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EGIPTO


Por fin ha llegado el gran día, estamos en el mismísimo Egipto. Somos un grupo al que nos une una sola inquietud. Después del trayecto en avión y luego de pasar por muchas peripecias como viajar durante largo rato a lomo de camello o, mejor dicho, a joroba de camello, mi pobre esqueleto está muy resentido, ¿valdrá la pena tanto sacrificio e incomodidades?, me pregunto. Nos acercamos al lugar grandioso y sagrado que todos esperamos: las tumbas de los faraones. Heme aquí, hoy, cumpliendo mi sueño dorado, tan dorado como las arenas de este desierto. No cualquiera se atreve con esta aventura, soportando los más de cuarenta grados y las tormentas de arena que se incrustan en la piel. Mi corazón se acelera, mi turno está por llegar. Por fin doy el primer paso hacia el interior, al bajar los escalones un frío envolvente me recorre de pies a cabeza, transpiro helado, es tan grande mi emoción que hago un esfuerzo para no desmayar. Un guía me indica que solo me puedo acercar hasta cierta distancia del sarcófago de uno de los faraones. ¿Quién me podrá explicar lo que acabo de ver? En uno de sus brazos alcanzo a divisar un costoso reloj de oro macizo (no podría ser de otro metal) que marca las doce en punto, no sé si del día o de la noche, eso me preocupa, porque el reloj está funcionando perfecto, de aquí escucho clarito el tic-tac. ¿Es una broma o enloquecí? Lo que sí sé es que mi despertador sonó hasta que se cansó y otra vez llegaré tarde a mi trabajo.


Escrito por:

Patricia-Herrera-Riquelme

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