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El Último Souvenir




A la muerte, la carrera no se la gana nadie.

Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez.


Los regalos pueden ser detalles memorables que dejar no solo en el estante de la casa como trofeo, sino también dentro de lugares especiales, como el corazón. Se dice que no importa lo que sea, sino cuánto significa para ti la persona que te lo regaló. Por eso, cuando los dos hermanitos rompieron el tazón favorito de su madre, sabían que no podrían encontrar uno igual, aunque quisieran, pero tenían que intentarlo.

La familia, compuesta por dos hermanos de dieciocho y doce años junto a sus padres, se mudó a la ciudad de Zaragoza, en España. En la primera semana, fueron de viaje a Málaga, una ciudad muy bonita al sur del país que les recordaba a Chile, su país de origen. Ahí, aprendieron una gran cantidad de costumbres y se bañaron con la luz de la fiesta de pascuas que año a año se festejaba a lo grande en la localidad. Durante ese periodo, compraron muchos souvenirs, pero el que más recordaban era uno que su padre adquirió en la biblioteca municipal de la ciudad: un tazón hecho a mano con una pintura de Picasso. Su papá amó tanto el objeto, que nunca lo dejó de ocupar; lo usó hasta el día de su muerte.

Perdieron a su padre en un trágico accidente hacía unos años; muchas de las cosas que estaban en casa les recordaban que no se había ido a ningún lado, se encontraba vivo entre sus recuerdos. Entonces, cuando el tazón se rompió por accidente, ambos se miraron asustados; comenzaron a sudar frío y toda la ansiedad que tenían acumulada la expresaron con un grito, al unísono. Sabían lo importante que era el tazón para su madre, así que darle esta noticia sería como un balde de agua fría que se sumaría a la presión del trabajo.

Aquel día su madre se encontraba en Barcelona, así que los niños, durante las vacaciones de invierno, para Navidad, estaban solos en la ciudad; disfrutando del frío con videojuegos y chocolate caliente. Cuando ocurrió la gran catástrofe, planificaron un guion que no le provocase un colapso a la mujer; el mayor era el que más asustado estaba, recién había cumplido la mayoría de edad, se volvía poco a poco adulto; no se podía permitir un accidente de ese tipo. Necesitaba la confianza de la madre para todos los años de estudio por venir, así que simplemente acordaron una misión imposible: viajar a Málaga durante la noche, visitar la biblioteca, comprar el mismo tazón y volver la madrugada del día siguiente. En caso de no encontrarlo, tendrían que decir la verdad, pero querían eliminar esa opción.

En España no se solía hacer viajes tan largos en bus, era mucho más común viajar en avión, incluso más barato en algunas ocasiones y además, las distancias eran más extensas en Europa. Pero ellos venían de un país largo y angosto, así que no tenían problema en viajar ocho horas mientras durmieran en el bus. Recordaron que la misma distancia se daba entre Viña del Mar y Concepción, sabían que no era gran cosa. Lo único que tenían claro, era que el sol malagueño se haría presente durante los próximos días, así que procurarían no enfermarse en el camino.

Cuando llegaron, eran recién las ocho de la mañana; todo continuaba cerrado, una que otra persona en las calles, excepto en la avenida Larios, donde se ubicaba el centro histórico de Málaga, que ya estaba repleto. Viejas ruinas de los tiempos de los romanos e iglesias construidas probablemente en la Edad Media eran lo más atractivo del lugar, sin mencionar que las luces de la misma vereda, durante la noche, transformaban el paraje en un lindo panorama durante las fiestas. No se quedarían a verlas, pero aun así, podían sentir el espíritu navideño en cada rincón de la ciudad. Observaban apacibles, mientras tomaban un rico chocolate caliente con churros en uno de los locales más famosos de la ciudad. Necesitaban aprovechar el momento, el viaje era una misión imposible que debían, al menos, disfrutar.

Era la primera vez que viajaban solos. Por lo general iban de Zaragoza a Barcelona cuando la estancia de la madre se prolongaba más de la cuenta, a veces durante los fines de semana y otras, en feriados largos. Además, todo les recordaba a su padre, así que estar lejos de casa producía unas gotitas de tranquilidad necesarias para sobrevivir en ellos.

Durante la mañana, se miraron emocionados por todo lo que estaba por ocurrir; solo al llegar a la biblioteca fue que volvieron a sentir retorcijones, como si recién rompieran el tazón. Entraron al recinto, no les pareció tan impresionante como la primera vez que lo habían visitado. El diseño era muy similar a todas las bibliotecas de España: con dos pisos, formato circular, lleno de libros y mesas de estudio. En un costado, como si se hubiera detenido en el tiempo, estaba el sector de souvenirs, completamente vacío. A esa hora aún no llegaba alguien al recinto, exceptuando a una abuelita que se veía al fondo del pasillo observando las imitaciones de Pablo Picasso que estaban colgadas. La abuela, sin duda, había decidido ir a primera hora al museo, por algo que ellos ignoraban; solo querían comprar lo que necesitaban, quizá despreocuparse en el camino y recorrer la ciudad de Málaga antes de volver a casa.

