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EL GRILLO

Solo se deberá abrir la boca cuando la palabra sea mejor que el silencio.

Pagoto

Mi cabeza está trastornada producto de una farra. Intenté mitigar la gran cantidad de problemas que me atormentan con una gran ingesta de alcohol. Luego vomité cuanto pude en mi baño sombrío adornado de bacterias.

Mi mente está en otra constelación, las neuronas se pierden por culpa de la bebida que borra todo, incluso el sueño. Un cúmulo de arañas y serpientes chamuscadas me persiguen en medio de la nada, tratan de meterse en mi cerebro carbonizado, es incapaz de pintar de negro la muralla que retrata mi malparido estómago.

A lo lejos, un ruido se escucha.

Arrodillado, como pidiendo perdón frente a la taza blanca y maloliente, expulso lo que mi vientre contiene, mientras a mi cerebro acuden recuerdos difusos sobre mi situación. Una campana silenciosa, que únicamente yo puedo oír, anuncia que mi día ha terminado. Un perro llora, quizá por mí, ya que no soy capaz de alimentarlo.

Con los ojos llorosos por el esfuerzo y sin que las arcadas hayan cesado, me veo en el reflejo del piso cubierto con mis sobras, fiel muestra de la podredumbre que represento. Hasta el frío suelo me rechaza, el aire que apenas consumo señala que voy por el camino equivocado.

Mis orejas están rígidas, carecen de tímpanos; no soy capaz de sentir en esta condición, pero sé que algo se escucha.

Al pasar los minutos, mis neuronas poco a poco vuelven a conectarse y captan una sutil y lejana señal que despierta mi audición, al parecer, la produce la resonancia crujiente de un ser indescifrable. Lo percibo como un crepitar, similar a alguien golpeando una superficie dura como mi cabeza, así que intento levantarme de mi lugar de adoración. Después de la muerte de mi hijo y mi mujer este sitio se convirtió en mi sagrario permanente, transformé todo lo que me rodea en un santuario infesto, carente de un altar que cubra la hostia de pan podrido que amasé en mis noches de inconciencia. Perdido, impedí incluso que los pájaros sin nido me trajeran hojas de menta para aliviar mi doliente estómago.

Algo se escucha otra vez.

Afirmo mis pantalones con mi fría mano llena de restos alimenticios, me dirijo con pasos lentos hacia el lugar que atrae mi atención con sus retumbos. Supongo que alguien llama a mi pórtico para invitarme, como siempre, a ingerir aquella droga que me hace olvidar, o quizá es alguien con la intención de machacar mi cerebro para hacerlo entrar en razón.

Abro la puerta, pero no encuentro a nadie. Únicamente el espacio y la oscura noche de mi alma me miran quietas, absolutas y en silencio. Me enfrento al vacío sin una esperanza que me lleve al lugar correcto que mi condición necesita.

Una vaca muge llamando a su ternero ―creo que solo yo la escucho―, el sonido me hace lloriquear como un cachorro hambriento sin una madre que lo amamante.

“Cri…”, se escucha.

Mis ojos enrojecidos miran medio dormidos aquel umbral que parece burlarse de mí. Empecé a odiarlo desde el instante en que dejó de mostrarme lo que tanto deseaba, a mi esposa e hijo, ambos con su brillante sonrisa saludándome: “Hola, amor”, “¿Cómo estás, papi?”.

Comienzo a sentir la rabia corroerme y transformar mi rostro en una calabaza inservible, rota y deformada en la que ni siquiera se podría verter agua. Paso la mano por mi cara, pero no la siento; carece de sustancia, se encuentra tan vacía como yo.

“Cri…”, se oye otra vez.

Todo da vueltas, mi corazón comienza a palpitar encabritado. Caigo al piso como un saco lleno de escombros inservibles, quedo tirado en la soledad pétrea, aturdido. Percibo de pronto un sonar de campanas sin compás.

La oscuridad domina a mi alrededor. La tenue mirada de una rata se fija en mí, parece tener la intención de comerse mis uñas, me dejaría sin poder rascarme ni quitarme la mugre que cubre mi esqueleto.

“Cri…”, se escucha.

Pasadas unas horas mi organismo empieza a reaccionar, al principio lento, después apresurado. Soy consciente del tiempo y el espacio en que me encuentro. Siento el latido de mis sienes y mi núcleo. La sangre recorre mis piernas, brazos y órganos llenándolos de una energía renovada. Con mucho esfuerzo, me levanto.

