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Capítulo 1 de El Florecer de los Cafetales




¿Qué es el amor? Fue lo último que se escuchó al instante de explotar la tragedia que arremetió a Nomos, un pueblo que se creía eterno. El silencio solemne colmó los rincones de un sótano en ruinas, franco enmarque de la desolación, en el que se colaron nobles manchas de luz que, asomadas incautas con su pereza matutina, dejaron ver una baya de café, apenas enrojecida, rodar por entre los escombros, como canica que inicia un juego, que impacta por los bloques caídos entremezclados del caos que altera la inactividad pulcra con resonancia y avanza enérgica en oda a la gravedad e inercia de las circunstancias.

Su fuerza amaina y preludia el pronto cese de su hasta ahora protagónico papel. No en vano es su travesía aquel insidioso sonido que sacude intruso la confusión de quien estuviese en el centro de la tragedia, Kara Golber, como prenda del sacrificio dejada en medio del caos.

Ella se ilumina por el sol, el cual escurre con mayor fuerza por entre los espacios de estructura en derrumbe. La baya de café reposa sobre el suelo a centímetros de su mano derecha. Kara vive este sonoro momento encerrada en su mente como en una habitación una mosca y su zumbido. Una brisa húmeda baja en espiral hasta tocar su rostro ovalado, que luce facciones delineadas como dibujadas a cincel, fríos labios de trazo grueso, delicada apariencia, joven y de tierno aspecto, pero lejos de gozar de esa personalidad.

Existe una serie de sensaciones horribles y desagradables, como estar a momentos de morir, el desenfreno de la ira o el despertar sin la certeza de que el cuerpo se encuentre completo. Kara en ese anestésico estado intenta, de manera infructuosa, abrir sus párpados para confirmar su condición corporal, pero estos, por efecto de la luz, se mantienen sellados. Enumerar cada parte de sí con leves movimientos es una manera de catear su figura. Parte por sus finos pies y, al moverlos, se asegura de que sus dedos estén en ellos. Continúa subiendo por su tronco delgado que se apoya en una cama improvisada de libros. Su mano derecha no responde al moverla. “¿Dónde estará?”, se pregunta, sin la fuerza suficiente para el control de sus parpados. Los huesos de su clavícula se contrastan entre la luz y las sombras. Su cabeza cede al movimiento al ganar la lucha ante una situación adversa, y, como un esperado milagro, deja relucir el color violeta de sus iris, que se enmarcan en una generosa forma de almendra. El cateo de su cuerpo termina cuando ensombrece su rostro con la mano diestra que tarde responde, confirmándose así completa. Nota que su largo cabello ondulado color alba se encuentra enredado entre benevolentes páginas de novelas azucaradas y otras, tortuosas, fragantes de razón. Observa el pecho de su padre que yace en esa cama y que el ropaje de libros no cubre por completo.

Kara destraba su percudida cabellera que debe ser blanca como su piel, pero que la humedad del suelo, el aliento del aire espeso y el constante desplome que alborota el polvo no le dan tregua y se pegan a ella como los momentos indeseables lo hacen en la mente.

Kara recuerda un dialogo días antes de la tragedia.

—¿Sabes, Kara, lo que me he preguntado esta mañana? —dice su padre en una confortable escena al calor de la cocina junto al aroma de pan recién horneado, abriendo y cerrando cajones en busca de un cuchillo para cortar el pan.

—Aún no tengo la capacidad de leer tu mente, padre.

Él sonríe y continúa revolviendo los espacios del mueble con minuciosa actitud. Kara deja caer un libro sobre la mesa y su padre se contrae en susto al compás del ruido que se produce. Está de espaldas a ella. Se acomoda en una silla y lo observa; sus suspensores negros arrugan su camisa blanca

—¿Qué es el amor? —dice su padre para terminar con el suspenso, y el bigote se refleja con su sombra en la muralla, al ritmo de sus palabras.

