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ÁLVARO

Soy Álvaro y mi historia comienza aquí. Tenía ocho años y mi vida giraba en torno a los videojuegos y la computación. Dicen que casi al nacer ya estaba tomando un celular y aprendiendo a usar sus aplicaciones. El caso es que crecí siendo el niño más práctico del mundo. Por eso, cuando aquel año mi familia decidió ir a Chiloé de vacaciones, de todos los hermanos, yo era el único que no sentía ni una pizca de emoción: árboles, canales, campesinos, ¡qué aburrido!

—¡Allá hay brujos! —comentó Sandra, mi hermana menor.

—Sí, dicen que pasan cosas muy misteriosas —dijo mi hermano Samuel quien, aunque me pasaba en tres años, creía todavía en la magia y ese tipo de cosas.

—Oh, sí, qué miedo —exclamé irónico.

—Chiloé no es como la ciudad —dijo papá—. Aquí solo hay cemento, estrés, automóviles; allá la naturaleza aún está a salvo.

Solté una risa. Luego me preocupé: ¿Podría utilizar mis videojuegos en ese lugar? ¿Habría electricidad para cargar la batería de mi tablet?

Recuerdo que cuando tenía cinco años todos mis amigos en el colegio creían en el Viejo Pascuero. Yo era el único que ya había descubierto que nos estaban mintiendo. Era cosa de meterse a Internet y colocar en el buscador algo relacionado con Santa Claus. De inmediato aparecía la verdad. Cuando les decía a mis compañeros de curso que todo era mentira, algunos se ponían a llorar y otros me acusaban con la tía de kínder. Era increíble ver cómo se aferraban a una patraña:

Los viejitos pascueros que uno ve en los malls son los ayudantes del verdadero —decían.

Cómo me reía de ellos. Reconozco que me sentía muy bien cuando le arruinaba a alguien sus creencias.

También era el único que no tenía miedo de nada. Samuel temía a la oscuridad, Sandra se horrorizaba cuando escuchaba historias de terror o cuando veíamos una película de ese tipo. Yo siempre decía:

—Pero si es solo una película. Es falsa, son actores. Nada de eso es real.

Yo no sabía por qué mi familia se sentía tan preocupada por mí si era el mejor de mi clase. A los seis años sabía a la perfección multiplicar y dividir. Era un genio, un superdotado por donde se me mirara. Aun así, mi mamá iba al colegio a hablar con la profesora.

—Sí, es un niño muy inteligente —decía la profesora a mi madre—. Quizá demasiado.

Yo pertenecía a la generación de los videojuegos. Todo lo aprendía ahí: estrategia e historia. Además tenía un montón de amigos. Ellos se conectaban para jugar online conmigo. O sea, aparte de inteligente era popular.

En ese mismo tiempo (cuando tenía ocho años), mi madre me retó. Recuerdo que su cara más que enojo reflejaba tristeza. Me tomó de un brazo.

—Acabo de hablar con la profesora —exclamó—. Me dijo que te negaste a hacer la prueba del libro El Principito y que la arrugaste y la tiraste al suelo. ¡Dime por qué hiciste eso!

Di una sonrisa.

—No la quise hacer porque ese libro es ridículo. ¿Cómo quieren que me crea la historia tonta de un niño que vive en un planeta en donde la falta de gravedad no le afecta, no tiene cómo alimentarse y, más encima, habla con una flor? ¡Es un libro para idiotas!

Al decir la última frase, mi madre me observó con los ojos llorosos. En ese tiempo no supe por qué.

Según mis padres, hubo un tiempo en que ellos me contaban cuentos repletos de cosas fantásticas y a mí me gustaban. Echaban de menos ese tiempo. Para ellos, en esos días yo era otro niño, uno al cual sentían haber perdido.

El viaje a Chiloé era la oportunidad, según mis padres, para que no estuviera atado al computador (y a mi tablet, celular, iPod, etc., etc.) y pudiera conocer la “naturaleza” (como si Internet y la televisión no me la hubieran enseñado, pensé).

El trayecto me pareció aburrido. Mi familia estaba de lo más entusiasmada cuando cruzamos el canal de Chacao. Lo demás era lo obvio: hicimos un tour por la isla y todo era árboles, ríos, etc. Yo, en tanto, no me despegué nunca de mi tablet o de mi celular. Chatear con mis amigos me producía más diversión que ese paseo a la isla. Pero fue ahí donde todo, al menos para mí, tomó un rumbo inesperado. A mi familia se le ocurrió alojar en unas cabañas de la Isla Apiao, cerca de Castro.