Mis ropas lucen como siempre: abandonadas, sucias y malolientes. Cuando las miro me da la impresión de que vociferan: “¡Bótanos!”. El olor que destilan no lo soportaría la más sucia alimaña, ni siquiera aquellas que roen la maldad que nos guardamos y de la que no podemos despojarnos. La voluntad que poseía se la llevó un fuerte ventarrón junto con la tierra bajo mis pies.

“Cri…”, escucho de nuevo.

De pie y frente a un espejo que adorna la entrada, veo mi atormentada faz sonriendo, quizá se mofa de mi aspecto. ¿Qué otro motivo puede tener? Perdí la felicidad en el momento en que la primera bebida que sorbió mi cuerpo hizo rebotar mi cerebro hasta perderse en un negro barrial vomitado y lanzado al espacio por los burladores. Se reúnen en las plazas para mofarse del estado de todo aquel que se abandona y se deja llevar por el camino torcido, ese que lo guiará directo a una manada de tigres ciegos con afiladas garras que se negarán a soltarlo.

“Cri…”, suena otra vez.

Examino las murallas y los rincones para encontrar el origen de este ruido que comienza a atormentarme, pero es inútil. Siento que mi existencia cayó en un agujero descubierto por mi conciencia, atrapada en los lejanos rincones de una abandonada aldea en la que ni los cuervos hacen nido, donde el verde pasto fue carcomido por la envidia y la codicia que germinaba sin que nadie se lo impidiera. La razón allí no existe.

Rememoro mi pasado, es difícil extraer recuerdos de mi memoria. Las imágenes se almacenan desordenadas y se niegan a fluir con claridad producto del néctar maldito que ingerí hasta corromper y dar muerte al entendimiento.

“Cri…”, se escucha.

Mi mente se aclara y creo saber de dónde proviene esa vibración, el sonido lo produce un juguete que pertenecía a mi hijo, Carlos, cuya oscilación me llenaba de alegría al escucharla. ¡Sí, es igual! La angustia me hace su presa y las ansias por volver a oír aquel chasquido enrarecen mi intelecto ante el deseo forzado. Me envuelve el dolor del duelo, mi hijo inocente y puro no está junto a mí, se extinguió su vida… también por mi culpa.

Mi conciencia me hace sentir como un despojo humano abandonado en medio de la calle que, una vez recogido por un alma piadosa, es encaminado por la senda que purificará su mente atormentada. El dolor que me aqueja se aleja sin mirar atrás, siembra surcos ralos donde germinará la semilla que traerá paz a mi alma, los peces volverán a nadar en el agua de mis ojos.

Ansío limpiar la suciedad que cubre mi cuerpo y mi esencia. Hago correr el agua de la ducha y me meto bajo el chorro para que se deslice por mi piel, purifica los restos de roña enquistados en mi cuerpo durante aquellas noches perdidas.

Ahora todo parece estar más claro. Algo me indica que debo dejar a un lado eso que me embota. Aquel retumbo en mis oídos es posiblemente el anuncio del cambio que debo lograr, sin embargo, para hacerlo necesito recobrar el ánimo perdido y mi fortaleza. Quizá ese dulce sonido sea el presagio de una verdad dilapidada que ha llegado a iluminar mis adormiladas sienes, largo tiempo ennegrecidas por una tormenta que me despojó de la nobleza de espíritu y la felicidad.

“Cri, cri…”, se repite.

Lo oigo cada vez más cerca, casi encima de mí. Parece una gran muralla que se cierne para aplastar mi cuerpo y dejarme abandonado frente a un horizonte, a su término yace un precipicio que adsorberá mis pensamientos hasta ahora ocultos en una bóveda.

“¿Qué será? ―me pregunto―. ¿Un pájaro? ¿Una ventana mal cerrada? ¿El viento…? ¡No, los tintineos son diferentes! Es algo que quiere que mi entraña se recupere, un aviso. ¡Eso debe ser! O quizá mi imaginación me hace escuchar vibraciones inexistentes para mantenerme en dolor permanente. Si es así, ¡lo merezco! Sí, soy igual a las alimañas que se comen los ojos de otros para evitar que vean lo que esconden dentro de sus corazas podridas, sabandijas que no merecen recibir ni el aire enrarecido de los cuerpos que han ido a descansar al cementerio”.