—Esa pregunta es fácil: tú, el mundo y yo sabemos qué es —le responde ella, que raspa con insistencia un pote de mermelada de amapola.

—Eso me temo y, con ese conocimiento, podemos describir cómo ama este tenedor —dice, luciéndolo sin voltear.

Regresa su atención al cajón de los cubiertos con ánimo vencido por el estatus que se le da al amor y, bajo este sentir, toma el pan con ambas manos y parte dos trozos irregulares.

—No quedaron derechos ni equitativos —le dice su padre, y le da un pedazo, al soplar y abanicar sus dedos con levedad para enfriarlos.

—¿Lo quieres para comer o besar? —pregunta ella, irónica. Él ríe divertido.

La cafetera suena con alboroto y echa vapor; las tazas esperan sobre la mesa, Kara sabe que la conversación recién comienza. Espera impaciente las palabras de aquel guía de vida que no hace más que explotar sus capacidades lógicas, exaltar la reflexión y la razón. Con sus dedos rebotando en la mesa, Kara se apresura en preguntar.

—Entonces, ¿qué es eso del amor?

—No caeré en el error original que nos aqueja y del cual somos parte. Dar a conocer el supuesto significado del amor nos lleva a construir vidas bajo sus conceptos y estos dirigen nuestra experiencia en el amor y un día descubres y comprendes que has sido engañado —se toma una pausa—, y te has alejado de la oportunidad de amar.

—Para mí, el tema sentimental es como azúcar para mi café, innecesario, y lo sabes, así que, por qué no te ahorras el discurso conmigo y me lo dices de una vez.

—Conozco tu obstinación y el grado que puede alcanzar; también sé que no descansaras hasta dar con la verdad de lo que hoy te planteo.

—Un nuevo juego —dice Kara—. Buscar esa respuesta será iniciar una travesía a ciegas, necesitaré una pista.

—Aléjate de las características y atributos propios de una cosa —le dice su padre.

—¿Cómo diferenciaré la copia barata del original sin una referencia?

—No necesitas referencias, cree y presta atención.

—Esto escapa a nuestros acostumbrados temas de discusión, que son críticos y que están bajo bases comprobables. Ahora me pides que me sumerja en un asunto fantástico del cual yo soy la principal escéptica —toma un sorbo de café —Si lograse llegar a una respuesta concreta, ¿de que servirá si la creencia común tiene mayor peso?

—Esta sociedad es un niño hambriento de lo tangible, pero cuando llegues a la respuesta entenderás que no va a haber forma de saciar a otros, más que tu propia hambre.

Kara, de vuelta a su presente, se incorpora luego de un largo tiempo en la misma posición. Comprende el escenario y dimensiona la realidad destructiva que deja aquel bombardeo. Para cualquier testigo sería un desgarro de cordura y el abrazo de la tristeza, pero ella solo escudriña con detenida paciencia. Lo que fuese su biblioteca y refugio, hoy se encuentra despojada de la utilidad propia de las cosas. Levanta su vista y se encandila.

Escucha la voz de su padre como venida desde lo alto, pero en verdad nace desde lo más profundo de sí. Busca en el recuerdo de la maraña confusa en la que se encuentra y regresa hasta momentos antes del desayuno.

—¡Hija, llegó el café!

Ella sale junto a su padre al antejardín. Camioncillos llegan al pueblo cargando bayas de café que reparten según pedido. Varios lugareños, como su padre, prefieren procesar los granos de forma manual, así conservan la tradición y no olvidan lo que fueron. Antes del cambio de clima y los tiempos sociales esas tierras eran grandes cultivos de cafetales; ahora reciben granos maduros traídos desde lejos.

Kara viste por completo de pálido limón, con una falda plisada que roza sus rodillas. Resaltan sus ojos reflejando al cítrico. Al notar el padre que el encargado no puede con el peso del saco por claros signos de vértebras enfermas, se apresura en su ayuda, monta la carga sobre su hombro y se despide.

