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FINAL Y ÚLTIMA NOTICIA

El inicio del fin de la civilización humana fue registrado como ningún otro suceso en la historia, lo cubrieron reportajes en vivo, relato de eventos y estadísticas en tiempo real. Todas las pantallas en la Tierra, desde las que se encontraban en los hogares de las zonas más aisladas de la Patagonia hasta las gigantescas murallas de Times Square, transmitieron el Apocalipsis segundo a segundo.

Empezó como una historia del periódico sensacionalista Sun, una pequeña nota al lado de la reaparición de Elvis en Dinamarca. Según fuentes sin nombrar, algunas calles de la ciudad de Nueva York, Estados Unidos, estaban cobrando vida. Literalmente, las aceras se movían, temblaban y se sacudían de encima a las personas que las pisaban. Hubo varios accidentes causados por un súbito remezón que arrojó los automóviles contra los postes y las vidrieras de los restoranes chinos.

Las autoridades consultaron a la comunidad científica, los investigadores determinaron que se trataba de un “enjambre de temblores”, un fenómeno natural extraño, pero no imposible. Fue necesario que un grupo de turistas japoneses desapareciera dentro de la esquina de Silver y Maine para que el tema pasara de ser un rumor, a convertirse en el titular del noticiero de las dos. La gente comenzó a caminar con la esperanza de sacar fotografías o captar un video digno de ser visitado en Internet, cientos de personas pasaban horas vigilando el callejón.

De vez en cuando alguien gritaba que sentía el suelo retorcerse bajo sus pies, esto causaba un aluvión de flashes y carreras, pero luego se percataban de que no era más que un camión de carga pesada o de basura que bajaba por la avenida. Situaciones como esta se repitieron hasta que el 29 de septiembre, a las siete de la tarde, una pareja que conversaba tranquilamente a las afueras de un edificio residencial fue tragada por la acera bajo la mirada atónita de cientos de testigos.

En tiempo récord la zona se llenó de policías y militares, quienes fueron recibidos con abucheos por los vecinos del lugar, creían que sus derechos ciudadanos eran vulnerados con la sola presencia de los soldados armados. Ni los efectivos del orden estaban seguros de qué hacían allí, se limitaban a mirar a las personas y las veredas, de vez en cuando apuntaban sus armas hacia el suelo, como amenazando a los adoquines. Esta vigilancia se extendió por dos días. El episodio de la acera caníbal no se repitió, así que todos regresaron a sus casas un poco decepcionados y las imágenes de la pareja y el grupo de japoneses cayeron en el olvido.

Al tercer día, a las 3:34 de la madrugada, un edificio de treinta y cinco pisos se derrumbó sin explicación ni previo aviso con todos sus habitantes en el interior. Las cámaras de los teléfonos celulares de los vecinos mostraron el desastre, parecía que la construcción se hubiera doblado como un acordeón hacia abajo, sangre y trozos de gente se apiñaban entre los escombros. Nadie se atrevía a acercarse por temor a que la estructura colapsara, pero un valiente capitán de bomberos arrojó su casco dramáticamente al suelo y con los ojos llenos de lágrimas trepó la montaña de cemento. Escarbó entre las ruinas con sus manos mientras era captado con detalle por las cámaras conmovidas de miles de personas. El bombero arrojó grandes losas de cemento a medida que avanzaba, su mirada febril buscaba algún signo de vida humana.

Encontró y alzó una pierna (no la suya) en señal de triunfo, la multitud emitió saludos de vítores y lágrimas, pero rápidamente se transformaron en gritos de horror, pues la mole de concreto se alzó como un gusano y lanzó al heroico bombero hacia las alturas. Luego, fue engullido por una enorme boca con dientes de vidrios rotos y triturado como una uva.

Ese fue el verdadero comienzo. Como si hubieran escuchado una llamada, los edificios y casas en los distritos y sectores de todos los continentes empezaron a moverse, temblar y alzarse. Las calles se retorcieron y los postes se agitaron igual que cañas de bambú en medio de una tempestad. Las ciudades parecían un torbellino, un tornado de escombros que en ocasiones adoptaba formas vagamente reconocibles (un lobo, un gigante, un pulpo) mientras aplastaba y destruía.

Los ejércitos de todas las naciones dispararon sus armas en contra de las murallas, pero cada trozo de cemento se transformó en un insecto pétreo antes de atravesar limpiamente torsos y cabezas, solo multiplicaron la amenaza. Mientras más grande era el proyectil, más compleja era la criatura engendrada por el impacto.

Solo se alcanzó a utilizar un misil en Beijing, China. Tras la confirmación de la explosión, las tres cuartas partes de la población murió durante las primeras cinco horas. Las pocas personas que escaparon aguardaban en las carreteras, atrapadas en congestiones de cientos de kilómetros y sin tener adónde ir. Los gigantescos atochamientos cubrían las largas cintas de cemento con una capa de pánico que gritaba con bocinas, mezclando voces y rugidos de motores en una tromba de sonido que se calló bruscamente cuando el suelo comenzó a elevarse y crujir.

Desde el aire, los aviones y helicópteros vieron que las carreteras se doblaban sobre sí mismas como serpentinas para luego aplastar automóviles, camiones, buses, trailers, camionetas, personas, bicicletas, motos y tanques. A medida que se enroscaban, las carreteras se hacían más altas. Al llegar a su final, en la costa de Quellón (Chile), el rollo de concreto que alguna vez fue la Panamericana medía varios kilómetros de altura. El círculo gigante se meció al borde de un acantilado y se detuvo, giró hacia un costado y se dejó caer al océano. Flotando igual que una isla perfectamente redonda y negra, se alejó hacia el horizonte para reunirse con otros cientos de islas producto de innumerables autopistas. Con un sonido de succión, se hundieron al mismo tiempo.

Los humanos sobrevivientes se agruparon en el campo, temían refugiarse incluso en las construcciones más pequeñas, preferían dormir al aire libre. Las tiendas de campaña tampoco eran seguras, corría el rumor de que un campamento de tela se había tragado a sus habitantes como si fueran hienas. Ni siquiera la lluvia los hizo poner un techo sobre sus cabezas, las pequeñas multitudes se reunían en torno a hogueras y bajo los árboles. Los más osados se adentraban en cavernas naturales, pero no volvían a salir.

Después empezaron a cavar y enterrarse en busca de protección, aumentaron el tamaño de las cuevas y túneles que la lluvia se demoró siglos en horadar. Los engranajes de la tierra se pusieron en marcha y las piedras negras se hundieron bajo el paso de los hombres exiliados. El resplandor rojizo de la lava fue un sol subterráneo cuyo fulgor se potenció con cada estrato que descendían hasta que las ciudades se durmieron en el regazo primordial del núcleo terrestre. Algas fosforescentes se alzaron como pilares de pastosa energía, los sargazos negros eran la piel de los fantasmas.

Hoy casi nada se esconde en las tinieblas del vientre de la Tierra, no quedan ojos humanos que miren hacia el cielo tachonado de esferas luminiscentes. Afuera solo hay luz y verdor.


Escrito por:

Jorge-Pesce

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