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Mediodía en el centro de Quintero


Casi al unísono con el sonido que la sirena de los bomberos emitía anunciando las doce, se unió el rechinar de las ruedas de la camioneta conducida por David contra el seco pavimento, acto seguido, los agudos chillidos de los niños se dejaron oír, desgarradores, formando un concierto de estridentes vocecillas por toda la calle. Sin embargo, lo que se oía no era más espantoso que lo que se podía ver, no, era aún peor; el cuerpo del pequeño Ignacio se hallaba boca abajo, aplastado por las ruedas. Agonizando, se movía espasmódicamente en violentos temblores que pronto se volvieron en una terrible convulsión, como si se tratara de un pez fuera del agua recién puesto en el suelo para aplastarlo con el pie y poder sacarle el anzuelo. Pero la penosa situación no duró más que un minuto, pronto el niño dejó de moverse, quedó tendido, inerte, y de su pequeña boca comenzó a emanar, borboteante, la espesa sangre que se desparramaba por el piso, mientras los labios de Ignacio se fueron tornando, poco a poco, de un oscuro color púrpura.

Algunas madres, espantadas, atinaron rápido a tomar en brazos a sus retoños y cubrirles los ojos, otras se retiraron de la escena de inmediato, por causa de los nervios. Más de alguna presionó fuertemente el bracito de su hijo, estrangulándolo sin darse cuenta, y algunas otras, en estado de shock, sin siquiera poder parpadear, se aferraron fuertemente a los hombros de sus hijos mientras les clavaban las uñas como temiendo que alguien se los fuese a arrebatar. Como suele ocurrir en estos casos durante los primeros segundos, nadie reaccionó, era lógico quedar estupefacto, especialmente para quienes iban dentro de la camioneta. Todos los espectadores permanecían estupefactos, a excepción de Maite, quien al escuchar los gritos corrió al lugar del accidente para descubrir, horrorizada, que la víctima fatal era Ignacio, uno de sus pequeños vecinos. Inmediatamente fue a socorrerlo, se arrodilló junto a él haciendo el inútil intento por rescatarlo y sacarlo de allí, solo para enterarse de que la pequeña mano del niño había quedado atrapada y la presión del vehículo sobre esta hacía que se le sobresalieran algunas uñas. En cuestión de segundos, su blanca y delgada blusa había que-dado impregnada de la espesa sangre que traspasaba su ropa tiñendo el pecho de rojo, al igual que las ruedas del móvil. Realizó un segundo intento, pero no pudo destrabar el cadáver. Luego del fallido tercer intento, al notar que la camioneta no se desplazaba, debido a la parálisis del conductor, se levantó enfurecida. Excitada, hizo saltar los vidrios del foco violentamente de un puntapié, sin sentir una pizca de dolor. De inmediato comenzó a buscar un palo, una piedra, cualquier cosa contundente para descargar su ira. Nadie se percató de sus intenciones, hasta que divisó una piedra más grande que su mano, se inclinó a recogerla y caminó rápido hasta el automóvil, pero gracias a los presentes que lograron interceptarla, se evitó otra trágica consecuencia justo cuando la chica se dirigía al parabrisas.

Emma, la desgraciada madre del niño, más que paralizada estaba demasiado aterrada como para reaccionar, la presión ejercida en su mente hizo desvanecer sus sentidos en una fracción de segundo; comenzó a nublársele la vista, Pablo evitó que cayera al suelo y la sostuvo en sus brazos apartándola rápidamente del lugar antes de que recuperara la conciencia.

―¡Fue un accidente, el niño se cruzó!

Pese a la disculpa, sus ojos, llenos de lágrimas, reflejaban una tremenda culpabilidad y desesperación.

―¿¡Y no fuiste capaz de verlo, infeliz!? ―gritó Maite, histérica, mientras la sostenían algunos de los presentes para que no se acribillara contra el desolado conductor.

Escrito por:

Jorge-Rivas-Tride

De la novela Carne (2018)

Publicado por Aguja Literaria


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