Una baya de cafeto va a dar al suelo y queda girando en el baldosín lustrado. Kara lo detiene con su pie descalzo.

—Siempre hay un fruto que cae del saco —dice el repartidor con voz quejumbrosa al despedirse con una leve inclinación de su cabeza. Kara recoge la baya con los dedos de sus pies, lo coloca en su mano sin curvar su espalda, como bailarina en un écarté devant.

“Pronto morirá”, se dice Kara, al ver al repartidor alejarse en ese camión, al tiempo que se cuestiona si es ventajoso caer del saco. Avanza con esa baya volteando y girando su palma como en el juego de la payaya: así regresa al interior de la casa. Con cada ir y venir de su mano nombra a tres personas que ella considera desobedientes y que decantaron su razón a un objetivo de gran alcance: Ena, su madre, Artis, su padre y Zoe Génesis. Al terminar, vuelve a empezar. Esta última fue una científica genetista que grabó su apellido en un nuevo tiempo.

Kara se dirige a la biblioteca. El sótano se convierte en un refugio de innumerables libros que cubren las paredes. La luz puntual ingresa por ventanillas que se encuentran en el borde superior. Kara busca un libro llamado Revelaciones genesianas. La baya de café ocupa el espacio vacío al tomar el texto.

Repasa las páginas al acomodarse en un sitial tapizado de un tiempo antiguo, único mobiliario del sótano. Se pregunta irónica “Si tuviese que elegir lo imperfecto en mí, ¿qué sería?” La naturaleza argumentaba con seguridad estas preguntas antes del año 1983, después las respuestas fueron de la ciencia. Kara lee el icónico e inmortal discurso de Zoe Génesis.

“Es conveniente y necesario apresurar el curso normal de la evolución, proceso complejo que toma tiempo y nosotros, estructuras biológicas inacabadas, no gozamos de tanto, por esto he decidido apresurar su desarrollo y modificarlo para alcanzar la deseada perfección que procure sólidos cimientos. Es masoquista e inconsecuente tener las herramientas y no utilizarlas para algo noble como evitar ser víctimas genéticas de la deficiencia; imaginen gozar de un bienestar físico permanente y eliminar lo grosero, sádico y morboso de un diseño imperfecto. Sé que la mayoría piensa igual que yo, pero no todos poseen la valentía de la cual yo gozo, así que, con este deseo de ayudar a las próximas generaciones a evitar sufrimientos innecesarios, decidí tomar esta labor responsable entre mis manos, sujetando fuerte las riendas de la perfección. Para ello, he quitado lo defectuoso y he dejado la base de un camino ventajoso. Basta del empedrado recorrido de fe, buenos deseos y obediencia innecesaria a un sistema que pronto caerá. Debemos dejar de imaginar sin actuar: así no se construye el futuro. Estamos frente a un principio de finales, como la religión y la enfermedad, así también ante prometedores nuevos tiempos, como la perfección máxima. Sé que hoy no existirán gracias, sino lapidarios reproches y encadenantes consecuencias para mí, no obstante, nacerán esas generaciones bautizadas bajo mi apellido; cada uno será un gracias a mi intervención”.

Las emisoras transmitieron esta conferencia de ciencia que se celebra una vez al año y que se escuchó en cada rincón. Al finalizar el discurso de Zoe Génesis, el sonido de un disparo confirmó la muerte de la mesías. Dejó un escalofrío inquietante de temor y desconcierto.

Kara es parte de las nuevas generaciones, una llamada “génesis”. La genetista logró la perfecta individualidad, pero no advirtió que en conjunto sería la más imperfecta sociedad, y nada que lleve a un sistema totalitario y esclavista está libre de maldición, ni siquiera lo que parece una ventajosa selección genética. Después de Zoe Génesis, el mundo se dividió en dos; los que nacieron bajo la recurrencia genética perfecta y los que no, quienes fueron nombrados “elenos”, en honor al último religioso que dio una ardua batalla por defender lo que creía salvación. La religión llegó a su fin y la ciencia ganó protagonismo con la libertad de experimentar.