En el lugar, cada noche le pagaban a una mujer anciana para que entretuviera a la gente. Yo me imaginaba todo: Oh, la anciana es una bruja que conoce las cosas más asombrosas de Chiloé, bla, bla, bla. Mis hermanos, cómo no, estaban muy entusiasmados. Me obligaron a salir de la cabaña y reunirme en el patio con el grupo de personas que, alrededor de una fogata, esperaban que la mujer les contara alguna historia. La viejecita debía tener unos ochenta o noventa años (en ese tiempo le echaba incluso más de cien). Vestía un chal negro y su cabello era blanco. Esperó a que todos nos hubiéramos puesto cómodos. Entonces, se levantó del tronco en el cual estaba sentada y dio vueltas alrededor de la fogata, mirándonos muy fijo. Sandra se aferró a mi brazo y yo la hice a un lado.

—En Chiloé existen cientos de historias que pueden asustar a más de alguno. Sin embargo, no es miedo el que les quiero transmitir, sino respeto por la magia que aún habita en nuestro mundo. Y en los otros.

Me pasé una mano por el rostro. No podía soportar tanta mentira. Entonces habló de la historia de la Manta (o Cuero) que devoraba gente, del Trauco, del barco el Caleuche y el Millalobo (una criatura extraña).

—Y si ven una luz que aparece de la nada, tengan cuidado con acercarse —dijo la anciana levantando las manos—. ¡Porque si son atraídos por ella, es posible que nunca vuelvan!

Miré a mi alrededor. Era el colmo; incluso los adultos que estaban de pie tenían cara de asustados.

—Háganme caso porque soy una bruja chilota y guardo los secretos más antiguos de estas islas.

Entonces no aguanté: rompí en la carcajada más grande que alguna vez hubiera lanzado. Todos se volvieron hacia mí con rostros de pánico. No se lo podían creer: había roto toda la atmósfera de suspenso. Sí, yo, un niño de apenas ocho años no sentía ni el más mínimo sentimiento de respeto por las historias de la mujer. Mis hermanos me retaron, pero no les hice caso.

—Señora, a usted le pagan por contar estas cosas —dije—. Ya se sabe que todas esas criaturas no existen.

Ella me observó tratando de intimidarme. Obvio, no lo logró.

—A ver, ¿ustedes han visto por aquí algún monstruo? —les pregunté a todos. Nadie dijo nada.

La mirada de la mujer pasó del enojo a la pena. Miró el suelo por un rato y después volvió a fijarse en mí.

—Puede que tengas razón —contestó—. Quizás es verdad, aquí ya no quedan muchos de esos seres… Pero si te dijera que en otro sitio sí, ¿qué me dirías, niño?

—No le creo —dije desafiante.

—Yo tengo secretos que no debiera revelar…

—¡Ja, ja, ja! —reí.

Volvió a mirar con pena.

—Mañana en la noche continuaré con más historias —dijo la viejecita y se marchó.

La gente regresó a sus cabañas murmurando en mi contra. Yo había arruinado todo.

—Te pasaste —dijo Samuel.

—Eres un aguafiestas —reclamó Sandra.

Era nuestro último día en Chiloé. Me había levantado para ir al baño; los demás dormían. Entonces vi un sobre que entraba por la rendija de la puerta. De inmediato la abrí y miré hacia todos lados fuera de la cabaña. No había nadie. Al levantar el sobre me fijé que estaba sellado con una estampilla muy rara. Era un círculo plateado en el cual había dibujado el cuerpo de un ciervo. Intenté abrirlo pero no pude. Al voltearlo, reparé que en su anverso tenía escrita una frase: «Cuando lo que creías muy normal cambie, esa será la señal de tu viaje». Hice una mueca. Quise romper el sobre, pero no pude. Era muy resistente. Así que lo arrugué y lo tiré al basurero. Debe ser una broma de mis hermanos o de alguien molesto por lo que le dije a la anciana, pensé. Sí, eso pensé.

Escrito por:

Rodrigo Torres Quezada

De la novela El sello del pudú (2016)

Publicado por Aguja Literaria

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