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CONCIERTO A LOS BÁRBAROS


Escrito por Medardo Urbina Burgos según un relato de don Nicolás Kotzareff de Urni, quien fuera músico de la orquesta Sinfónica de la Universidad de Concepción.


No había pasado mucho tiempo de conocernos cuando don Nicolás Kotzareff de Urni me contó esta historia. En ese momento era ya paciente mío, como también lo era su esposa, la señora Tatiana Katzellenboga; ambos eran rusos. Él había nacido en algún pueblo de Siberia y ella era oriunda de un pequeño poblado cercano a la frontera con China donde se conocieron. Él había llegado a ese poblado para servir como profesor de música; ella era, en ese temprano tiempo, una hermosa jovencita de brillantes ojos celestes cuyo padre era el médico del pueblo en el convulsionado tiempo de la revolución china. Ese hecho permitió al médico y a su familia huir apresuradamente al amparo de un buque de guerra norteamericano que se encontraba por ciertas circunstancias en el puerto a orillas del río Yang-Tsé-Kiang en el que, gracias a la providencia, encontraron protección. De esta forma se salvaron de ser asesinados por las hordas de campesinos enardecidos que atacaban sin misericordia a los extranjeros. El buque norteamericano soltó amarras y se alejó de la costa y el puerto de aquel poblado, desandando el largo trayecto que lo separaba del mar abierto. Caída la noche, se escucharon a la distancia los gritos de la multitud y se hicieron presentes las lejanas llamaradas de los incendios que iluminaron por unas horas los cerros y las hondonadas del paisaje hasta desaparecer engullidas por las sombras de la noche y el silencio. En esas circunstancias se habían conocido, se habían enamorado y habían decidido vivir juntos el resto de sus días en esta Tierra.


Habría de transcurrir mucho tiempo antes de que don Nicolás arribara a la ciudad contratado por la Universidad de Concepción para integrar la Orquesta Sinfónica como contrabajo. Pasado un buen período, ambos solían venir a mi pequeña consulta médica por motivos más bien propios de los años y sus perjudiciales efectos. Fue durante una de aquellas visitas cuando me contó la siguiente historia:


Pocos años después de egresar del Conservatorio de Música de Moscú, don Nicolás fue destinado a un pequeño poblado situado en el área limítrofe con Manchuria. Allí comenzó a dar clases particulares a algunos estudiantes y niños, acudía a sus casas pasadas las seis de la tarde portando la gran maleta que contenía el instrumento musical. Uno de aquellos días el pequeño pueblo fue invadido y asaltado por una horda de salvajes procedentes de las extensas llanuras del Asia Central que llegaron montados en sus cabalgaduras. Terminada la clase, don Nicolás se despidió de su alumno y emprendió el regreso a pie hacia la pieza que alquilaba. Desconocía lo que había sucedido en el pueblo. Al llegar a la plaza, débilmente iluminada por unos pocos famélicos faroles, escuchó gritos feroces que surgían desde todos los rincones, gritos en un idioma desconocido para él. Se detuvo al instante, sorprendido y atemorizado, e intentó en vano comprender el murmullo sordo producido por centenares de pasos que se acercaban unidos a sombras imposibles de dilucidar. De pronto vio numerosos individuos vestidos con pieles de bestias, pudo identificar someramente rostros de ojos chinescos cubiertos con gorros de piel. Los extraños hombres se acercaban por los cuatro costados de forma cautelosa. Se detuvieron a cierta distancia apuntando sus arcos y flechas hacia él, amenazantes. Un superior gritó una orden perentoria en un idioma irreconocible, luego la repitió con más fuerza y furor, y señaló la caja en la que portaba su instrumento. Los salvajes se fueron acercando con cautela apuntando sus flechas y lanzas peligrosamente. Entonces él entendió que deseaban saber qué clase de arma era la que llevaba dentro de la gran maleta. Con lentos movimientos, el músico abrió la maleta, extrajo el contrabajo y el arco, lo apoyó suavemente en el pedregoso suelo y a la tenue luz de uno de los faroles comenzó a tocar una hermosa melodía que aquellos salvajes jamás habían escuchado. En medio del silencio, el arco se deslizó sobre las cuerdas, primero de un modo suave (pianissimo e calmo), luego más y más intensas fueron apareciendo, emergiendo, volando de las fauces del instrumento, de las cuerdas y de sus hermosas maderas, las notas de un concierto maravilloso que se extendió por toda la plaza, acogidas por las ondas del silencio de la noche y la quietud del pueblo a aquellas horas.


