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FORASTERO



La carreta de don Beño y su caballo eran parte del paisaje, siempre estacionada en el mismo lugar. Ese día había hecho pocos viajes al interior, el sol implacable calentaba todos los rincones, un remolino de aire caliente pasó muy cerca de él; haciendo la señal de la cruz con los dedos, recordó a su madre que le decía cuando niño: “los remolinos los trae el diablo”.


Un pasajero le hizo señas con la mano en alto, el caballo se inquietó y su amo lo controló con las riendas al mismo tiempo que gritaba: “¡Sosiégate bestia’ el demonio!”


El hombre preguntó:


—¿Conoce usted Pueblo Viejo?


—¿Cómo no voy a conocerlo, si yo nací allí?


El pasajero acomodó su maleta y se sentó al lado del conductor. Mientras avanzaban, el hombre hacía preguntas que don Beño contestaba con monosílabos o moviendo la cabeza.


En Pueblo Viejo nada importante acontecía. Era un lugar abandonado, olvidado entre cerros. Sus casas antiguas, descoloridas por el tiempo, no presentaban atractivo alguno para atraer turistas. Era un pueblo de gente supersticiosa, apegada a las tradiciones. Su calle principal sombreada por añosos álamos, se obscurecía como un túnel verde mirado a la distancia.


Don Beño detuvo la carreta, dando por terminado el viaje. El forastero le dirigió la mirada.


—¿Dónde podría hospedarme por algunos días?


—Mire, la verdad es que aquí no hay hoteles ni esas cosas, pero yo le ofrezco mi casa; es humilde, pero limpia.


—Será un agrado, le pagaré bien.


Apenas llegó a su casa, le presentó a su mujer, Estela. Ella nunca había salido de su pueblo, y como no tenía roce alguno, cohibida, se puso nerviosa cuando el caballero tan bien vestido, se presentó dándole la mano.


—Soy Jean Olbaid Le y vengo de lejos buscando un lugar tranquilo, como este, para pasar una temporada.


Su marido le comunicó que ellos le darían alojamiento, lo que Estela admitió sin protestar, y se dispuso a prepararle el cuarto.


Durante las noches, el visitante mantenía largas conversaciones con el dueño de casa: contaba muchas aventuras que a don Beño lo dejaban con la boca abierta, también preguntaba y averiguaba sobre los habitantes; según él, deseaba comprar unos terrenos en ese lugar. Se estaba ganando la confianza de don Beño, quien lo presentaba a sus vecinos y amigos, con los que compartían en la única cantina del pueblo, donde jugaban a las cartas y otros juegos de azar.


Una noche en que apostaban y el forastero ganó, al recoger el dinero de la mesa, otro de los jugadores se fijó en su mano velluda y de uñas afiladas; no lo comentó, pero le produjo desconfianza.


Pasaban los días y Jean, como se hacía llamar, parecía estar muy a gusto entre esa gente.


En Pueblo Viejo estaban ocurriendo hechos muy extraños, como la peste que atacaba a las gallinas que morían por decenas, las vacas ya no daban leche y todos los días amanecía un caballo muerto.


“¿Qué ocurre en este lugar?”, decían temerosos los campesinos.


“El diablo anda suelto”, comentaban los más supersticiosos.

Una noche en que don Beño no podía dormir, se levantó a caminar por la casa. Al pasar por la pieza de su alojado, vio que la cama estaba vacía. Preocupado, lo comentó con su mujer. Los perros aullaban a lo lejos, como presagiando una fatalidad.


Al día siguiente ocurrió lo mismo. Preocupado, se preguntó: “¿Dónde va Jean por las noches?”. Lo contó a sus amigos y acordaron hacerle guardia. Amparados por la oscuridad, caminaron tras él; grande fue su sorpresa, cuando lo vieron entrar al cementerio, pero la curiosidad superó al miedo. Lo observaron detenerse ante una sepultura y hundir la cabeza en ella, mientras hablaba palabras ininteligibles; estaban aterrorizados, apenas podían creer lo que sucedía.


Regresaron por donde habían ido y esa noche don Beño no pudo pegar una sola pestaña.


Al día siguiente, todos estuvieron de acuerdo en que desde la llegada de ese hombre extraño, solo habían ocurrido cosas malas en el pueblo; sin duda acarreaba con él la mala suerte y quizás qué pasaría más adelante. Por la noche se reunieron y urdieron un plan, acordando que todos participarían y guardarían el secreto.


Lo esperaron a la salida del cementerio y le propinaron una feroz paliza que no le dejó hueso en su sitio, matándolo a puñetazos y patadas. En cuanto amaneció lo enterraron, y cuando echaban las últimas paladas de tierra, preguntándose qué explicación darían si los detenían, apareció un perro negro que más parecía un lobo, que corrió hasta perderse entre las tumbas.


—Dios nos libre —dijeron a coro—, ese es el diablo”, y se persignaron tres veces. Solo entonces se percataron de que su apellido “Olbaid Le”, al revés, era “El Diablo”, y Jean era Juan, o sea, era el mismísimo “Juan El Diablo”.


Escrito por:

Patricia-Herrera-Riquelme



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