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CAPÍTULO 1


Michel cerró la puerta de su departamento tras los hombres que le habían traído los cuadros desde la sala de exposiciones y volvió a su taller, instalado en el segundo nivel. Los desenvolvió uno a uno, los alineó contra la muralla y se puso a examinarlos críticamente. Los estridentes colores refulgían al sol del ocaso que entraba por los ventanales.

Había vendido casi la mitad, y la exposición había tenido un éxito rotundo. Todos los críticos se habían dado una vuelta por la galería Admiral, y habían comentado con entusiasmo la muestra. Incluso uno había escrito en la revista Dossier d’Art: “Michel Lacroix nos sorprende con un nuevo rompimiento estético, que instala parámetros hasta hoy no explorados en la pintura de vanguardia”.

“Entonces, ¿por qué me siento así?”, se preguntó.

Desde el día de la inauguración había eludido inconscientemente los pinceles; la sola idea de pintar le causaba una inexplicable repugnancia. Y al mismo tiempo estaba el miedo, un miedo vago que no lograba conectar con ninguna causa real.

Siguió mirando los cuadros, y una vez más resonó en sus oídos la voz de la mujer que había estado a su espalda durante el cóctel de inauguración. “Presuntuoso”, había dicho. “Presuntuoso y banal”.

Se acercó al estante de los libros, cambió de sitio algunos, consultó su reloj, y le pareció que las agujas no se habían movido. Algo como una pregunta se escurría por su mente, algo sobre el tiempo; pero en el mismo momento en que intentaba precisarla se retiraba y se quedaba latiendo en algún punto distante que tampoco lograba identificar, porque era una pregunta que no cabía en ninguna medida.

De repente lo invadía un gran cansancio. Desde la muralla las pinturas eran ojos que parecían enjuiciarlo. Se sentó ante la mesa de trabajo, abrió un cajón solo por hacer algo. Había varias fotografías atadas con una cinta amarilla; deshizo el nudo y tomó una al azar. Se quedó mirando la casa de piedra, el arco de glicinas enmarcando la gran puerta de nogal, la laguna a la izquierda, el frondoso castaño frente a la ventana del comedor. Todo eso se había ido con la infancia, y una oscura nostalgia de la que no se creía capaz empezaba a devolverle un fragmento tras otro, todos envueltos en esa misma tristeza que lo impregnaba cuando cruzaba el jardín al terminar alguna tarea que su padre nunca encontraba bien hecha.

Guardó lentamente las fotos en el cajón, se dirigió a la cocina y buscó algo fuerte para beber. Solo encontró una cerveza ya abierta sobre una repisa. Bebió un sorbo y lo escupió. Se dio cuenta de que empezaba a transpirar.

“Necesito salir, salir ahora”, se dijo.

Pidió un whisky con soda, y se preguntó por qué la decoración de Les Assassins, que siempre le había recordado a Francia, se le antojaba ahora un pastiche artificioso y decadente. Encendió un Lucky Strike y paladeó despacio el licor, contemplando la disolución de los cubos de hielo en el vaso. El local estaba casi lleno; hombres y mujeres que hablaban y reían como si estuvieran pasando un gran momento. No conocía a nadie, y nadie lo miraba.

Volvió a pensar en la desconocida que había estado a su espalda en el cóctel, a reconstituir la fugaz visión que había tenido de ella al volverse a mirarla después de oír sus comentarios. Un rostro raramente atractivo, unos intensos ojos violeta, una elástica figura enfundada en un sencillo vestido negro. Lo acometió un urgente deseo de llamarla por teléfono, pero se dijo que era absurdo: no conocía su número, ni siquiera su nombre.

Sentía que las voces de la gente le llegaban como a través de una gasa traslúcida que les sustraía sus significados. “¿Qué estoy haciendo aquí?”, se dijo. “Mejor me voy a dormir”.

Mientras volvía al departamento se dio cuenta de que iba contando automáticamente sus pasos, como cuando era niño. Dejó de hacerlo, y oyó a lo lejos el prolongado maullido de un gato. Miró la calle, y le pareció que no era la misma, que los edificios, los faroles y hasta el pavimento lo escrutaban como si fuera un aparecido al que nunca habían visto, como si ocultaran una amenaza que no lograba descifrar.

Despertó temblando, echó atrás las sábanas y se sentó en la cama. Un sudor pegajoso le chorreaba por la piel, pese al aire fresco que entraba por la ventana.

Se quedó repasando el sueño que acababa de tener. Estaba en una sucia estación de ferrocarril, dentro de una jaula de barrotes retorcidos en innumerables arabescos. De improviso vio un guardia que lo miraba fijamente.

—¿Pasa por aquí algún tren? —le preguntó.

—¿A dónde quiere ir? —retrucó el guardia.

Él no supo qué contestar.

—¿Dónde estoy? —inquirió.

El guardia le dio la espalda.

Entonces miró a través de los barrotes. No había ningún letrero que indicara el nombre de la estación. El guardia había desaparecido.

Oyó crujir sus articulaciones mientras sacaba poco a poco los brazos fuera de la jaula. Unos pinceles aparecieron en sus manos, y sin quererlo comenzó a pintar en una tela que estaba al exterior. En ese momento se dio cuenta de que unos hilos invisibles dirigían su trabajo, y de que estaba reproduciendo la cuadratura del cuerpo humano dibujada por Leonardo da Vinci. Pero ahora la cabeza estaba separada del cuerpo. Trató de corregir el error, pero no pudo. Sintió que era demasiado espantoso, que no podía seguir mirándolo. Hubo un estallido, y el sueño terminó.

Poco a poco iba recuperando la conciencia de hallarse en su dormitorio. Miró el reloj: eran las dos de la madrugada. Borrosamente recordó que tiempo atrás había soñado algo parecido. Estaba encerrado en la transparente concha de un enorme molusco, sin poder moverse. Y la sensación de que su cuerpo no respondía a su cerebro había sido idéntica. Durante unos días había tratado de encontrarle algún sentido, pero se había perdido en conjeturas que no lo conducían a nada. También esa vez había despertado sudando.

Fue al baño, se metió bajo la ducha fría y se quedó un buen rato disfrutándola. Se secó, se envolvió en la toalla y se asomó al balcón. Las copas de los árboles se recortaban contra el cielo de la noche, más allá el río rumiaba su ronco monólogo de siempre. Oía voces pero no veía a nadie; palabras truncas flotando en una calle desierta.

Subió al taller y se puso a mirar de nuevo los cuadros. Se detuvo en el que había titulado Esencia de manzana: unas erráticas pinceladas verdes consteladas de puntos amarillos. Las palabras de la desconocida se arrastraban por su mente. “Qué disparate pretender representar una esencia. Las esencias carecen de materia, y no tienen analogías físicas”. ¿Qué había querido decir con eso?

Encendió un cigarrillo y siguió contemplando el cuadro, hasta que la brasa le quemó los dedos.

Escrito por:

Annamaria-Barbera-Laguzzi

Del libro Los demonios del arte (2016)

Publicado por Aguja Literaria


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