La música penetró los tímpanos y primitivos oídos de aquellos salvajes que, al parecer, venían desde las lejanas montañas de los Urales o de las altas llanuras del desierto de Gobi y nunca habían escuchado semejantes melodías. El músico siguió tocando su instrumento y vio los ojos asombrados de aquellos hombres cubiertos de pieles, que ahora sostenían las flechas bajas y los arcos desinflados de tensión. Los vio acercarse atónitos, vacilantes, cada vez con menos temor hasta rodearlo amablemente junto a su maravilloso instrumento. Jadeantes, estupefactos y boquiabiertos se aproximaban con incredulidad intentando explicarse de dónde y cómo surgían de aquellas cuerdas y aquella caja de madera esas maravillosas melodías, esas notas sibilantes, magníficas y voladoras que llenaban de dulzura el silencio y se arremolinaban entre las hojas de los árboles. La melodía hacía estremecer hasta las lágrimas los sentidos y las almas de aquellos hombres. Primero sonrieron, luego se miraron unos a otros, ¡incrédulos!, y después se escuchó una carcajada contenida que ya no fue más. Se desencadenó una risotada estrepitosa y sorprendente al tiempo que aquellos hombres se acercaban al instrumento, temerosos, pero con deseos de tocar aquel invento, de tocar y estrechar al músico ejecutor, ese joven cuyo origen desconocían y que había llegado al pueblo con esa bellísima música antes ignorada.


El músico continuó tocando sin detenerse, una pieza tras otra durante media hora. Vio cómo los hombres se fueron sentando uno a uno a su alrededor, sin hacer ruido, formando ruedos de cientos de oídos y ojos; algunos de ellos se subieron a los árboles de la pequeña plaza para ver y escuchar mejor. Finalmente, cansado de tanto arte, el músico concluyó su concierto en un piano bellísimo y un pianíssimo e calmo. Seguido de un prolongado silencio, dejó caer el brazo derecho unido al arco melodioso, hizo una venia como si estuviera frente al culto público del Teatro de Moscú y entonces se levantó una algarabía de gritos y aplausos interminables, de risas alegres y saltos violentos de aquellos hombres que levantaban la polvareda para expresar su alegría salvaje e inocente de seres simples que, sin embargo, se sentían tocados por la maravilla de la música, transportados a un estado distinto y feliz del cual no habían tenido conocimiento hasta ese instante que pudiera tocar sus almas, sus sentidos y sus primitivas vidas.


El músico, pasado unos minutos, tomó su instrumento y lo guardó lentamente, enfundó también el arco en la caja y la cerró. Miró una vez más a los hombres que lo contemplaban atónitos con sus blancas sonrisas, insinuados apenas en la semioscuridad de aquella pequeña plaza de un villorrio perdido entre las montañas de Asia. Hizo una segunda venia y emprendió la marcha con paso lento hacia su humilde pensión. Los hombres le abrieron camino. El joven músico atravesó la plaza con un extraordinario sentimiento de emoción y felicidad se alejó hasta perderse en la oscuridad. Iba con una sonrisa en los labios, pensando en el hermoso y maravilloso concierto entregado a aquellos salvajes. Tenía la certeza de que, aún sin conocer su idioma, había podido comunicarse con ellos por medio del lenguaje de la música. Don Nicolás Kotzareff de Urni considera ese concierto como el más hermoso que jamás ha dado en su vida.

Escrito por:

Medardo-Urbina

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