Los escritos encontrados de Génesis sirvieron de leña para avivar la llama de historias que se narraron quijotescas de sus hazañas científicas, hermoseadas en románticas descripciones, cuales flores de loto que nacieran en el pantano de la insurgencia.

Una icónica pintura retrata a Zoe Génesis con unas tijeras y una hebra de ácido desoxirribonucleico (ADN). La humanidad posee grandes secretos. Uno de ellos es el que acarreó a su tumba esta genetista, lo que impide la recreación de su proeza y solo resta esperar el nacimiento de humanos modificados genéticamente y mantenerlos bajo resguardo.

Kara vuelve a esa mañana donde raspa el pote de mermelada. Su padre se sienta junto a ella. Luego de servir el café, rescata una pizca sobrante de amapola y la esparce en su pan.

—¿Por qué vuelves a las bases? —pregunta su padre, quien señala el libro con sus cejas.

—Venía del sótano. Buscaba una repuesta, porque también tuve una pregunta esta mañana.

Kara se lleva a la boca un trozo de pan que le impide hablar.

—Espero no sea fácil como la mía —dice el padre, irónico y la observa masticar—. ¿Sabes lo curioso de esa científica?

Kara se expresa con una abertura mayor de sus ojos al desconocer la respuesta.

—Decía que tenía sueños maravillosos y seductores. Nombró a su experimento como “el fruto”.

—¿Eso nos convierte en el pecado? —pregunta Kara al dar un sorbo al café.

—Solo quien lo use para deseos propios o bienestar de unos pocos. La genetista nos liberó de grandes males, pero otros aprovecharon esta oportunidad para hacernos prisioneros. Somos oasis individuales caminando en un desierto. No paro de pensar que gozamos de un cerebro maravilloso, el cual se veta de un pensar crítico, bajos cientos de obstáculos y estímulos innecesarios. En conjunto, somos fácilmente orientados en nuestro pensar y actuar, pero si repasamos las historias de los pueblos, solo una persona al mando ha cambiado y marcado tiempos; en las manos de uno está el bienestar o la desgracia de muchos —dice su padre.

—No me mires —dijo Kara—, que si de mí dependiera yo apagaría este mundo. Traería la desgracia.

—Lo sé. Por eso te he dejado el nuevo desafío y te pediré además, valiéndome del recorrido juntos y esperando que evites las trampas, que me prometas que evitarás ser el interruptor que termine de dejar a este mundo en la oscuridad —sitúa un tenedor frente a Kara— hasta que descubras en ti lo que no podría sentir este tenedor —declara su padre.

—Los tenedores no sienten —responde Kara.

—Creo que ya sabes por donde comenzar.

Después de un amplio silencio, el padre de Kara refleja un semblante acongojado, ni siquiera el café lo estimula para sacudir ese grado emocional acabado que representa.

—¿Qué ocurre, padre? —él, con la taza de café entre sus manos, se levanta a dar pasos por la cocina. Su atención se vuelca al exterior. Desde la ventana la claridad de la mañana ilumina y hace relucir la piel de su rostro humedecido de vapor, así como también el cristal.

—Ayer aquel joven de enfrente recibió “el llamado”.

—Es lo que sucede, de qué te sorprendes. Somos una cuna casadera. Los jóvenes debemos cargar con el lastre de ser esposos solicitados por catálogo desde las ciudades —Kara dibuja en el cristal empañado la figura de hombre colgado de un dogal—. Un día recibes un llamado y eres apto para cumplir las exigencias del solicitante y debes partir para siempre.

—Sabes que un día vendrán por ti —sentencia su padre.



Escrito por:

Almma Balcázar

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