Las manos de la anciana revoloteaban en el aire con finos y delicados gestos. Sus delgados labios murmuraban en voz tenue algo semejante a una plegaria ininteligible, brotaba monótonamente desde lo profundo de su boca frente a la ventana resguardada por gruesos barrotes.


La tarde de aquel lunes del mes de julio era fría, oscura. Carlos, un joven de apariencia triste y ojos pardos, por instantes no lograba detener la irremediable carrera que emprendían sus varoniles lágrimas ante el sombrío y conmovedor cuadro de la anciana frente a la ventana. Ella se deslizaba por el piso con delicados y finos movimientos, parecía intentar los gestos de una danza antigua, quizá queriendo rendir culto a milenarios y fantasmagóricos dioses que giraban y lanzaban gritos de guerra dentro de su cabeza.


Carlos, inmóvil e incapaz de pronunciar palabra alguna, notaba que sus pies se entumecían por el frío y la falta de movimiento. Con el paso de los minutos su cuerpo parecía encogerse hasta convertirlo en un niño. La imagen de la anciana que oraba sin parar desaparecía en lo profundo de su mirada, presentía que nada podía hacer.


Transcurrió el tiempo y la ancestral anciana se rindió ante aquel cruel y doloroso cansancio, la fatiga de su rostro delataba los deseos de gritar ¡basta!, de encontrar un lugar donde reposar.


Carlos adivinó su fatiga y se apresuró a ofrecerle una silla. Ella se derrumbó y cerró sus ojos, experimentó el alivio de soltar cada músculo de su pequeño cuerpo; sus piernas y manos temblaban. Apretó los párpados apurando el esquivo sueño. Por largo rato sus labios no dejaron de moverse, la plegaria íntima, inventada en cada vuelta, brotaba desde lo más hondo de su ser; sin darse cuenta cayó en el ansiado sueño.


Carlos miró su reloj, faltaban veinte minutos para el término de la hora de visita. Al verla dormida sobre aquella silla metálica, tan indefensa y pequeña, la tomó en sus brazos para conducirla hasta la pieza doce, donde la esperaba una cama alta con oscuras correas que caían hacia los costados. Asió la manta roja que le había regalado en la última Navidad y cubrió el cuerpo de la anciana mientras besaba su frente. Aquel gesto paterno se igualaba al que ella, veinte o veinticinco años atrás, realizaba por las noches después de limpiar toda la cocina, al entrar a su cuarto para sentarse a orillas de la cama y deslizar la mano tibia por su rostro pequeño antes de desearle buenas noches.


¿Cuántos años habían pasado? Ahora ella era pequeña e indefensa.

Escrito por:

Alicia-Medina-Flores

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