Al llegar a la sala de recuerdos, miraron los estantes, recorrieron todo el lugar minuciosamente, pero no pudieron encontrar el tazón que estaban buscando.

Debe ser una broma, debe ser una broma —dijo el hermano menor.

—Hola, buenos días, estamos buscando un tazón que tiene estampado el Guernica, de Pablo Picasso.

—¡Buenos días! —los saludó la señorita con entusiasmo—, ese tazón en este momento se encuentra descontinuado —abría la tienda, así que apenas los miró—, pero tenemos muchos tazones de las obras de Pablo Picasso, espérenme un segundo y se los busco, ¿vale?

—No, gracias, estamos buscando precisamente ese artilugio, no otro. Por casualidad, ¿no sabe si lo venden en otra parte?

—Si te soy sincera, no sabría decirte. Tendrías que darte una vuelta por Larios o el museo de Pablo Picasso. Lo que pasa es que muchas mercancías llegan a distintos locales, así que de seguro está por ahí. Pero como te digo, está descontinuado. Desde el año pasado que no nos llega uno igual.

Los hermanos se miraron con expresión de angustia, estaban en el peor escenario imaginado: sin tazón ni esperanzas. No tenían otra opción que sentarse en el bordillo del museo a pensar qué hacer, ¿y si se lo decían a la mamá?, ¿si eran sinceros? Sabían desde un principio que el valor sentimental del tazón era más grande que el de cualquier otro en toda Andalucía, así que no podían simplemente comprar uno diferente para reemplazarlo; además, no podían delatar su viaje al otro extremo de España.

—Estuve escuchando su plática. ¿Están buscando el tazón Guernica de Pablo Picasso? —una voz a sus espaldas interrumpió su conversación y dilema. Se trataba de la misma anciana que veía ensimismada los cuadros de la estancia, solo que esta vez se había interesado en ellos—. No sé si les sirva, pero yo tengo uno igual en mi casa y se está empolvando. Sé que no es lo mismo, pero si lo necesitan tanto, yo se los obsequio —dijo con un marcado acento Andaluz, frases que no incluían el vosotros y que a los chicos les recordaba bastante el modo de hablar chileno.

—Muchas gracias, señora, pero… —dijo el menor.

—Por favor, llámenme Eliana. —Les dio la mano mientras se sentaba junto a ellos. A pesar de sus sesenta años, se veía bastante ágil. Sin duda, el ambiente mediterráneo era maravilloso para las personas.

—Agradecemos el gesto, doña Eliana, pero no queremos molestarla; además, creo que deberíamos volver a casa.

—Oh, no se preocupen. Sé que es mal visto que una señora invite a su casa a dos jovencitos, sobre todo en estos tiempos, ¿vale?, pero no hace falta que entren, ustedes esperan afuera, yo se los entrego y listo; de hecho, vivo en un piso muy cerca de aquí, ¿les apetece?

—De verdad que nos quedamos sin palabras —dijo el mayor—, es que nosotros teníamos un tazón que era muy importante para nuestra madre y lo rompimos. Entonces se nos ocurrió venir a comprar otro sin que se diera cuenta.

—Se nota que han venido de lejos, ¿de dónde son?

—Estamos viviendo en Zaragoza, pero somos de Chile.

—De Chile, ¡vaya! Yo tenía amigos de Chile, ¿no les afectó lo del terremoto?

Siempre escuchaban la misma pregunta en Europa. Chile, por lo general, era reconocido por tres cosas: La dictadura, el vino y los terremotos. Al menos podían hablar de una de ellas; de hecho, para el 2010 se encontraban de vacaciones por Concepción, así que siempre, en algún momento, en la escuela, por ejemplo, terminaban contando la historia de cómo subieron a los cerros por las alertas de tsunami en el área. Pero esta vez no vamos a escuchar esta historia.

Los tres caminaron por la ciudad alrededor de quince minutos, hasta que llegaron a unas casas que se situaban encima de locales comerciales. No alcanzaban a ser departamentos, pero tenían la pinta. Dentro, relucía un pasillo enorme con solo tres puertas principales. La señora vivía en uno de esos departamentos pequeños, así que los hizo esperar en la escalera mientras buscaba el tazón y volvía. Los hermanos se dieron cuenta de que los minutos pasaban lentamente; la mujer se dio el tiempo de envolverlo, intuyendo que volverían a Zaragoza el mismo día. En el fondo, ella sabía que el viaje había sido un impulso; hecho solo por el amor que le tenían a su madre, algo que a ella le conmovía hasta los huesos.

