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SALVAMOS LA VIDA



Salvamos la vida y nos parquearon allá, en el campamento. Pero no era un lugar para nosotros los viejos, que nos pasamos los días mano sobre mano, contando historias, recordando, mirando la frontera con esa tristeza que se anida dentro de uno, esa que no deja dormir ni descansar. ¿Qué va a hacer uno lejos de su tierra? Un campesino sin tierra no es nada. De pensar en morir en el exilio se me va la alegría, les digo, así que mejor me regreso. No se vaya usted, don Misael, que del otro lado matan, me dijeron; pero no les hice caso y me devolví.


Atravieso páramos solitarios, hondonadas calientes y cerros helados, lejos de la gente y las patrullas. Uno está viejo, pero marcho despacio y sin miedo. Acá todo está enmontañado y solitario, la selva crece como la levadura y a ratos teje una maraña impenetrable; sin embargo, en cada paso que doy siento el olor de la bienvenida. Subo por el cerro Chagüite buscando los Quebrachos; es dura la pendiente, pero ahora estoy en mi tierra, alegre dentro de lo que cabe.


Por fin encuentro la casa. Ahora está caída, con los adobes desmoronados, el tejado hundido y solo un resto en pie. Me paro frente a ella y miro alrededor; todo está cambiado, casi irreconocible. El monte ha crecido mucho, al igual que las matas de guineo y los palos de aguacate. El cerco de piñal, recién plantado antes de la huída, está bravío.


No arreglaré la casa porque es imposible recuperar el pasado, y es de galán dormir en el suelo cubierto con la cobija de las estrellas. Quiero buscar el lugar en donde murió mi esposa, para honrarla como es debido. Me la mataron y la enterré con prisas, mirando por salvar la vida, pero no encuentro ni rastro de la sepultura. Quizás me ha engañado esta memoria traicionera y su muerte nomás la soñé. Quién sabe, si me quedo aquí y no me alejo, tal vez la vea llegar por la vereda que viene de la poza. No hay prisa. Me gusta pasar el rato mirando a lo lejos, a esos cerros tan bonitos que le enseñan los dientes al cielo, a la montaña verde y al aire que tiembla con el calor.


De entre la calima aparece ella, bonita y ligera. Lleva el cántaro en la cabeza, sobre el yagual, y los brazos apoyados en las caderas. Se acerca ondulando con galanura su cuerpo, como cuando era muchacha. Al verme sonríe y se detiene a mi vera, pero no apea el cántaro. Conserva el pelo muy negro, aunque su piel parezca cáscara de zapote. Me mira directo a los ojos, como lo hacía siempre, y me platica aunque no mueva los labios, que están resecos. Me cuesta creer que sean los mismos que tantas veces besé. Los míos, viejos y borrados, tampoco son los mismos, han perdido la costumbre de besar y de decir palabras de amor. Por eso platicamos ahora, por los años perdidos, por el exilio, por la soledad. Mis palabras resuenan en la tarde, pero las suyas son mudas.


Detenidos en la vereda se echa encima la noche y luego la mañana, y después más noches con sus mañanas; porque es necesario mucho tiempo para desquitarnos del silencio y del desamor que cargamos. La veo partir con el cántaro sobre el yagual, y su figurilla se vuelve cada vez más delgada y más pequeña hasta desaparecer detrás de la loma.


Me quedo solo en medio de esta tierra y veo la sombra que proyecta mi cuerpo reseco. Observo mis pies desnudos y sucios del polvo de cien senderos. Este caminar por la tierra, me pregunto, esta existencia tan dura y sufrida, ¿adónde nos conduce? ¿Para qué ha servido tanta desolación?, ¿para qué? Sin embargo, estoy alegre de estar aquí, de nuevo en mi tierra que, aunque vacía y desolada, volverá un día a llenarse de risas.


Enfilo nuevamente la vereda y sigo adelante, en busca de algo, de alguien; pero al fin me doy cuenta de que no soy yo quien camina por la vereda, sino ella la que me recorre a mí, la que me ha estado caminando desde siempre.


Escrito por:

Julio-Calviño

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