“Cri, cri, cri…”, se escucha.

¡Señor, ayúdame a encontrar lo que perdí! A mi alrededor sigue el bullicio, me mantiene en vilo. Creo que resulta positivo, pues permite que me aleje de las horribles consecuencias del daño hecho a mi cuerpo y me distancia de las sombras que se deslizan silenciosas por las paredes.

El eco debe ser un mensaje, ¡tiene que serlo! Lo deseo, lo espero. Seré bendecido por aquello que intenta redimirme y sacar de mi interior lo que está enquistado en mi hígado hecho pedazos.

Las uvas fermentadas y convertidas en brebaje ácido reemplazaron de mil maneras el buen funcionamiento de mi cerebro y hoy siento desprenderse una a una mis neuronas, si continúan dejarán solo silencio en mi cabeza, quedará completamente hueca.

“Cri, cri, cri…”, retumba otra vez.

Cuando me quedé solo, luego de que mi amada esposa partió al lugar sin retorno, mi vida fue un calvario; un cúmulo de espinas se clavó en mi cuerpo, dañó mi mente y descompuso mi espíritu. La única manera de alejar ese mal era bebiendo, el alcohol fue el remedio que me receté. Sus resultados jamás fueron positivos, me trajeron angustias infinitas y sufrimientos que cada noche intentaba expulsar de mí, arrodillado frente a mi trono blanco, azotado por arcadas continuas que me impedían respirar y me incitaban a desear el fin de mi vida. En más de una ocasión quise marcharme a un sitio en el que nadie se fijara en quién llegaba y por qué.

Desde entonces la existencia se descalabró. Abandoné todo, incluso a mi hijo quien, perdido en los confines de la existencia y la eterna amargura, se sumió en un tempestuoso mar que lo hundió en una enfermad incurable: la soledad. ¿Quién tuvo la culpa? Yo, nadie más que yo. Ahora que estoy desierto extraño la compañía de los que me amaban.


Con la ayuda de Dios, quizá algún día recupere el tiempo que perdí mientras mi cabeza yacía sumida en el embrujo del alcohol. No quiero terminar tirado en la ciénaga junto a los huesos de una vaca que la tierra engulló. Con la ayuda del Supremo no será así.

“Cri, cri, cri…”, escucho.

Me dejo llevar por la audición reestablecida, busco al causante del susurro que mantiene mis neuronas alertas, lo siento más cerca. Camino hacia la ventana y la abro con la esperanza de encontrar al autor, pero no hay nadie. El aire helado entra a la casa y veo en el cielo las estrellas brillando en el espacio interminable. Percibo aquel murmullo una vez más, así que continúo buscando.

Me alejo de la ventana y me acerco al cristal de cuerpo entero que mi querida esposa utilizaba para verse y encontrar defectos que jamás vi. El reflejo no me dice nada, solo muestra una silueta decadente. Noto que el espejo ha sido carcomido por el paso del tiempo, descubro la verdad oculta sobre mí: soy un ser cuya conciencia ha sido devorada por gusanos que corrompieron vilmente cada uno de mis pensamientos.

“Cri, cri, cri…”, oigo más cerca.

Busco por todos lados sin éxito, hasta que mis ojos se posan en el marco superior del espejo; ¿es un insecto? ¡Sí! Como esculpido, un pequeño punto de color indefinido genera el ruido que me ha despertado. ¡Es un grillo!

El animalito parece saber que lo miro, pues comienza a cantar y el suave sonido me despoja de la insensatez, la infamia y todo aquello que me mantuvo prisionero.

“¡Cri, cri, cri!”, ahora se escucha más fuerte.

―¡Pequeño ser! Has despertado en mi interior los recuerdos casi olvidados de mi hijo; también los de mi amada esposa, ya que te has posado en su lugar predilecto. ¡Tú! A quien con solo un dedo podría poner fin, ¡callarte para siempre! ¿Quién eres para despertar los recuerdos que pretendo olvidar? ¿Te envió alguien o viniste por tu cuenta? ¿Quieres llevarme adonde los seres se sumergen y dejan de inhalar el hálito?

Todo se sume en silencio, las palabras han sido arrasadas por un viento indolente incapaz de escuchar ruego alguno.

