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Las moscas




El hombre emergió desde la oscuridad de su casa con la cara contraída por alguna preocupación. Sin meditarlo mucho se dirigió, cruzando los campos aún húmedos, hasta el lugar donde pacían las reses.

Los animales se veían sanos, menos uno, el cual notoriamente famélico, acostado sobre el pasto, mostraba signos de alguna enfermedad.

El hombre se sentó enfrente, a una distancia tal, que sentía sobre su cara el aliento que rezumaba a pasto fermentado, y pudo percibir además la fetidez de las heces que se corrompían bajo aquel cuerpo postrado.

Luego, se dejó caer hacia atrás y sintió que su espalda se mojaba con el rocío. Pensó en tener ganas de estornudar y recordó cómo jugueteaba cuando niño con un par de falsos estornudos que venían después de uno o varios verdaderos.

Se incorporó y estornudó sobre la cabeza del animal, quien remeció sus ojos ante la descarga de aire y saliva. Un enjambre de moscas que pululaba entre los ojos, la nariz y las orejas, salieron disparadas y revolotearon en torno unos momentos, para después volver atropelladamente a los sitios que ocupaban con anterioridad.

—Es lo único que saben hacer —dijo—, bichos gordos, peludos y aerodinámicos.

Mientras miraba al animal y sus moscas comenzó a silbar una melodía. Mientras, la mayor parte de estas alzaba vuelo hasta los límites máximos en que podían o querían; entonces, el sonido que el hombre despedía con sus labios llegaba a tonos agudos, mientras que cuando bajaban, disminuía el valor de las notas hasta obtener sonidos más graves.

Sin embargo, como consecuencia de algún cambio imperceptible para él en las condiciones generales del ambiente, o quizás solo por la aparición de un airecillo que captaban bien los miles de pelos de las moscas, o por una mayor radiación solar, los insectos comenzaron a danzar con suavidad, generando un movimiento cadencioso, envolvente, como flujos y reflujos que incidían sobre la melodía. No obstante, cabía la duda de que fuera la melodía, la que influyera sobre el comportamiento de las moscas.

Tal melodía, en estas condiciones, era única e irrepetible, diferente a cualquiera otra que hubiera oído antes. Esto se explicaba con facilidad porque no podía haber dos bueyes iguales, ni moscas similares en todo el mundo que tuvieran el mismo peso que estas y respondieran en este sitio alejado de todo, de igual manera a un vientecillo matinal o a la radiación solar creciente o, finalmente, a una melodía cualquiera. No olvidemos que quizás las moscas influyeran también sobre la melodía ejecutada.

Pues bien, el hombre silbó tanto que luego de un rato no tenía ni siquiera necesidad de hacerlo. Todo, a partir de ese momento, lo constituían las mareas de moscas delante de él y más allá los ojos del buey, que pestañeaba de tanto en tanto, influyendo quizás también de esta forma en el evolucionar de los insectos.

El asunto es que le pareció que todo se llenaba de una música extraña, intemporal, que surgía ya sin mandato. Mientras tanto, se sintió tentado a establecer un contacto con el animal enfermo.

Probó con una primera pregunta dirigida telepáticamente hacia sus ojos.

“¿Fuiste humano?”, pensó. Al momento, se sorprendió de que el animal cerrara los ojos asintiendo una vez, como le había comunicado que lo hiciera ante una respuesta positiva.

Enseguida, mientras dejaba que los silbidos llenaran todo el espacio, aún impactado con esta repentina revelación de comunicación entre un hombre y una bestia, concentró sus esfuerzos en saber más detalles de su vida pasada. Entonces, le preguntó si había sido hombre.

El animal no respondió de inmediato y al cabo de unos segundos, cerró y abrió los ojos dos veces. “Entonces fuiste mujer”, pensó y el animal nuevamente cerró y abrió sus grandes ojos dos veces.

“¡Cómo!” —pensó el hombre—, ¿qué has sido entonces; me quieres tomar el pelo? ¡Ah!, dímelo, maldito animal".

El buey, impasible, cerró una vez sus ojos.

El hombre se levantó con rapidez y lo atacó con su machete, mientras transmitía como metralla la misma pregunta: “¿Me quieres tomar el pelo?”. El animal solo atinó a cerrar una vez sus ojos.

En una de las pasadas, el delicado filo del machete arrancó la cabeza de dos moscas que justo un segundo antes se habían posado en el hocico huyendo desde la sangrante oreja.

Cuando todo terminó, el hombre se retiró unos pasos; no obstante, tuvo que regresar para mover la cabeza del animal y cerrar aquellos ojos que parecían pedirle explicaciones.

Al cabo de un tiempo su esposa llegó, y al ver al buey destrozado, le preguntó qué había sucedido.

Con voz temblorosa, el hombre contestó:

—Las moscas no dejaban tranquilo al pobre animal.


Escrito por:

Edgar-Brizuela-Zuleta

Del libro de cuentos "Las Moscas"



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