—Pues aquí lo tienen —les dijo la anciana mientras entregaba el tazón al mayor.

Ellos se miraron y luego de hablarlo a solas, decidieron invitar a la señora a almorzar. No se habían dado cuenta de cómo pasaba la hora, pero después de todo era mediodía y necesitaban probar por última vez las tapas al frente de la cafetería del museo de Picasso.

Luego de una agradable tarde conversando, pasaron las horas y al fin llegó la pregunta que uno de los hermanos se había estado haciendo desde un comienzo.

—No sé si está bien que pregunte, pero lo haré de todas formas…

—Por favor, creo que tengo edad suficiente para contestar preguntas difíciles. Cuéntame, niño.

—Nosotros fuimos temprano a la biblioteca, bueno, por la razón que ya le explicamos, pero ¿usted qué hacía? —el hermano mayor lo observó con una mirada fulminante.

—No se preocupen, creo que es una pregunta bastante justa, luego de todo lo que les he preguntado yo —dijo mientras sorbía el chocolate caliente—. Lo que pasa es que desde hace años no veo a mis hijos, y la biblioteca, qué sé yo, su ambiente, me provoca cierta nostalgia y tranquilidad. Sé que es raro decirlo, pero ustedes me los recuerdan.

—¿Qué edad tienen sus hijos?

—Oh, ya son mayores, padres de familia, pero hace tiempo que se fueron de casa.

—Nos alegra conocerla —dijo el menor mientras sonreía nervioso—, de verdad que hoy es un día bastante agradable.

—Ni se imaginan, para mí es un día muy especial.

—¿Por qué? —preguntó el mayor, quien hasta entonces solo escuchaba la conversación de la anciana.

—Es mi cumpleaños —respondió mientras le corría una lágrima por el rostro—, hace un tiempo lo pasábamos juntos, pero creo que esos días no volverán. No me miren así, sé que no estoy tan vieja, pero qué sé yo…

—Sabemos cómo debe sentirse, hace unos años perdimos a nuestro padre…

—No hay día que no lo recordemos, pero aun así, lo tenemos en pequeñas cosas en nuestro hogar, siempre está él.

—A lo mejor sus hijos hace tiempo no la visitan, pero puede disfrutar con nosotros su cumpleaños. ¿Qué le gustaría hacer? Nosotros nos vamos en la noche, así que aún tenemos tiempo.

—No quisiera ser una molestia…

—Para nada, usted pida algo y nosotros la acompañamos.

—Ya que me lo ponen así… siempre quise subir a la noria con alguien. Les prometí a mis hijos que iríamos, pero nunca se dio el momento, ¿les parece si vamos?

Ambos asintieron mientras se encaminaban hacia la costa de la ciudad. No era la primera vez que se gastaba diez pavos para subirse en una noria, pero sí la primera que lo hacía acompañada. Los sentimientos que sintió fueron suficientes para volver a sonreír, para olvidar el pasado por un segundo y darse cuenta de la inmensidad de la ciudad.

Aquella tarde de diciembre, mientras se bajaban del juego y caminaban por el gran muelle, algo los sacó de su trance. Comprendieron, observando a los turistas, a las familias y hasta las abuelas solitarias, que se alegraban de que la ciudad oscureciera, que era hora de ver las luces navideñas. ¡Qué espectáculo! La calle Larios se inundaba de colores, y era imposible no dirigirse hacia la estrepitosa música que de ellas emanaba. Los tres decidieron comer unos gofres, solo para observar todo a su alrededor y ser felices por unos minutos.

Durante los últimos momentos del viaje, abrazaron a la señora; le dieron un beso en cada mejilla y se despidieron como si dejaran de ver a un familiar para siempre. Les recordó cuando se habían ido de Chile y se despidieron de su abuela, pero para la señora significaba algo más. En ese momento, no solo se estaba despidiendo de dos personas que había conocido hacía poco, sino también de sus hijos. El simple abrazo la hizo caer en cuenta de la escena que vivía.

Hacía un tiempo que la mujer de sesenta años estaba postrada en cama, en una especie de coma inducido; no sabía que sus hijos se habían mudado a la ciudad solo para estar con ella, sintió el abrazo y el beso, al mismo tiempo entre la realidad y lo onírico. Era el último minuto de su vida. El doctor desconectó la máquina, la mujer recordó por última vez la anécdota que sus hijos le habían contado ya de adultos: la vez que viajaron a Málaga para comprar un tazón y que su madre fuera feliz con el recuerdo que le provocaba. En aquella historia, no había ninguna anciana; la anciana era ella, solo que esta vez tuvo la oportunidad de despedirse.





Escrito por:

Alberto Amigo

Cuento del libro Cuentos de Alba y Muerte



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