―Cri, cri, cri… ―Es la respuesta que recibo.

―¿Así que es cierto? ¿Te enviaron?

―Cri, cri, cri…

Caigo de rodillas, no frente al excusado, sino a una blanca muralla que sostiene una fotografía de mi esposa e hijo. Parecen querer hablarme desde la imagen.

―¡Te enviaron para avisarme que aún tengo esperanzas de vida! ¡Eso debe ser!

Una grata sensación de paz me inunda. Siento que mi cabeza recorrió los confines del universo y ahora regresa renovada, sin la necesidad del elixir envilecedor que antes calmó mis penas. Mis tormentos se alejan, mantengo los ojos fijos en la imagen y camino fuera de aquel oscuro mundo.


―Cri, cri, cri.

―¡Oh, Señor! ¡Ayúdame a encontrarme y a encontrarte! Fueron tantos los días y las noches que estuve alejado de ti, consumiendo aquel brebaje amargo, que me alejé de todo, hasta de tu magnificencia. Mis alas no pueden volar, por eso caí hasta este precipicio sin fondo que me engulló con la voracidad de un águila.

Me callo y me encomiendo a Cristo en medio del silencio impenetrable. Ansío ser distinto y pido ayuda a los cielos.

―Cristo, intercede ante nuestro Señor para que toda la maldad acumulada en mí sea diluida como un témpano cuyas aguas van a dar a un río de buena crianza, un río del que puedan beber los animales. Libera mi espíritu y escucha mi oración sin que nada se interponga entre tú y lo que te imploro.

Mis ojos miran hacia el cielo y las lágrimas se deslizan apagadas por mis mejillas descoloridas. Mi rostro está adornado por notorios surcos producto de las noches en vela, esas en las que olvidé mis sentidos y mi conciencia.

Veo claramente a un grillo gigante que me mira compasivo.

―Cri, cri, cri.

―Es tiempo.

―Cri, cri, cri… ―responde.

―¡Tú! ―Lo señalo―. ¡Haremos un pacto!

―Cri, cri, cri. ―Considero afirmativa esta contestación.

―¡Prometo cambiar! No habrá más náuseas revolviendo mis intestinos ni me obligaran a agacharme frente a la blanca loza en busca de apoyo y sacudido por las arcadas. No habrá murciélagos siniestros guiándome por las noches a aquellos lugares donde los mortales ahogan sus penas y dejan su alma. Tampoco habrá conversaciones infructíferas con alcohólicos inmundos que en lugar de dar consejos solo causan confusión. ¡Tú permanecerás donde estás! Te volverás mi guía y me alertarás cuando intente desviar mi rumbo.

―Cri, cri, cri. ―Recibo como respuesta, o así lo creo.

De esa forma pasan los días y las noches. Me mantengo lúcido observando el cuadro que adorna este lugar especial en mi hogar. Todo brilla otra vez, incluso mis ojos han despertado de su letargo.

El grillo permanece como esculpido en su lugar, elegido y perpetuo. Cada vez que abro la puerta lo oigo, claro y cercano, me hace saber que no me abandonará hasta el fin de mis días. Mi mente despertó de ese sueño tormentoso provocado por el licor que consumía para eludir mi existencia, pero eso ha terminado. Cambié el camino agreste por uno encausado en valles de nubes blancas que sonríen. El viento acaricia mi rostro y me ilumina cual luz de cirio que alumbra un altar.

“Cri, cri, cri...”. ¡Qué sonido más especial! Su singular bullicio me trae los hermosos recuerdos que asumí al contar con un regalo por Dios otorgado: el amor de dos seres que, lo sé, están junto a Él en el cielo. Desde aquel lugar sagrado velan por mí, vigilan que no ensucie mi garganta con la ingesta desmedida de licor, esa que con la ayuda de los que creí mis amigos, conseguía sin medida. Digo creí porque cuando dejé de aceptar sus invitaciones y de pagar lo que consumían me abandonaron cual trasto viejo e inservible.

“Cri, cri, cri, cri, cri, cri…”, se escucha en los lejanos montes en donde reposa la moral que cubre los cuerpos de los arrepentidos.

¡Vino infame, que matas de a poco, te maldigo para que no te tome nadie!


Escrito por:

Patricio-González-Tobar

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